Succar se dio a la fuga desde fines de octubre de 2003. Sin embargo, para mediados de 2004, más de seis meses después de desatado el escándalo y con el sujeto detenido en Chandler, Arizona, las indagatorias sobre su huida no estarían completas sin esas piezas clave que dieron forma a la desaparición de pruebas, desaparición que ocurrió —según expertos— horas antes de que el juez autorizara la orden de cateo. La mayoría de las niñas asegura conocer a Sandra Luz Arriaga Salvador, quien desde hace diez años ha estado en contacto con Jean Succar Kuri, según consta en su propia declaración ministerial.
No obstante, Sandra Luz, quien administra las cincuenta villas propiedad de este último, sostiene que jamás vio a ninguna niña o niño con su jefe. Afirma que Succar es todo un caballero y que le parecen ridículas las afirmaciones sobre su gusto por las menores de edad.
Al igual que Sandra, la asistente de ventas y operaciones de Solymar, la señora Eunice Beatriz Ek Méndez, cuyo jefe directo es el administrador de Succar Kuri, el señor Ricardo Navarrete, defendió al primero en su declaración. Pero días después se hizo evidente su complicidad con el pederasta o, al menos, su deseo de protegerlo.
—Yo conocí al señor Succar hace dos años; es una persona muy conversadora, muy amable. Nunca me faltó al respeto y nunca vi ninguna actitud sospechosa. Jamás pude observarlo con niñas o menores de edad. Los únicos niños que yo vi con él son sus hijos. No creo nada de lo que dicen del señor Succar, es un buen hombre y no creo que tenga nada que ocultar.
Poco tiempo duró la credibilidad de Eunice, ya que al día siguiente el agente ministerial recibió a otro vecino de Solymar, el señor Edwin Henry, propietario de una villa vecina a Succar. Henry explicó que, momentos antes de que llegaran los agentes para llevar a cabo el cateo en las villas números uno, cinco y nueve, él observó cómo la señora Eunice Beatriz sustrajo varios objetos en cajas y bolsas negras, haciendo viajes reiterados a toda prisa, acompañada del señor Thomas Vickers, por esas fechas hospedado en una de las villas de Succar. Ese mismo día el señor Jack Barqui Zinno, también vecino de éste, entregó varias pruebas de los abusos de poder y excesos violentos de Jean Succar Kuri, quien en reiteradas ocasiones violó los reglamentos del condominio e hizo lo que quiso; entre otras cosas, compró a ciertas personas para que no se metieran con él.
Consta en una de las actas una discusión entre los condóminos por la portación de armas de fuego por parte de Succar Kuri e incluso el hecho de que baleó a un sujeto a raíz de una discusión condominal.
Edwin Henry manifestó:
—Me pareció muy sospechoso. Si Vickers no tenía nada que esconder, ni tampoco Eunice, ¿por qué corrieron así? ¿Por qué sacaron esas cajas y bolsas negras de basura (de las grandes) llenas de cosas? ¿Por qué no esperar a que llegara la policía y explicar que él era simplemente un huésped y no sabía nada?
Al día siguiente otro vecino de Succar Kuri confirmó las declaraciones de Henry. Esta vez se trató de Enrique Jiménez Árias, quien declaró que el día 7 de noviembre, a las diez treinta de la mañana, él y su vecino Roberto Sicrage observaron a la señora Eunice (a quien describe como una mujer de tez morena, complexión delgada, baja de estatura y de cabello negro y largo) sacar objetos de la villa número uno, propiedad de Succar Kuri. Eunice entró y salió tres veces del sitio mencionado; la primera ocasión salió con una caja de cartón repleta de cosas y las dos subsiguientes con carpetas llenas de documentos. Junto a ella y apresurándola iba el ‘Señor Vickers con actitud nerviosa. Por tanto, los vecinos decidieron llamar al 060, número de emergencias policíacas.
Hasta la fecha, Jiménez Arias asevera que no logra comprender cómo, si ya se contaba con tanta información sobre el pederasta Succar, sus villas no fueron aseguradas para que nadie se llevara absolutamente nada de allí.
