Cintia está sentada con las piernas tensas, con la intención de subirlas y convertirse en un ovillo, de esconderse en su propio cuerpo. La sicóloga le habla pero la niña de trece años mantiene la mirada baja; parece dormida, sorda, muda, ausente.
El espacio de la cámara de Gessel, alfombrado de piso a techo, es inspeccionado por su mirada. Mientras tanto, la sicóloga le explica:
No te preocupes, él ya no puede tocarte, ya jamás podrá acercarse a ti.
Cintia crispa las manos sobre el cuerpecillo lánguido de un animal de peluche blanco y negro, lo abraza y cubre su pecho con él.
—Lo conocí cuando tenía nueve años. Fui a su casa y nadábamos bien padre en su alberca, yo y otras niñas. Él estaba con su esposa. Nos veían jugar y luego nos mandaban a la casa con su chofer. Siempre me daba un poco de dinero para que me comprara dulces, o lo que yo quisiera.
La mirada de Cintia se cristaliza, fija en las pupilas de su interlocutora. Hala su cabello crespo, rubio y muy corto, se restriega la cabeza con las manos, tuerce el cuello. Fija la mirada de nuevo.
—Un día que Emma me llevó a Solymar él me llevó a su cuarto del hotel —se acurruca abrazando a la criatura de felpa. Sin llorar, mira al vacío—. Comenzó a tocarme y me dijo que eso hacen todos los papás con sus hijas, que como yo no tengo papá y él me quiere… Me lastimó con las manos, yo lloraba y lloraba pero él no paraba. Luego me bajó a la sala. Allí estaba mi hermano. Nos sentó juntos a ver la tele y le dijo a mi hermano que me tocara. Claro que él no quiso, gritó, pero Johny es muy grande y muy fuerte y nos obligó a hacerlo.
—¿Por qué volvían tú y tu hermano y las otras niñas?
—Una vez estábamos en su cuarto, después de que me hizo cosas. Yo no quise bajar a la cocina y él subió por mí. Traía un cuchillo, de esos grandotes de la cocina, en la mano y me dijo que me iba a cortar toda, en pedacitos. Yo bajé. No quería que me cortaran en pedacitos. Él es el diablo y me daba miedo. Me decía «Mira, mi'jita, si te portas bien y me obedeces todo va a estar bien, irás a la escuela y te compraré ropa y cosas bonitas; pero si le dices algo a alguien, esa persona se va a morir. Si le dices a tu mamá, ella se muere. Ya te dije, esto, aunque no te guste, es lo que hacen todos los papás con sus hijas». Y como yo no tengo papá…
—¿Qué más te decía?
—Ya no voy a hablar —hace un puchero, con gesto infantil— porque va a venir por nosotras y nos va a llevar al DIF (Desarrollo Integral de la Familia) y nos van a separar para siempre y me van a regañar por hacer esas cosas malas. Eso dice él, que si hablamos nos encerrarán en una cárcel del DIF y nunca volveremos a ver a mi mamá ni a mi tío de Mérida.
Guarda silencio y acaricia a su muñeco. Cintia comenzó a ser víctima del abuso desde los ocho años de edad y lo fue hasta hace un par de meses —ahora tiene trece—, cuando su prima Emma la llevó a denunciar lo que estaban viviendo.
—Cuéntame más sobre lo que pasaba en su cuarto del hotel.
La niña decide hablar aunque no mira a la psicóloga sino a sus manos.
—Él se tomaba fotos haciéndome cosas. Luego me llevaba a su computadora y me decía: «¡Mira qué bien nos vemos haciendo nuestras cosas!». Y las mandaba por internet, que yo entonces ni sabía qué era. Quería llorar, pero me daba miedo. El «Tío Johny» era bueno a veces, sólo que tiene ese problema… le gusta hacer cosas con las niñas.
—Cintia, ¿te gustaría vivir en el refugio con tus hermanos y tu madre?
—Sí, creo que sí.
La menor se levanta despacio de la silla, sale de la cámara de Gessel y se encuentra con su madre en el pasillo. Se miran y ésta rompe a llorar. Su hija ha pedido ayuda por primera vez en sus trece años de vida.
Cintia se dirige a tomar un baño caliente, acompañada por la psicóloga. No quiere desvestirse. Por fin acepta. Poco a poco se despoja de una playera y dos camisetas. Viste cuatro calzoncillos de algodón, uno sobre otro. El último queda expuesto. Es blanco y sobre el resorte en buen estado tiene un listón fuertemente amarrado.
Llevada por el miedo, con él la niña clausuró su sexo, su derecho al placer.
El delincuente culpable de esa y otras vidas trastocadas tiene un nombre: Jean Succar Kuri, el infame hotelero libanés de Cancún.
La escala e impunidad con que Succar y su red de apoyo cometieron estos delitos sólo puede explicarse en el contexto del territorio salvaje que ha sido Cancún, una ciudad con un crecimiento vertiginoso, sin leyes ni autoridad, propicia para anidar toda suerte de infamias.