Capítulo XXI

La catástrofe

No sirve de nada sobre la tierra; debería estar debajo de ella, inspirando a las coles.

—Del calendario del Bobo Wilson.

1 de Abril. Un día en que se nos recuerda lo que somos durante los otros trescientos sesenta y cuatro[3].

—Del calendario del Bobo Wilson.

Wilson se vistió con la ropa necesaria y se dedicó a trabajar a toda presión. Estaba completamente despierto. Toda su sensación de cansancio había desaparecido barrida por la vigorizante frescura del gran descubrimiento que acababa de hacer. Reprodujo con todo cuidado cierto número de cristales de sus «archivos», y luego los amplió en una escala de diez a uno con su pantógrafo. Hizo las ampliaciones del pantógrafo en hojas de cartulina blanca, y destacó cada línea de aquel complicado laberinto de lazos, curvas y espirales que constituía el «dibujo» de una «marca» reforzándolo con tinta. Para el ojo no acostumbrado la colección de delicados originales hechos por el dedo humano en las placas de cristal eran todos iguales; pero cuando se los ampliaba diez veces se parecían a las marcas de un trozo de madera que ha sido aserrado a través del grano, y donde el ojo más distraído puede distinguir en seguida, y a bastante distancia, que ninguno de los dibujos es igual. Cuando Wilson terminó por fin su difícil y tedioso trabajo, dispuso sus resultados de acuerdo a un plan, por orden y secuencia progresivos, lo que constituía su principal aspecto; luego, agregó una serie de ampliaciones con el pantógrafo que había ido haciendo con el transcurso de los años.

La noche había terminado ya y el día estaba muy avanzado, entonces. Cuando acababa de tomar un bocado de desayuno, eran ya las nueve, y el tribunal se disponía a reanudar su sesión. Él se hallaba en su lugar doce minutos más tarde con sus «muestras».

Tom Driscoll lo vio y, dándole un codazo a su amigo más cercano dijo, guiñando un ojo:

—El Bobo tiene olfato para los negocios… piensa que ya no puede ganar el caso, por lo menos se le presenta una buena y noble ocasión de anunciar sus decoraciones para las ventanas de los palacios, sin gasto alguno.

Wilson fue informado de que sus testigos habían demorado, pero no tardarían en llegar; mas él se levantó y dijo que tal vez no tendría necesidad de hacer uso de su testimonio. (Un murmullo divertido corrió por la sala: «¡Es un lindo retroceso!, ¡renuncia antes de que lo venzan!»). Wilson continuó: «Tengo otro testimonio… y mejor». (Esto atrajo el interés y provocó murmullos de sorpresa que tenían también un claro ingrediente de decepción). Si alguien piensa que voy a presentar por sorpresa mis pruebas al tribunal, yo presentaré como justificación lo siguiente: no descubrí su existencia hasta anoche, y he estado ocupado examinándolas y clasificándolas, desde entonces hasta hace media hora. Voy a presentarlas dentro de un instante; pero antes quiero decir unas palabras preliminares.

—Ruego al tribunal que recuerde que el hecho más importante, el hecho en que más se ha insistido, yo diría que de un modo hasta agresivo, por parte de la acusación, es el siguiente… que la persona que dejó las huellas sangrientas de los dedos de su mano izquierda en el mango del cuchillo indio, es la misma que cometió el asesinato. —Wilson hizo una pausa de varios minutos, para dar más importancia a lo que iba a decir, y luego agregó tranquilamente—: El defensor admite ese hecho.

Fue una sorpresa eléctrica. Nadie estaba preparado para esa admisión. Un murmullo de asombro se alzó por todos lados, y se oyó decir a mucha gente que el abogado, por exceso de trabajo, había perdido la cabeza. Hasta el mismo juez veterano, acostumbrado a las trampas legales y las baterías disfrazadas del procedimiento criminal, no estaba muy seguro de haber oído bien, y le preguntó al defensor qué era lo que había dicho. La impasible cara de Howard no traicionó nada, pero su actitud perdió algo de su descuidada confianza por un instante. Wilson prosiguió:

—No sólo reconocemos ese hecho, sino que lo hacemos complacidos, y lo endosamos de todo corazón. Dejando ese asunto por el momento, procederemos ahora a considerar otros puntos del caso que nos proponemos establecer por medio de la prueba, e incluiremos éste en su debido lugar de la cadena.

