Capítulo XX

El asesino se ríe

Hasta la más clara y perfecta evidencia circunstancial puede ser errada, después de todo, y por lo tanto se la debe recibir con gran cautela. Tomemos el caso de un lápiz afilado por una mujer; si se tiene testigos, se descubrirá que lo hizo con un cuchillo, pero si se juzga simplemente por el aspecto del lápiz se dirá que lo hizo con los dientes.

—Del calendario del Bobo Wilson.

Las semanas transcurrieron lentas sin que ningún amigo visitara en la cárcel a los gemelos, excepto su abogado y la tía Patsy Cooper, y por fin llegó el día del juicio… el día más duro en la vida de Wilson, pues a pesar de su incansable diligencia no había descubierto ni rastros del cómplice desaparecido. Hacía largo tiempo que había aceptado en privado el término «cómplice» para designar a esa persona… no porque fuera indudablemente el justo, pero sí porque tal vez era el único justo, aunque nunca pudo explicarse por qué los gemelos no habían desaparecido y escapado, como lo había hecho el cómplice, en vez de quedarse con el asesinado para que los detuvieran allí.

El tribunal estaba lleno de gente, desde luego, y seguiría estándolo hasta el final, porque no sólo en el pueblo mismo sino en muchas millas a la redonda, el juicio era el único tema de conversación entre la gente. La señora Pratt, de riguroso luto, y Tom, con una banda negra en el sombrero estaban sentados cerca de Pembroke Howard, el fiscal, y detrás de ellos se sentaba una gran cantidad de amigos de la familia. Los gemelos no tenían más que una amiga presente para apoyar a su abogado, su pobre patrona, muy entristecida. Se sentaba junto a Wilson y los miraba con profunda simpatía. En el «rincón de los negros» se hallaba Chambers, y también Roxy, vestida con buena ropa y con su contrato de venta en el bolsillo. Era su posesión más preciosa y nunca se separaba de ella, ni de día ni de noche. Tom le pasaba treinta y cinco dólares al mes, desde que heredó, y le decía que debía estar agradecida a los gemelos, que la habían hecho rica; pero la puso de un humor tan iracundo con esas frases, que nunca más volvió a repetir el argumento. Ella le dijo que el viejo juez había tratado a su hijo cien veces mejor de lo que merecía, y que nunca le había hecho nada malo a ella en toda su vida; y por eso odiaba a esos diablos extranjeros que lo mataron, y no dormiría tranquila hasta que no los ahorcaran por ello. Ahora estaba en la sala para presenciar el juicio, e iba a lanzar un «hurra» por eso, aunque el juez del condado la mandara un año a la cárcel, por hacerlo. Alzó la cabeza cubierta por un turbante y dijo:

—Cuando pronuncien el veredicto, te aseguro que voy a levantar el techo con mis gritos.

Pembroke Howard expuso brevemente el caso de la acusación. Dijo que iba a mostrar, por medio de una cadena de pruebas circunstanciales, sin interrupción ni falta en ninguna parte, que el principal detenido había cometido un asesinato; que el motivo era, en parte, la venganza, y en parte, el deseo de librarse del peligro que corría su vida, y que su hermano por su presencia, era un cómplice consentidor del crimen, el crimen más bajo conocido en todo el calendario de delitos humanos… el asesinato, que fue concebido por los más negros corazones y consumado por las manos más cobardes; un crimen que había destrozado el corazón amante de una hermana, acabado con la felicidad de un joven sobrino a quien quería como un hijo, acarreado un dolor inconsolable a muchos amigos, y que era una pérdida para toda la comunidad. Se debía exigir la pena máxima de la ley ofendida, y el acusado presente ahora en el tribunal debía sufrir, indudablemente, la pena de esa ley. Se reservaba todas las demás observaciones hasta su discurso final.

Estaba muy conmovido, igual que todos los presentes; la señora Pratt y otras mujeres lloraban cuando él se sentó, y muchos ojos se clavaron llenos de odio en los infortunados prisioneros.