—Quién sabe cuántas pruebas lograron sacar sus amistades o empleados —le comentó a un amigo.
Ese mismo día, en la Ciudad de México, la AFI solicitó al [licenciado Ricardo Gutiérrez Vargas, director general de la Oficina de Interpol México, que se sirviera informar si en Su base de datos existen antecedentes criminales de un hombre que se hace llamar Martin Gary Mazy Kolb, originario de Pensilvania, Estados Unidos, y quien, por su estrecha cercanía con Succar Kuri, podría tener conocimiento o incluso participación directa en los actos delictivos realizados por el inculpado.
De nuevo, la procuradora Celia Pérez Gordillo negó ante los medios que existiera participación alguna de la Interpol o aún de la AFI en el caso. Reiteró que la procuraduría estatal realizaba todas las indagatorias y que a ella le correspondía la investigación.
Sin embargo, al mismo tiempo, en la capital del país se giraba un oficio de la PGR. En él se solicitaba al doctor Alejandro Gertz Manero, secretario de Seguridad Pública Federal, que, en auxilio de la primera dependencia, girara las instrucciones para que se trasladara a la ciudad de Cancún el personal especializado perteneciente a la policía cibernética, cuyos miembros debían realizar una minuciosa y exhaustiva investigación en la red de internet sobre los correos electrónicos de Jean Thouma Hanna Succar Kuri y algunas de sus víctimas.
El contenido de una de las computadoras se logró rescatar gracias a la joven Emma, quien recordó que años atrás Johny le obsequió una que era de su propiedad. Se la obsequió usada, aunque la «mandó limpiar» para que no tuviera nada de él. El propósito era que la utilizara para sus tareas escolares, pero jamás imaginó que en ella, después de un trabajo intensivo, la ciberpolicía mexicana rescataría suficientes pruebas de fotografías pornográficas de las víctimas de Succar Kuri.
Los abogados del sujeto seguían convencidos de lo que su cliente les argumentaba: que Emma, junto con Leidy Campos, intentaron extorsionarlo y que su único delito había sido enamorarse de una niña de trece años llamada Emma. Les juraba que jamás le hizo daño a ninguna niña y que lo que se publicaba en los medios sobre pornografía eran infundios.
Mientras tanto, en el Refugio del Centro Integral de Atención a las
Mujeres, uno de los niños varones víctimas de Succar por fin se atrevió a hablar. Éste es su testimonio.
De ojos hermosos con largas pestañas, Javier parece un chico grabe. Su rostro delgado y anguloso, de piel morena clara, está enmarcado por una cabellera rizada de color castaño oscuro. Según su madre, no era tan flaquito como se le ve ahora, pero desde hace tiempo, cuando comenzó a estirarse, parece un jugador de básquetbol.
Al igual que él, Alicia, su madre, lleva el cabello corto y rizado. Las marcas de la pobreza se denotan en su rostro ajado; aunque apenas tiene cuarenta años de edad, sus ojos recaen en unas bolsas carnosas y arrugadas, como las de las mujeres que han padecido la tristeza de siglos y la pobreza extrema. Alicia llora con facilidad; desde que descubrió que su hijo e hija habían sido objeto de abusos presentó síntomas de parálisis facial provocada por el estrés, como la que la llevó al hospital hace cinco años y por la cual fue despedida de su trabajo como afanadora del aeropuerto de Cancún.
Javier no habla de «eso» frente a su madre. Lo niega, insiste en la anécdota que ha contado ante los hombres imponentes de la PGR. Su versión falsa cuenta que un día estaba con Jean Succar en su casa y éste le insistió en que debía tocar a su hermana. Pero él resistió estoico y lanzó su cuerpo delgaducho de cuarenta y un kilogramos de peso contra el del Tío Johny, un hombre robusto de cincuenta y ocho años de edad. En la imaginación de Javier, Johny se amedrentó ante la furia del niño y a partir de entonces ya no se atrevió a pedirle que hiciera nada de «esas cochinadas». Eso le dice a su madre y baja la mirada, con la sensación genuina de que la ha protegido de una historia de terror de la cual, aún ahora, se siente culpable por no haber sido capaz de defenderse.