Estaba decidido a intentar unas cuantas suposiciones atrevidas, al exponer su teoría del origen y motivo del asesinato… suposiciones destinadas a llenar ciertos huecos de ella… suposiciones que servirían de mucho si eran acertadas y no dañarían a nadie si no lo eran.

—Para mí, ciertas circunstancias del caso que juzga el tribunal parecen sugerir un motivo del homicidio muy distinto del motivo en que insiste la acusación. Estoy convencido de que el motivo no fue la venganza, sino el robo. Se ha insistido en que la presencia de los hermanos acusados en la habitación fatal, después de que le notificaran a uno de ellos que debía quitarle la vida al juez Driscoll, si no quería perder la suya en cuanto ambos se encontraran, significa claramente que el instinto natural de conservación movió a mis clientes a ir allí en secreto y salvar al conde Luigi destruyendo a su adversario.

»Entonces, ¿por qué se quedaron allí después de perpetrado el crimen? La señora Pratt, aunque no oyó el grito de auxilio y se despertó unos instantes después, tuvo tiempo de correr a la habitación… y encontrar allí a los dos hombres, que ni siquiera intentaban escapar. Si hubieran sido culpables, deberían haber salido corriendo de la casa en el mismo momento en que ella salía corriendo de su habitación. Si habían tenido un instinto de conservación tan fuerte que les impulsó a matar a un hombre desarmado, ¿qué había sido de él entonces, cuando debería haber estado más alerta que nunca? ¿Nos habríamos quedado allí cualquiera de nosotros? No calumniemos hasta ese grado nuestra inteligencia.

»Se ha insistido mucho en el hecho de que el acusado ofreció una gran recompensa por el cuchillo con el que se cometió el asesinato; ningún ladrón se presentó para reclamar la extraordinaria recompensa; ese último hecho parecía una buena prueba circunstancial de que la historia de que el cuchillo había sido robado era una pura vanidad e invención; que esos detalles, unidos al memorable y, al parecer, profético discurso del difunto con respecto al arma, y el descubrimiento final del mismo cuchillo en la habitación fatal donde no se encontró a ninguna persona viva junto al hombre acuchillado, excepto al dueño del cuchillo y su hermano, forma una indestructible cadena de pruebas que achaca el crimen a esos dos desgraciados extranjeros.

»Pero dentro de un instante pediré que se me tome juramento, y declararé que también se ofrecía una gran recompensa por el ladrón; que se ofreció en secreto y no se anunció; que ese hecho fue indiscretamente mencionado (o por lo menos tácitamente reconocido) en unas circunstancias que se suponían seguras, pero que podían no serlo. El ladrón podía haberse hallado presente. (Tom Driscoll miraba al orador pero, al llegar a ese punto, bajó los ojos). En ese caso, habría retenido en su posesión el cuchillo, sin atreverse a ofrecerlo en venta, o empeñarlo en una casa de préstamos. (En el público muchos asintieron con la cabeza como reconociendo que aquella no era una mala idea). Yo probaré para satisfacción del jurado que hubo una persona en la habitación del juez Driscoll varios minutos antes de que el acusado entrara en ella. (Eso produjo una gran sensación; los últimos soñolientos del tribunal se despabilaron y se dispusieron a escuchar). Si os parece necesario, probaré por medio de las señoritas Clarkson que se encontraron con una persona velada (ostensiblemente una mujer) que salía por la puerta posterior unos minutos después de que se oyera el grito de auxilio. Esa persona no era una mujer, sino un hombre vestido con ropas femeninas. —Otra sensación. Wilson tenía la mirada fija en Tom cuando aventuró esa suposición, para ver el efecto que producía. Estaba satisfecho con el resultado y se dijo para SÍ: “¡Es un éxito… está impresionado!”.