El fiscal llamó testigo tras testigo, y los interrogó a fondo; pero el interrogatorio del defensor fue breve. Wilson sabía que no podían decirle nada favorable para su lado. La gente sentía lástima del Bobo; su incipiente carrera iba a sufrir con aquel juicio.

Varios testigos juraron que habían oído decir al juez Driscoll, en un discurso público, que los gemelos encontrarían su cuchillo perdido si necesitaban asesinar a alguien con él. Eso no era nada nuevo, pero ahora se lo veía como una triste profecía, y una profunda sensación hizo estremecerse al silencioso salón cuando se repitieron las lúgubres palabras.

El fiscal se levantó y dijo que él sabía, por una conversación mantenida con el juez Driscoll el último día de su vida, que el abogado defensor le había traído un desafío de la persona acusada del asesinato; que él había rechazado la pelea con un asesino confeso —«es decir, en el campo del honor»—, pero había agregado, significativamente, que estaría pronto a hacerlo en cualquier otra parte. Presumiblemente, la persona acusada del asesinato había recibido el aviso de que debía matar si no quería ser muerto la primera vez que viera al juez Driscoll. Si el abogado defensor no rechazaba sus frases, no tendría que llamarlo al banco de los testigos. El señor Wilson dijo que no iba a ofrecer ninguna negativa, (murmullos en la sala, «el caso de Wilson se está poniendo cada vez peor»).

La señora Pratt declaró que había oído un grito y no sabía qué la despertó, a menos que fueran unas pisadas rápidas que se acercaban a la puerta. Se levantó de un salto y salió corriendo al vestíbulo tal y como estaba, y oyó unos pasos que subían corriendo la entrada y que luego la seguían cuando ella corrió al escritorio. Allí encontró al acusado en pie frente al cadáver de su hermano asesinado. (Al llegar ahí, rompió en sollozos. Sensación en el tribunal). Resumiendo, las personas que entraron detrás de ella eran el señor Rogers y el señor Buckstone.

Interrogada por Wilson, dijo que los gemelos proclamaron su inocencia, declarando que estaban paseándose, y habían acudido presurosos a la casa al oír un grito de auxilio, tan alto y fuerte, que lo oyeron a pesar de hallarse a considerable distancia; que le rogaron a ella y a los caballeros antes mencionados que les examinaran las manos y la ropa… cosa que hicieron sin hallar manchas de sangre.

Rogers y Buckstone confirmaron esa evidencia.

Se verificó el descubrimiento del cuchillo, se mostró el aviso donde se lo describía minuciosamente ofreciéndose una recompensa por él, demostrando su exacta correspondencia con la descripción. Luego vinieron unos detalles sin importancia; la acusación dio por terminado su caso.

Wilson dijo que tenía tres testigos, las señoritas Clarkson, quienes declararían que se encontraron con una muchacha velada que salía de la casa del juez Driscoll por la puerta de atrás, unos minutos después de haberse oído los gritos de auxilio, y que su evidencia, junto con cierta evidencia circunstancial sobre la que llamaría la atención del tribunal, convencería al tribunal, según su opinión, de que había una persona más complicada en aquel crimen, que no había sido hallada aún, y que se debía suspender el juicio de sus clientes hasta que esa persona fuera hallada. Como ya era tarde, pediría autorización para examinar a sus tres testigos a la mañana siguiente.

La multitud salió del lugar y se alejó en grupos excitados, hablando de los acontecimientos de la sesión con vivacidad y gran interés, y todos parecían haber pasado un día muy satisfactorio y gozoso, excepto el acusado, su defensor y su vieja amiga. Ninguno de ellos se sentía alegre, ni alimentaba muchas esperanzas.

Al separarse de los gemelos, la tía Patsy intentó darles las buenas noches fingiendo alegremente esperanzas, pero rompió a llorar antes de haber terminado.