Él conoció a Jean Succar cuando apenas había cumplido los diez años. Su prima Emma lo llevó junto con su hermana pequeña a nadar a las Villas Solymar. Las primeras veces el señor se portó con gran amabilidad. Hasta que llegó aquella primera tarde en que la vida de Javier dio un vuelco radical. Con el Tío Johny se encontraban Javier, de diez años, y Cintia, su hermanita de ocho. Las niñas grandes jugaban en uno de los cuartos de arriba. A ellos los llevó Succar a la sala de televisión, donde los invitó a ver una película. Cambiaba de canal mientras le pidió a Cintia que se recargara en él. Comenzó a hacerle cariños en el cabello, por lo que Javier lo miró un tanto sorprendido. Desde que su padre los dejó cuando él apenas tenía cerca de cinco años, se convirtió en «el hombre de la casa»; cuidaba de su madre, su hermana y su pequeño hermano Walter, de cuatro años. Iba a la escuela y salía a trabajar en una reparadora de bicicletas del poblado Bonfil, a las afueras de Cancún. Estaba seguro de que, de seguir así, algún día podría ser dueño de su propia tienda de bicicletas y con todo el dinero que ganaría habría de comprarle una casa bonita a su madre y a sus hermanos, una casa con piso de verdad (y no de tierra apisonada), con techo de verdad (y no de palapa) y con un bailo con inodoro blanco (en lugar de una letrina apestosa en el patio selvático de su palapa de una sola habitación).
Esa tarde, mientras el Tío Johny hacía cariños en la cabellera ondulada de Cintia, Javier sintió un calambre en el estómago. Se sentó pegadito a su hermana y miró con recelo al señor que recién viera un par de veces. Él lo miró a los ojos y, a manera de reto, le dijo: «Qué bonita es tu hermana, ¿verdad?», al tiempo que cambiaba de canal y en la pantalla aparecían dos adultos teniendo sexo. Javier nunca había visto nada parecido. Era una mujer rubia de senos inmensos y un hombre desnudo con un pene muy grande.
—La mujer gritaba y hacía unos gestos de horror —menciona Javier.
El niño sabía por sus amigos de la escuela lo que era el sexo; muchos hablaban de coger. Había visto perros en la calle prendidos de las perras y muchas veces imaginó lo que sería ver a un hombre con una mujer. Pero nunca pensó que esta escena le generara emociones tan encontradas, entre la excitación y el pánico, entre la fascinación y la culpa de observar algo prohibido.
Después de la primera denuncia ante Leidy Campos en el ministerio público, Javier tardó casi un mes en atreverse a hablar sobre el asunto. Se requirió que estuviera refugiado, protegido de Succar y dispuesto a hacer todo lo que estuviera en sus manos para que el Tío Johny «pagara por su maldad». Durante las primeras conversaciones contuvo el llanto, en tanto que en la tercera lloró y se dejó arropar por la terapeuta, bajo la promesa de que contar lo sucedido le permitirá, algún día, vivir sin miedo y sin culpa.
Yo no le voy a decir a mi mamá, porque ella se puede morir de la tristeza de saber que hicimos esas cosas. Pero le juro que las tuvimos que hacer. Estábamos en el sillón sentados, viendo la tele. El Johny puso esa película cerda y yo me enojé, le dije que no quería que mi hermanita viera esas cochinadas, pero él se rio y me dijo: «¿A poco no le has comido el queso a tu hermanita?». Yo no sabía qué era eso del queso y él se burlaba de mí y yo estaba muy enojado, pero no quise hacer nada para que no la lastimara. Ya la estaba abrazando y yo nomás veía la carita de Cintia así, debajo de su brazo, como si fuera un venadito asustado atrapado en las manos de alguien. Como los venados de cola blanca que se cazan a veces por allá en el monte de arriba de Bonfil.