—El propósito que llevó a esa persona a la casa era el robo, no el asesinato. Es cierto que la caja fuerte no estaba abierta, pero en la mesa había una caja de latón ordinaria, con tres mil dólares adentro. Es fácil suponer que el ladrón se hallaba escondido en la casa; que conocía la existencia de esa caja, y la costumbre de su dueño de contar su contenido y arreglar sus cuentas por la noche (si tenía esa costumbre, cosa que no aseguro, por supuesto); que trató de llevarse la caja mientras su dueño dormía, pero que hizo un ruido y lo sorprendieron, y que tuvo que usar el cuchillo para evitar ser capturado; y que huyó sin el botín porque oyó que se acercaba gente.

»He terminado ya con mi teoría, y voy a irles mostrando las pruebas con las que quiero demostrar su exactitud».

Wilson tomó varios de sus trozos de cristal. Cuando el público reconoció esos recuerdos familiares de la vieja manía pueril del Bobo, el interés tenso y funeral desapareció de sus caras, y la sala estalló en frescas y claras risotadas, mientras Tom reía y se unía al general regocijo; pero, al parecer, Wilson seguía imperturbable. Dispuso sus cristales delante de él, en la mesa, y dijo:

—Pido indulgencia al tribunal mientras les hago algunas observaciones para explicar las pruebas que voy a presentar, y que pediré me permitan verificar bajo juramento en el banco de los testigos. Todo ser humano lleva desde la cuna a la tumba ciertas marcas físicas que no cambian de carácter, y por las que pueden ser siempre identificado… y eso sin la menor duda, e incuestionablemente. Esas marcas son su firma, su autógrafo físico, por así decirlo, y ese autógrafo no puede falsificarse, ni puede hacerse ilegible por el desgaste y mutaciones del tiempo. Esa firma no es su cara… la edad la cambia y la vuelve irreconocible; no es su pelo, que puede caerse; no es su estatura, pues existen duplicados de ella; no es su forma, pues existen también duplicados de ella, mientras que esa firma es propia de cada uno… ¡no existe un duplicado de ella entre toda la población del globo!, (el público se interesaba de nuevo).

»Ese autógrafo consiste en las delicadas líneas o arrugas con que la naturaleza marca el interior de las manos y las plantas de los pies. Si se miran las yemas de los dedos (los que tienen la vista aguda) observarán que esas delicadas líneas curvas están muy unidas entre sí, como las que indican los bordes de los océanos en los mapas, y que forman varios dibujos claramente definidos tales como arcos, círculos, curvas largas, espirales, etcétera y que esos dibujos difieren en los distintos dedos. (Todos los presentes habían alzado ahora sus manos a la luz, y ladeando la cabeza, escrutaban minuciosamente las yemas de sus dedos; hubo exclamaciones murmuradas de “¡Pues sí, es así!… ¡nunca lo noté antes!”). Los dibujos de la mano derecha no son iguales que los de la izquierda. (Exclamaciones de “¡Pero sí, es así, también!”). Tomados dedo por dedo, sus dibujos difieren de los de su vecino. (Se hacían comparaciones en todo el tribunal… hasta el juez y el jurado estaban absortos en ese curioso trabajo). Los dibujos de la mano derecha de un gemelo no son los mismos que los de su mano izquierda. Los dibujos de un gemelo no son nunca iguales a los del otro gemelo… y el jurado verá que los dibujos de las yemas de los dedos del acusado siguen esa regla. (Inmediatamente se inició un examen de las manos de los gemelos). Habrán oído decir muy a menudo que hay gemelos tan idénticos que cuando se los viste de igual modo, sus padres no pueden distinguir cuál es cuál. Pero, sin embargo, nunca vino al mundo un gemelo que no llevara, del nacimiento a la tumba, una identificación tan segura como ese misterioso y maravilloso autógrafo nativo. Una vez que lo conozcamos, esos gemelos nunca podrán hacerse pasar por el otro para engañarnos.

