La profecía cumplida
Pocas cosas son tan difíciles de soportar, como la molestia de un buen ejemplo.
—Del calendario del Bobo Wilson.
No sería conveniente que todos pensáramos igual; la diferencia de opiniones es lo que crea las carreras de caballos.
—Del calendario del Bobo Wilson.
Dawson’s Landing terminaba cómodamente su temporada de aburrido reposo y esperaba paciente el duelo. El conde Luigi esperaba también, pero no con paciencia, según decía el rumor. Llegó el domingo, y Luigi insistió en presentar su desafío. Wilson lo llevó. El juez Driscoll declinó el pelear con un asesino… «es decir», agregó significativamente, «en el campo del honor».
En otro lugar, desde luego, estaba listo y dispuesto. Wilson trató de convencerlo de que si hubiera estado presente cuando Angelo le habló del homicidio cometido por Luigi, no habría considerado que era un acto deshonroso para Luigi; pero el obstinado viejo no se dejó convencer.
Wilson volvió a su representado y le informó del fracaso de su misión. Luigi se indignó, y le preguntó cómo el anciano caballero, que no era ni mucho menos un imbécil, podía dar más valor a las palabras e insinuaciones de su frívolo sobrino que a las de Wilson. Pero Wilson se echó a reír y dijo:
—Es algo muy sencillo y se explica con facilidad. Yo no soy su favorito, su preferido… y su sobrino, sí. El juez y su difunta esposa no tuvieron hijos. El juez y su mujer eran ya muy maduros cuando ese tesoro les cayó en el regazo. Uno debe ser comprensivo con un amor paterno que no pudo satisfacerse en veinticinco o treinta años. Está hambriento, enloquecido por el hambre, y para ese entonces se dará por satisfecho con cualquier cosa que le venga a mano; tiene el gusto atrofiado y no distingue. Cuando una pareja joven tiene un diablo por hijo, en seguida lo reconoce como tal, pero un diablo adoptado por una pareja madura es un ángel para ella, y sigue siéndolo a pesar de los pesares. Tom es el ángel del viejo; está encaprichado con él. Tom puede convencerle de cosas que nadie podría… no de todas, no quería decir eso, pero sí de muchas… y en particular de una clase de cosas: las cosas que crean o destruyen las parcialidades y prejuicios personales en la mente del viejo. El viejo les tenía simpatía a los dos. Tom concibió odio por ustedes. Eso bastaba; el viejo cambió en seguida. La amistad más sincera y antigua desaparece cuando uno de esos tesoros adoptados le tira un ladrillo solamente.
—Es una filosofía curiosa —dijo Luigi.
—No es ninguna filosofía… es un hecho. Y además, hay en él algo hermoso y patético. Creo que no hay nada más patético que el ver una de esas pobres parejas sin hijos que se dedican a adorar una lechigada de perritos chillones y sin raza, y luego le agregan unas cuantas cotorras gritonas y después unos doscientos pájaros cantores, y luego algunos fétidos conejos y cobayos, y una aulladora colonia de gatos. Es un esfuerzo oscuro e ignorante por construir, con metal bajo y ralladuras de latón, por decirlo así, algo que ocupe el lugar del tesoro de oro que les negó la Naturaleza: un hijo. Pero esto es una digresión. La ley no escrita de esta región exige que mate al juez Driscoll en cuanto lo vea, y él y la comunidad esperan esa atención de sus manos… aunque, desde luego, su muerte producida por una bala del juez serviría a los mismos fines. ¡Cuidado con él! ¿Está preparado, es decir, armado?
—Sí; tendrá su oportunidad. Si me ataca, responderé.
Cuando Wilson se marchaba, le dijo:
—El juez sigue todavía un poco cansado por su campaña, y no saldrá hasta dentro de uno o dos días; pero cuando salga, más le vale estar alerta.
A eso de las once de la noche, los gemelos salieron a hacer ejercicio, e iniciaron un largo paseo bajo la velada luna.
Tom Driscoll había desembarcado en Hackett’s Store, dos millas antes de Dawson’s, media hora antes, el único pasajero para aquel lugar solitario, y siguiendo a pie el camino de la orilla entró en la casa del Juez Driscoll sin haber encontrado a nadie por el camino, ni bajo su techo.