Mi hermanita tenía sus ojos grandotes, como que iba a llorar, veía la tele, con esas cosas, y nos miraba a nosotros y yo quería defenderla, mas sin en cambio no podía… no podía (el menor intenta contener el llanto sin lograrlo). Él se comenzó a tocar en su parte, encima del pantalón. Yo veía que se agarraba y me veía riéndose y luego se veía allá abajo como para que me diera cuenta de que tenía un bulto grande. Pensé que quería hacerle algo a mi hermanita y me paré y me aguanté de llorar y le dije: «¡Ya nos vamos!», pero él me jaló del brazo y me dijo que de su casa nadie salía. Que no me asustara, que nos íbamos a divertir y nadie iba a salir lastimado. (Javier narra esta escena de pie en actitud bélica, como si el sujeto estuviera frente a él; sus ojos están húmedos y denotan ira contenida). Luego recuerdo que yo me sentía como enfermo, sentía como si me hubiera dado calentura y estaba temblando, mis piernas se hacían así… bien débiles, como cuando andas en la bici mucho tiempo. Johny empezó a tocar a Cintia y ella lloraba mucho casi calladita, me miraba con sus ojos rete asustados y yo la veía y quería salvarla. Johny me dijo que no me preocupara, que todas las niñas son unas putitas y que seguro mi hermanita ya estaba cogida. Reía como si estuviera muy divertido y yo estaba muy, muy enojadísimo (sic).
Subió el volumen de la tele y se oían los gritos de la muchacha de la película. Nomás me acuerdo que Johny me ordenó que me quitara mis pantalones y mis calzones. Y tuve que obedecerlo porque me dijo que si no obedecía, él le haría cosas feas a mi hermanita. Me quedé en mis calzones y luego él comenzó a tocarme aquí (señala sus genitales), yo le dije que era hombre y no me dejé. Luego le quitó su ropa a mi hermanita y me dijo que viera, que si se me paraba eso quería decir que ya era hombre y que para eso son las hermanitas, para que uno se haga más hombre. Y la hizo que se pusiera en el sillón como la de la tele y me dijo que yo me pusiera sobre ella. Yo decía que no, hasta se me salieron unas lágrimas, y mi hermanita lloraba. Le juro que fue el día más horrible de mi vida y que yo no quería hacer nada… se lo juro.
Mi hermanita también lloraba mucho, yo me quité y él me agarró de los pelos y me dijo: «Mira» y se sacó su pito que estaba bien grande y me dijo que o me la cogía yo o él se lo iba a hacer a ella. Y le preguntó a mi hermanita: «¿Tú qué prefieres?» y ella dijo que a mí y yo la vi para que me perdonara. Me hizo que yo le chupara allá abajo a Cintia y después me fui al baño a vomitar. Yo sé que mi hermanita me perdonó, porque sabía que lo hice para salvarla.
Luego nos hizo hacerlo muchas veces, de todo, yo le decía que no se me paraba y me iba al baño y me hacía pipí. Después supe que otras veces que llevaron a mi hermanita a su casa él se lo hizo a ella, y por eso ella ya no quiere comer ni dormir ni nada, porque tiene miedo y siempre anda escondiéndose y no le gusta que nadie la toque.
Él nos tomaba fotos y películas y nos contaba que tenía amigos a quienes les gustaba vernos. A mí me decía cosas muy cabronas, y más me encabronaba yo cuando decía que mi hermanita y mis primas son todas una putitas que todas están cogidas. Luego siempre nos decía que él era bueno, que nos iba a pagar la escuela y todo lo que quisiéramos, que le iba a dar dinero a mi mamá para que nos diera de comer mejor. A mi hermanita le decía que era una flaquita greñuda y desnutrida. Johny siempre alegaba que él era muy bueno, que sólo tenía esa enfermedad de que le gustaban las niñas y verlas hacer cosas, pero que eso no era malo porque todos los papás lo hacen y es mejor que te las haga uno que te quiere y que te va a dar cosas por obedecerlo.