Wilson se detuvo y quedó en silencio. La inatención muere de muerte segura y rápida, cuando un orador hace eso. El silencio es un aviso de que algo va a venir. Todas las palmas y las yemas de los dedos se bajaron, todos los cuerpos inclinados se irguieron, todas las cabezas se alzaron, todos los ojos se fijaron en la cara de Wilson. No obstante, él esperó uno, dos, tres minutos, para que su pausa completara y perfeccionara la impresión causada en el tribunal; luego, cuando en el profundo silencio se pudo oír el tic-tac de un reloj de pared, extendió la mano y tomó el cuchillo indio por la hoja, alzándolo para que todos pudieran ver las siniestras manchas de su mango de marfil; y entonces dijo con voz igual y serena:

—En este mango está marcado el autógrafo natal del asesino, escrito con la sangre de ese anciano inofensivo y bueno que los amaba y a quien todos amaban. En toda la tierra no hay más que un hombre cuya mano pueda duplicar esa señal carmesí —hizo una pausa y alzó los ojos hacia el péndulo que se Balanceaba de un lado al otro— ¡y con la ayuda de Dios, presentaremos a ese hombre al tribunal antes de que el reloj dé las doce!

Aturdido, alterado, inconsciente de su propio movimiento, el público se levantó a medias, como si esperara ver aparecer por la puerta al asesino, y una brisa de exclamaciones ahogadas recorrió el tribunal.

«¡Orden en la sala… siéntense!». Eso procedía del sheriff. Le obedecieron y de nuevo reinó el silencio. Wilson dirigió una mirada a Tom y se dijo, «Está desesperado ahora; hasta la gente que lo desprecia lo compadece en este momento; piensa que esto es una dura prueba para un joven que ha perdido a su benefactor de un modo tan cruel… y aciertan». Y reanudó su discurso:

—Durante más de veinte años he entretenido mi ociosidad impuesta reuniendo esas curiosas firmas en este pueblo. En mi casa tengo cientos y cientos de ellas. Todas tienen una etiqueta con un nombre y una fecha; no puse la etiqueta al día siguiente, ni siquiera a la hora siguiente, sino en el mismo minuto en que se tomó la impresión. Cuando vaya al banco de los testigos, repetiré bajo juramento las mismas cosas que estoy diciendo ahora. Tengo las huellas dactilares de los magistrados, del sheriff, y de todos los miembros del jurado. Casi no hay una persona en esta sala, blanca o negra, cuya firma natal no obre en mi poder, y no hay una sola que pueda disfrazarla de tal modo que yo no pueda seleccionarla entre una multitud de señales semejantes, identificando a la persona por sus manos. Y si él y yo viviéramos cien años, todavía podría hacerlo así (el interés del público se iba haciendo cada vez más profundo).

—He estudiado tanto algunas de esas firmas que las conozco tan bien como el cajero de un banco conoce la forma de su más antiguo cliente. Mientras me vuelvo de espaldas, le ruego a varias personas que tengan la bondad de pasarse la mano por el pelo, y luego las aprieten sobre los cristales de la ventana cercana al jurado, y entre ellas los acusados pueden poner sus huellas dactilares. También le ruego a esos experimentadores, o a otros, que pongan sus huellas en otra ventana y agreguen a ellas las del acusado, pero no colocándolas en el mismo orden o relación que las firmas anteriores… porque, por una posibilidad entre un millón, una persona puede acertar una vez por azar, al nombrar las marcas, y por eso quiero que me prueben dos.