A pesar de que Tom se sentía absolutamente seguro, las solemnidades de la apertura del juicio le habían oprimido, sin embargo, con una vaga inquietud, pues su naturaleza era sensible a la más pequeña alarma. Pero desde el momento que se expuso ante el tribunal la pobreza y debilidad de la defensa de Wilson, se sintió tranquilo de nuevo y hasta jubiloso. Salió del tribunal sarcásticamente compadecido de Wilson. «Las Clarkson encontraron a una mujer desconocida en el callejón», se decía, «¡y ése es su caso! Tardará un siglo en encontrarla… tal vez dos. Una mujer que ya no existe, y las ropas que le daban esas señas quemadas y aventadas sus cenizas… ¡oh, desde luego va a ser muy fácil encontrarla!». Esas reflexiones le llevaron a admirar, por la centésima vez, la agudeza e ingenio con que se había asegurado contra el descubrimiento… más aún, contra la sospecha.

«En casi todos los casos como éste se pasa por alto alguno que otro detalle, se deja detrás de sí algún indicio o rastro; pero en éste no hay ni la más leve sugerencia de un rastro. Menos que el que deja un pájaro cuando vuela a través del aire… sí, a través de la noche, diría yo. El hombre capaz de seguir la pista a un pájaro que vuela en la oscuridad y encontrarlo, es el hombre capaz de seguir mi pista y encontrar el asesino del juez… ni más ni menos. ¡Y ese es el trabajo que le espera al pobre Bobo! ¡Dios mío, será patéticamente divertido verlo esforzarse y buscar a tientas a una mujer que no existe, mientras que el verdadero culpable está sentado todo el tiempo ante sus mismas narices!». Cuanto más pensaba en la situación, más humorística le parecía. Por fin, se dijo, «No voy a dejar que se olvide de la vieja. Cada vez que lo vea con alguien, hasta el día de su muerte, le preguntaré con esa cariñosa inocencia que tanto lo irritaba cuando le preguntaba acerca de su carrera de abogado nonata». «¿Estás ya sobre su pista… eh, Bobo?». Habría querido echarse a reír, pero no podía; había gente a su alrededor y él estaba llorando a su tío. Decidió que iba a ser muy divertido visitar a Wilson aquella noche y ver cómo se preocupaba por su difícil defensa, y aguijonearlo con una o dos frases exasperantes de conmiseración y simpatía, de cuando en cuando.

Wilson no quería cenar, pues no tenía apetito. Sacó todas las huellas dactilares de mujeres y muchachas de su colección y las revisó melancólicamente durante más de una hora, tratando de convencerse de que las huellas de la misteriosa muchacha estaban entre ellas y él las había pasado de algún modo por alto. Pero no era así. Echó hacia atrás la silla, juntó las manos sobre su cabeza, y se sumió en una árida meditación.

Tom Driscoll vino a verlo, cuando hacía ya una hora que era de noche, y le dijo con una risa agradable, mientras se sentaba:

—Caramba, veo que hemos vuelto al entretenimiento de nuestros días de abandono y oscuridad, para consolarnos, ¿no? —y tomando uno de los trozos de cristal lo alzó hacia la luz para inspeccionarlo—. Vamos, viejo, anímate; no sirve de nada perder la calma y volver a los juegos de niños, porque una gran mancha está pasando delante de tu nuevo y brillante sol. Pasará del todo, y volverás a sentirte contento —… y dejó el cristal—. ¿Creías que podías ganar siempre?

—Oh, no —suspiró Wilson—. No esperaba eso, pero no puedo creer que Luigi mató a tu tío, y siento mucha lástima de él. Eso me entristece. Y a ti te pasaría lo mismo, Tom, si no tuvieras un prejuicio contra esos muchachos.

—No lo sé —y la cara de Tom se oscureció porque recordó entonces la pateadura—. No veo por qué tengo que tenerles buena voluntad considerando cómo me trataron aquella noche. Prejuicio o no prejuicio, Bobo, no me son simpáticos, y cuando reciban su merecido, no me vas a encontrar entre los que los lloren.