Bajó las persianas de su ventana y encendió su vela. Se quitó la chaqueta y el sombrero y comenzó sus preparativos. Abrió su baúl y sacó sus ropas de mujer, ocultas bajo sus ropas masculinas, y las extendió sobre la cama. Luego se ennegreció la cara con corcho quemado y se guardó el corcho en el bolsillo. Su plan era bajar sigiloso al escritorio de su tío, pasar al dormitorio, robar la llave de la caja fuerte de las ropas del anciano, y luego ir y robar la caja. Tomó su vela para empezar. Su valor y confianza eran muy grandes, hasta entonces, pero en aquel momento empezaron a flaquear. ¿Y si hacía algún ruido, por accidente, y lo pillaban… digamos en el acto de robar la caja? Quizá sería mejor ir armado. Sacó el cuchillo indio de su escondite, y sintió un agradable retorno de su vacilante valor. Bajó con paso sigiloso la estrecha escalera, con el pelo de punta y el pulso enloquecido al menor crujido. Cuando estaba a mitad de camino, le alteró el ver que una leve luz iluminaba el descansillo de abajo. ¿Qué podía significar eso? ¿Estaría su tío levantado aún? No, no era probable; debía haber dejado encendida la vela de noche cuando se fue a acostar. Tom bajó despacito, deteniéndose en cada escalón a escuchar. Halló la puerta abierta de par en par y miró hacia dentro. Lo que vio le agradó sobremanera. Su tío estaba dormido en el sofá; en una pequeña mesa a la cabecera del sofá, ardía con luz baja una lámpara, y junto a ella se encontraba la cajita de latón del anciano, abierta. Al lado de la caja había un montón de billetes y un trozo de papel cubierto de números escritos a lápiz. La puerta de la caja fuerte no estaba abierta. Evidentemente, el durmiente se había cansado trabajando en sus finanzas y estaba echando un sueñecito.
Tom dejó la vela en la escalera, y empezó a avanzar hacia el montón de billetes, inclinándose al hacerlo. Cuando pasaba por delante de su tío, el viejo se movió en sueños y Tom se detuvo inmediatamente… se detuvo y sacó sin ruido el cuchillo de su vaina, con el corazón palpitante y los ojos fijos en la cara de su benefactor. Al cabo de un momento o dos se aventuró a avanzar… un paso… llegó a su botín, y lo agarró dejando caer la vaina. Entonces sintió sobre él la fuerte mano del viejo, y un grito desesperado de: «¡Auxilio! ¡Auxilio!», resonó en sus oídos. Sin vacilar, hincó el cuchillo… y quedó libre. Algunos de los billetes se escaparon de su mano izquierda y cayeron sobre el charco de sangre. Soltó el cuchillo, los tomó y fue a huir; pero antes los pasó a su mano izquierda y, en medio de su miedo y confusión agarró de nuevo el cuchillo, mas recobró la serenidad a tiempo y lo tiró al suelo, porque era un testigo muy peligroso para llevar consigo.
Corrió hacia el pie de la escalera y cerró la puerta tras él; y mientras agarraba su vela y huía arriba, el silencio de la noche fue roto por el ruido de unos pasos urgentes que se acercaban a la casa. ¡Un momento después se hallaba en su habitación y los gemelos miraban, espantados, el cuerpo del hombre asesinado!
Tom se puso su chaqueta, se guardó el sombrero debajo de ella, vistió sus ropas de mujer, junto con el velo, apagó la luz, cerró con llave la puerta de la habitación por la que acababa de entrar, salió por la otra puerta al hall posterior, cerró con llave la puerta y se guardó la llave, y después, avanzando en la oscuridad, bajó por las escaleras de atrás. No esperaba encontrarse con nadie, porque ahora todo el interés se concentraba en la otra parte de la casa; sus cálculos resultaron acertados. Cuando él atravesaba el patio de atrás, la señora Pratt, sus criados y una docena de vecinos a medio vestir se habían unido a los gemelos y el cadáver, y todavía seguía llegando gente por la puerta de adelante.
Mientras Tom, temblando como si tuviera perlesía, salía por la puerta del patio, tres mujeres salían también corriendo de la casa de enfrente del callejón. Vinieron presurosas a él, preguntándole qué pasaba, pero no aguardaron su respuesta. Tom se dijo para sí, «Esas solteronas se vistieron bien primero… como hicieron el día que se quemó la casa de al lado, la de los Stevens». Unos minutos después se hallaba en la casa hechizada. Encendió una vela y se quitó sus ropas de mujer. Tenía manchado de sangre todo el lado izquierdo y su mano derecha estaba roja con las manchas de los billetes manchados de sangre que había apretado en ella; pero aparte de eso, no tenía otras señales. Se limpió la mano en la paja y se quitó casi todo el tizne de la cara. Luego redujo a cenizas sus ropas masculinas y femeninas, y se vistió con un disfraz propio de un vagabundo. Apagó la luz, bajó, y al poco rato bajaba tranquilamente por el camino del río, con la intención de usar un medio de huida como el de Roxy. Encontró una canoa y remó con ella río abajo, dejándola que se fuera a la deriva al acercarse el alba, y yendo por tierra hasta el pueblo más cercano, donde permaneció escondido hasta que pasó un vapor y allí tomó un pasaje de entrepuente hasta St. Louis. No se sintió tranquilo hasta no haber dejado bien detrás de él Dawson’s Landing; entonces se dijo: «Todos los detectives del mundo no pueden seguirme ahora la pista; no he dejado ni el vestigio de un rastro; el homicidio se convertirá en uno de esos misterios permanentes, y la gente no dejará hasta más de cincuenta años, de tratar de descubrir su secreto».