Como sucedió con las demás víctimas, a Javier, al igual que a su hermanita Cintia, Jean Succar les insistía en que si decían algo, cualquier cosa, sobre lo que sucedía en su casa, él los denunciaría por mentirosos. Aunque les creyeran —señalaba—, como él se había cogido a la niña, cuando la revisaran verían que ella ya «estaba cogida» y él, siendo un reconocido hombre de negocios, lo negaría todo. Así se llevarían al DIF a los tres, los alejarían de su madre y jamás podrían verla. Al chico lo amenazaba con que él era amigo del gobernador y que podría decir que un día entró a su casa y lo descubrió cogiéndose a su hermanita, por lo que lo acusarían de violador.
Como resultado, las niñas y niños guardaron silencio, hasta que, casi dos años después del primer abuso a estos hermanos, el pederasta fuera denunciado.
La pregunta reiterada de Succar a todas sus víctimas era:
—¿Tú crees que tu mamá no tiene la culpa de esto que yo les hago? Si los deja venir es por algo. Y si ustedes le cuentan, ella va a ir a la cárcel por no cuidarlos, por pendeja, por dejarlos en manos de un viejo como yo.
Estas declaraciones de las víctimas coinciden con las confesiones del propio Succar, las cuales se escuchan con toda claridad en el video que fue grabado en un restaurante y que está en manos de la Procuraduría de Justicia del Estado y de la PGR.
Hasta hoy, Javier se rehúsa a admitir que, además de ser forzado a sostener relaciones sexuales con su hermana, él mismo fue víctima de abuso por parte de Succar Kuri. Sin embargo, el testimonio de otras niñas mayores advierte que el niño fue forzado en varias ocasiones a practicarle sexo oral al Tío Johny y a otros hombres que visitaban su casa. Jessica, ahora de veintitrés años de edad y quien fue víctima de abuso por parte de Succar hace ocho, manifiesta que incluso hay fotografías tomadas por éste en las que Javier aparece completamente desnudo haciéndole sexo oral a un hombre mayor, uno de los mejores amigos de Johny.
Durante una de nuestras conversaciones, Javier dejó entrever que alguna vez Johny intentó forzarlo a que le practicara sexo oral, pero que él se negó y como lo vio tan enojado, el «Tío» desistió de su intento. Pero en otras charlas breves y aisladas, el chico admitió que un día Johny lo humilló al hacerlo ver en su computadora «portátil negra marca Sony» una foto de él mismo haciéndole cosas asquerosas al Johny y que por eso un día, cuando sea grande, él lo va a buscar «hasta el fin del mundo, para matarlo».
El comportamiento de Javier, a partir de las terapias especializadas, tanto con un psicólogo enfocado a atender a víctimas de abuso sexual, como con un terapeuta dedicado al desarrollo infantil, muestra una inmadurez psicoemocional típica de niños que han sido sometidos a un abuso sexual sistemático. Son menores que sufren el Síndrome de Indefensión Adquirida, mismo que genera, entre otros efectos, una profunda desconfianza, pues las víctimas aprenden que, hagan lo que hagan, nadie podrá defenderlas y, por tanto, su vida siempre corre peligro. No es obra de la casualidad que los pederastas y explotadores de menores elijan a niños y niñas entre los cinco y los trece años, pues están en una edad de formación en la que un adulto puede asumir el control total de su mente.
A dos años del abuso, mientras se llevan a cabo las investigaciones para conformar una averiguación previa que permita a la PGR demostrar, sin lugar a dudas, la culpabilidad de Jean Succar Kuri, Javier muestra con claridad su desconfianza en las autoridades policíacas, su ira y enojo. Sufre ataques constantes de rabia contra otros niños y niñas; se recluye a ratos y se niega a participar en los juegos elaborados por los terapeutas dentro del refugio para externar las emociones contenidas. A ratos actúa como un niño mucho menor que sus actuales doce años y busca el cariño y atención de algunas de las trabajadoras sociales del refugio.
Según los especialistas que lo han tratado, los sentimientos que mejor definen a Javier son desconfianza y culpa, dos de las emociones humanas más difíciles de comprender y superar por cualquier persona que cuente con las mínimas habilidades y herramientas de inteligencia emocional para trabajar sentimientos, enfrentarlos y superarlos.