Tomó otro trozo de cristal y exclamó:

—¡Pero si éste tiene la etiqueta de la vieja Roxy! ¿Vas a adornar también los palacios con las señales de las patas de negros? Por la fecha de ésta, yo tenía siete meses cuando lo hiciste, y ella me criaba junto a su cachorro negro. Hay una línea que atraviesa la huella de su pulgar. ¿Qué es eso? —y Tom le tendió a Wilson el trozo de cristal.

—Es algo muy común —le contestó el otro con cansancio—. Por lo general es una cicatriz, una cortadura o un arañazo… y tomó con indiferencia el trozo de cristal, alzándolo a la luz.

De repente, toda la sangre huyó de su cara; su mano tembló, y miró la pulida superficie que tenía delante con la vidriosa mirada de un cadáver.

—¿Dios santo, qué te pasa, Wilson? ¿Vas a desmayarte?

Tom corrió a llenar un vaso de agua y se lo ofreció, pero Wilson se apartó estremecido de él y dijo:

—¡No, no!… ¡llévatelo! —su pecho subía y bajaba, y movía la cabeza de un lado a otro, como una persona aturdida. Al cabo de un rato, dijo—: Me sentiré mejor cuando me acueste; he estado muy nervioso todo el día; sí, trabajo demasiado últimamente.

—Entonces, te dejo para que descanses. Buenas noches, viejo —pero al salir, Tom no se pudo negar una última pulla de despedida—: No lo tomes tan a pecho; nadie puede ganar siempre; todavía colgarás a alguien.

Wilson murmuró para sí: «¡No mentiría diciendo que siento tener que empezar por ti, a pesar de que eres un perro miserable!».

Se animó con un vaso de whisky frío y empezó a trabajar. No comparó las nuevas huellas dactilares que Tom había dejado sin intención alguna en el cristal de Roxy, unos minutos antes, porque sus ojos expertos no lo necesitaban, pero se dedicó a otra cosa, murmurando de cuando en cuando:

—¡Qué idiota fui!… no buscaba otra cosa más que una muchacha… nunca se me ocurrió que podía ser un hombre con ropa de mujer —primero, buscó la placa que contenía las huellas de Tom cuando tenía doce años, y la apartó; luego sacó las marcas hechas por los dedos de Tom, de bebé, cuando tenía siete meses y colocó las placas junto con la que contenía la que Tom acababa de dejar, inconscientemente.

—Ahora la serie está completa —se dijo con satisfacción, y se sentó para inspeccionarla y gozar con ella.

Pero su goce fue breve. Se quedó mirando por un tiempo considerable las tres tiras, y quedó estupefacto de asombro. Por fin, las dejó y se dijo: «No comprendo esto… ¡diablos, las del bebé no concuerdan con las demás!».

Se paseó por la habitación media hora, tratando de desentrañar el enigma, y luego tomó otras dos placas.

Se sentó y estuvo examinándolas largo rato, pero no hacía más que murmurar:

—Es inútil; no lo comprendo. No concuerdan, y sin embargo, yo juraría que los nombres y las fechas están bien puestos, y por eso tendrían que concordar. Nunca etiqueté con descuido una de esas cosas. Esto es el más extraordinario de los misterios.

Ahora estaba muy cansado y su cerebro funcionaba con torpeza. Se dijo que el sueño lo refrescaría y entonces vería qué podía hacer con aquel enigma. Durmió inquieto una hora, luego la inconsciencia se fue disipando, y al cabo de un rato se sentó adormilado.

—¿Qué sueño fue ése? —se dijo, tratando de recordarlo—, ¿qué sueño era?… me pareció que resolvía el en…

De un salto, quedó en el centro de la habitación, sin terminar la frase, y echando a correr, encendió todas las luces y tomó su «archivo». Sacó de él un trozo de cristal, lo examinó y exclamó:

—¡Era eso! ¡Dios mío, qué revelación! ¡Y durante veintitrés años nadie lo sospechó!