En St. Louis, a la mañana siguiente, leyó un breve telegrama en los diarios… fechado en Dawson’s Landing:
El juez Driscoll, un antiguo y respetado vecino, fue asesinado aquí a medianoche por un degenerado noble o barbero italiano, como resultado de una pelea producto de la reciente elección. El asesino será probablemente linchado.
—¡Uno de los gemelos! —se dijo Tom—. ¡Qué suerte! Fue su cuchillo el que le hizo ese favor. Nunca sabemos cuándo la fortuna se va a poner de nuestra parte. Yo llegué a maldecir en el fondo de mi corazón al Bobo Wilson, por impedirme vender el cuchillo. Ahora retiro la maldición.
Tom era ahora rico e independiente. Arregló su asunto con el plantador y envió por correo a Wilson el contrato de venta que vendía a Roxana a sí misma; luego telegrafió a su tía Pratt:
He visto la horrible noticia en los diarios y estoy casi postrado de dolor. Saldré hoy por el paquebote. Trata de soportar tu dolor hasta que llegue.
Cuando Wilson llegó a la mañana siguiente a la casa, y reunió todos los detalles que pudieron darle la señora Pratt y los demás, se encargó del asunto como alcalde y dio órdenes de que no se tocara nada, sino que dejaran todo como estaba hasta que llegara el juez Robinson y tomara las debidas medidas como médico forense. Hizo salir a todos de la habitación, excepto a los gemelos y él. El sheriff no tardó en llegar y se llevó a los gemelos a la cárcel. Wilson les pidió que no se desanimaran, y les prometió hacer todo lo posible para defenderlos cuando se juzgara el caso. El juez Robinson llegó con el agente Blake, y examinaron la habitación a fondo. Hallaron el cuchillo y la vaina. Wilson notó que había huellas de dedos en el mango. Eso le agradó, porque los gemelos habían pedido a los que llegaron los primeros que examinaran con cuidado sus manos y ropas, y ninguno de ellos, ni Wilson, habían hallado huellas de sangre en ellas. ¿Sería posible que los gemelos hubieran dicho la verdad, cuando declararon que habían hallado muerto al hombre al acudir corriendo a la casa en respuesta a sus gritos de auxilio? Pensó en seguida en la misteriosa muchacha. No importaba; tenía que examinar la habitación de Tom Driscoll.
Después de que el jurado del médico forense hubo examinado el cadáver y lo que le rodeaba, Wilson sugirió que registraran arriba y los acompañó. El jurado forzó la entrada de la habitación de Tom pero, naturalmente, no halló nada.
El jurado del médico forense declaró que Luigi había cometido un homicidio y que Angelo era su cómplice.
El pueblo estaba indignado con los infortunados y, en los primeros días después del asesinato, corrieron constante peligro de ser linchados. El gran jurado acusó a Luigi de asesinato en primer grado y a Angelo de cómplice antes del hecho. Los gemelos fueron trasladados a la prisión del condado, a la espera del juicio.
Wilson examinó las huellas de dedos del mango del cuchillo y se dijo para sí, «Ninguno de los gemelos dejó esas marcas». Entonces, manifiestamente había otra persona complicada en aquello, por interés propio o como asesino a sueldo.
Pero ¿quién podía ser? Eso era lo que tenía que averiguar. La caja fuerte no estaba abierta, la caja del dinero cerrada y con tres mil dólares adentro. Entonces, el motivo no era el robo sino la venganza. ¿Y qué enemigo tenía el asesinado excepto Luigi? No había más que una sola persona en el mundo que pudiera guardarle profundo rencor.
¡La misteriosa muchacha! La muchacha era un gran problema para Wilson. Si el motivo hubiera sido el robo, la muchacha podía ser la respuesta; pero no había ninguna muchacha que quisiera quitarle la vida al anciano para vengarse. No había tenido peleas con muchachas; era un caballero.