Se volvió de espaldas, y rápidamente dos cristales de la ventana se cubrieron de manchas ovaladas delicadamente rayadas, pero visibles sólo para las personas que pudieran ponerles un fondo oscuro… por ejemplo, las ramas de un árbol desde fuera. Luego, cuando lo llamaron, Wilson fue a la ventana, hizo su examen y dijo:

—Esta es la mano derecha del conde Luigi; ésta, tres firmas más abajo, es la izquierda. Aquí está la derecha del conde Angelo, abajo, ahí, está la izquierda. Ahora, pasemos al otro cristal: aquí y aquí están las del conde Luigi, aquí y aquí, las de su hermano, —dio media vuelta— ¿acerté?

Una ensordecedora explosión de aplausos fue la respuesta. El tribunal dijo:

—¡Eso, desde luego, se aproxima a lo milagroso!

Wilson se volvió de nuevo a la ventana e indicó, señalándola con el dedo.

—Esta es la firma del señor juez Robinson (aplausos). Esta es del agente Blake (aplausos). Ésta es de John Masón, jurado (aplausos). Ésta, es del sheriff (aplausos). No puedo nombrar a los demás, pero los tengo a todos en casa, con nombres y fechas, y podría identificarlos por medio de mi archivo.

Volvió a su puesto entre una tempestad de aplausos… que el sheriff detuvo, obligando también al público a sentarse, porque naturalmente todos se habían puesto de pie, esforzándose por ver. El tribunal, el jurado, el sheriff, todos habían estado demasiado absortos observando lo que hacía Wilson para ocuparse antes de los presentes.

—Ahora bien —continuó Wilson—, yo tengo los autógrafos natales de dos niños… aumentados diez veces en su tamaño natural por el pantógrafo, de modo que cualquiera que pueda ver diferenciará en seguida las dos marcas, con sólo mirarlas. Llamaremos a los niños A y B. Aquí están las huellas dactilares de A, tomadas a la edad de cinco meses. Aquí están, de nuevo, tomadas a la edad de siete meses (Tom se sobresaltó). Son iguales, como verán. Aquí están las de B, a los cinco meses, y también a los siete meses. También son una copia exacta, pero como observarán su dibujo difiere mucho de las de A. Volveré a referirme a ellas dentro de poco, pero ahora voy a ponerlas boca abajo.

—Aquí están, aumentados diez veces, los autógrafos natales de dos personas que se encuentran ante ustedes acusadas de asesinar al juez Driscoll. Yo hice esas dos copias pantográficas anoche, y estoy dispuesto a jurarlo así en el banco de los testigos. Le pido al jurado que las comparen con las huellas dactilares del acusado, en los cristales de las ventanas, y que digan al tribunal si son las mismas.

Y entregó una potente lupa al presidente del jurado.

Un jurado tras otro examinó la cartulina y el cristal, comparándolos. Luego el presidente dijo al juez:

—Su Señoría, todos estamos de acuerdo en que son idénticas.

—Por favor, vuelvan esa cartulina, y tomen ésta, y mírenla bien con la lupa para compararla con la firma fatal dejada en el mango del cuchillo, e informen de su descubrimiento al tribunal.

El jurado hizo de nuevo un examen minucioso, y volvió a informar.

—Hemos descubierto que son idénticas, Su Señoría.

Wilson se volvió al fiscal, y había una clara nota de aviso en su voz cuando le dijo:

—Con el permiso del tribunal, diré que el fiscal, de un modo insistente y constante, ha declarado que las huellas sangrientas de dedos hechos en el mango del cuchillo, fueron dejadas por el asesino del juez Driscoll. Nos han oído decir que admitíamos ese hecho, y con placer —se volvió al jurado—. Comparen las huellas dactilares del acusado con las huellas dejadas en el mango del cuchillo… e informen de su descubrimiento.

Empezó la comparación. Mientras se realizaba, todo movimiento y sonido cesaron, y el profundo silencio de un suspenso absorto y expectante reinó en la sala; y cuando por fin se oyeron las palabras…

—Ni siquiera se parecen —hubo unos atronadores aplausos y los presentes se pusieron en pie, pero fueron rápidamente contenidos por la fuerza oficial que los volvió al orden. Tom cambiaba de postura cada minuto, pero ninguno de esos cambios le traía reposo y ni siquiera un mínimo consuelo. Cuando se logró fijar de nuevo la atención de la sala, Wilson dijo con gravedad, indicando con un gesto a los gemelos:

—Esos hombres son inocentes… y no tengo por qué ocuparme más de ellos (comenzó otro estallido de aplausos, pero fue rápidamente contenido). Ahora vamos a proceder a buscar al culpable (a Tom se le salían los ojos de las órbitas… sí, era un día cruel para el apenado joven, pensaban todos). Volveremos a los autógrafos infantiles A y B. Voy a pedirle al tribunal que tome esos facsímiles ampliados con pantógrafo del niño A, marcados cinco y siete meses, ¿concuerdan?

El presidente respondió:

—Perfectamente.

—Ahora, examine este pantógrafo, tomado a los ocho meses y marcado también A. ¿Concuerda con los otros dos?

La sorprendida respuesta fue:

—No… ¡difieren grandemente!

—Tiene razón. Ahora tome esos dos pantógrafos del autógrafo de B, marcados cinco y siete meses. ¿Concuerdan entre sí?

—Sí… perfectamente.

—Tome el tercer pantógrafo marcado B, ocho meses ¿concuerda con los otros dos de B?

—¡En absoluto!

—¿Sabe explicar de algún modo esas extrañas discrepancias? No, pues yo se lo diré. Por un fin desconocido para nosotros, pero probablemente egoísta, alguien cambió a esos dos bebés en la cuna.

Naturalmente, eso produjo una gran sensación: Roxana se asombró de aquella admirable suposición, pero no se alteró por ella. El suponer el cambio era una cosa, el adivinar quién lo hizo, otra. El Bobo Wilson podía hacer cosas maravillosas, sin duda, pero no podía realizar imposibles. ¿Segura? Estaba perfectamente segura. Sonrió para sí.

—Entre las edades de siete y ocho meses, estos niños fueron cambiados en la cuna —hizo una de sus efectivas pausas y agregó— ¡y la persona que lo hizo se encuentra en esta sala!

¡Los pulsos de Roxana se detuvieron! El público parecía como electrizado y la mitad de los presentes se levantaron para tratar de distinguir a la persona que efectuó el cambio. Tom se inclinaba como si la vida se escapara de él. Wilson resumió:

—A fue puesto en la cuna de B, en el cuarto de los niños; B fue trasladado a la cocina y se convirtió en un negro y un esclavo (sensación… confusión de exclamaciones coléricas)… ¡pero dentro de un cuarto de hora se presentará ante ustedes blanco y libre!, (estallido de aplausos, reprimido por las autoridades). Desde los siete meses hasta ahora, A ha seguido siendo un usurpador, y en mi ficha de sus huellas dactilares lleva el nombre de B. Aquí está su pantógrafo hecho a los doce años de edad. Compárenlo con la firma del asesino en el mango del cuchillo, ¿concuerdan?

El presidente le contestó:

—¡Hasta el menor detalle!

Wilson dijo, solemne:

—El asesino de vuestro amigo y el mío… de York Driscoll, de la mano generosa y el bondadoso espíritu… se encuentra entre vosotros. Valet de Chambre, negro y esclavo… llamado falsamente Thomas Becket Driscoll… ¡marca en la ventana las huellas, que te ahorcarán!

Tom volvió implorante su cenicienta cara hacia el que hablaba, hizo un movimiento impotente con sus pálidos labios, y luego cayó lacio y sin vida al suelo.

Wilson rompió el impresionante silencio con las palabras:

—No hace falta. Ha confesado.

Roxy cayó de rodillas, se cubrió la cara con las manos, y a través de sus sollozos se escaparon las siguientes palabras:

—¡Que el Señor tenga piedad de mí, que soy una pobre y miserable pecadora!

El reloj dio las doce.

El tribunal se levantó; y se llevaron de allí al nuevo preso, esposado.