Wilson hizo una reproducción perfecta de las huellas de dedos en el mango del cuchillo; y en su colección de cristales tenía una gran cantidad de huellas dactilares de mujeres y muchachas, reunidas a lo largo de quince o dieciocho años; pero las estudió en vano, porque se resistían a todas las pruebas; entre ellas no se encontraba un duplicado de las huellas del cuchillo.
La presencia del cuchillo en el escenario del asesinato era una circunstancia que preocupaba a Wilson. Una semana antes, prácticamente se había reconocido a sí mismo que creía que Luigi tenía el cuchillo en su poder, a pesar de que fingía que se lo habían robado. Y ahora, allí estaban el cuchillo y los gemelos. La mitad del pueblo había dicho que los gemelos mentían cuando declararon que habían perdido el cuchillo, y ahora esa gente exclamaba, muy contenta, «¿No lo decía yo?».
Si sus huellas hubieran estado en el mango… pero era inútil preocuparse más por eso; las huellas del mango no eran las suyas… de eso estaba seguro.
Wilson se negaba a sospechar de Tom; primero, porque Tom era incapaz de asesinar a nadie… no tenía carácter para eso; y segundo, si quería asesinar a alguien no habría elegido a su amante benefactor y pariente más cercano; tercero, porque el interés se oponía a eso; pues mientras el tío viviera, Tom estaba seguro de ser mantenido y siempre había una posibilidad de conseguir que rehiciera de nuevo el testamento roto, pero con la muerte del tío esa posibilidad había desaparecido también. Verdad era que el testamento había sido rehecho, como se descubrió, pero Tom no podía saberlo, o le habría hablado de ello, de acuerdo a su natural charlatán y abierto. Finalmente, Tom estaba en St. Louis cuando se cometió el asesinato, y recibió la noticia al día siguiente por los diarios, como lo demostraba el telegrama enviado a su tía. Esas especulaciones eran más bien sensaciones que pensamientos articulados, porque Wilson se habría reído ante la idea de relacionar seriamente a Tom con el asesinato.
Wilson consideraba que el caso de los gemelos era desesperado… o casi desesperado. Porque, se decía, si no se encuentra un cómplice, un jurado de Missouri los colgará, seguro; y si se lo encuentra, eso no mejorará mucho las cosas, sino simplemente le dará al sheriff otra persona que colgar. Nada podía salvar a los gemelos excepto el descubrimiento de una persona que cometió el asesinato por su cuenta… empresa que tenía todos los aspectos de lo imposible. De todos modos, había que buscar a la persona que dejó las huellas de dedos. Los gemelos no tenían, quizá, esperanzas con ella, pero desde luego no las tendrían sin ella.
Y Wilson iba así de un lado a otro, pensando, pensando, suponiendo y suponiendo, día y noche, y sin llegar a nada. Cuando se encontraba con alguna muchacha o mujer a quien no conocía, le tomaba las huellas dactilares con cualquier pretexto; y siempre le costaban un suspiro al regresar a casa, porque no eran las que habían dejado en el mango del cuchillo.
En cuanto a la misteriosa muchacha, Tom juró que no conocía a tal muchacha, y que no recordaba haber visto alguna vez a una muchacha vestida como la describía Wilson. Reconoció que no siempre cerraba su habitación con llave, y que a veces los criados se olvidaban de cerrar con llave las puertas de la casa; de todos modos, en opinión suya, la muchacha debía haber hecho muy pocas visitas o si no, la habrían descubierto. Cuando Wilson trató de relacionarla con los robos, y pensó que podía ser la cómplice de la vieja, Tom pareció impresionarse e interesarse, y le dijo que trataría de buscar a esa persona o personas, aunque temía que ella o ellas serían demasiado inteligentes para aventurarse de nuevo en un pueblo donde todos estarían al acecho, durante un buen tiempo.
Todos compadecían a Tom, tan callado y apenado, y que parecía sentir de un modo tan profundo su pérdida. Representaba un papel, pero no era enteramente un papel. La imagen de su supuesto tío, tal como lo vio por última vez, se le aparecía a menudo en la oscuridad, cuando estaba despierto, y lo llamaba en sueños, cuando dormía. No quería entrar en la habitación donde ocurrió la tragedia. Eso encantaba a la amante señora Pratt, quien se daba cuenta, decía, «como nunca hasta entonces», de lo sensible y delicada que era la naturaleza de su querido sobrino, y de cómo adoraba a su pobre tío.