Capítulo XVIII

Roxana ordena

La gratitud y la traición no son más que los dos extremos del mismo desfile. Hemos visto todo lo que merece la pena verse cuando la banda y los personajes brillantes han desfilado ya.

—Del calendario del Bobo Wilson.

Día de Acción de Gracias. Debemos dar nuestras gracias humildes, cordiales y sinceras, todos, menos los pavos. En las islas Fiji no usan pavos; usan plomeros. No creo que ni usted ni yo debemos reírnos de los de Fiji.

—Del calendario del Bobo Wilson.

El viernes siguiente a la elección hizo un día lluvioso en St. Louis. Llovió todo el día, con una lluvia fuerte como si quisiera lavar y blanquear la ciudad ennegrecida por el hollín aunque, claro está, sin conseguirlo. A eso de media noche, Tom Driscoll regresó a su casa del teatro, bajo la lluvia, cerró su paraguas, y abrió la puerta con la llave; pero cuando iba a cerrarla, descubrió que entraba otra persona… sin duda otro huésped; la persona cerró la puerta y subió las escaleras detrás de Tom. Tom halló su puerta en la oscuridad, entró y encendió el gas. Cuando se dio media vuelta, silbando entre dientes, vio la espalda de un hombre. El hombre cerraba su puerta con llave. El silbido se apagó y empezó a sentirse inquieto. El hombre dio media vuelta; era un vagabundo vestido con ropas muy viejas, caladas y chorreantes de lluvia, y su negra cara asomaba bajo un viejo sombrero de ala baja. Tom se asustó. Trató de ordenarle al hombre que saliera, pero las palabras no acudían a sus labios, y el hombre se le adelantó. Le dijo, en voz baja:

—Cállate… ¡Soy tu madre!

Tom se dejó caer en una silla, y exclamó:

—Lo que hice fue mezquino y bajo… ya lo sé; pero tenía buena intención, te lo aseguro… puedo jurarlo.

Roxana se quedó un momento mirándolo en silencio, mientras él se retorcía de vergüenza y seguía balbuceando incoherentes acusaciones de sí mismo mezcladas con lastimosos intentos de explicación y paliación de su crimen; entonces, ella se sentó y se quitó el sombrero, y la descuidada masa de sus cabellos castaños le cayó sobre los hombros.

—Si no están grises no es por culpa tuya —le dijo ella con tristeza, fijándose en su pelo.

—¡Ya lo sé, ya lo sé! Soy un canalla. Pero te juro que mi intención era buena. Fue un error, desde luego, pero yo creía que era por tu bien, te lo juro.

Roxy empezó a llorar bajito, y poco a poco las palabras se abrieron camino entre sus sollozos. Las pronunciaba con tono de lamento más que de cólera.

—¡Vender a una persona río abajo!… ¡río abajo!, ¡por su bien! ¡Yo no trataría así ni a un perro! Ahora estoy toda deshecha, de modo que ya no tengo fuerzas para protestar e irritarme como hacía antes cuando me pisoteaban y maltrataban. No lo sé… quizá sea mejor así. He sufrido tanto, que el lamentarme me resulta ahora más fácil que el protestar.

Esas palabras deberían haber conmovido a Tom Driscoll, pero si lo conmovieron, el efecto fue borrado por algo más fuerte… algo que le quitaba el gran peso del miedo que le oprimía, y le daba a su aplastado espíritu una maravillosa vida, llenando su mezquina alma de una profunda sensación de alivio. Pero permaneció prudentemente callado, y no aventuró comentario alguno. Hubo un intervalo de silencio de cierta duración, en el que no se oyó otra cosa que el golpear de la lluvia contra los cristales, el suspiro quejoso del viento y, de cuando en cuando, un sollozo apagado de Roxana. Los sollozos se fueron haciendo cada vez menos frecuentes, y por fin cesaron. Entonces, la refugiada empezó a hablar de nuevo.

—Baja un poco esa luz. Más. Un poco más. Una persona que anda huida no quiere mucha luz. Así está bien. Quiero ver cómo estás y con eso basta. Voy a contarte mi historia, acortándola todo lo que pueda, y luego te diré lo que tienes que hacer. El hombre que me compró no es un mal hombre; es bastante bueno, para ser plantador; y si él hubiera hecho lo que quería, yo me habría quedado de criada en la casa, con su familia, y habría estado cómoda; pero su esposa era una yanqui y nada bonita, además, y estuvo contra mí desde un principio; de modo que me enviaron al barracón con los trabajadores del campo. Esa mujer ni siquiera se contentó con eso, sino que puso contra mí al capataz, de celosa y odiosa que era; y por eso, el capataz me hacía salir antes de que hubiera luz de día y me obligaba a trabajar el día entero, hasta que la luz se acababa; y me dio buenos latigazos porque yo no podía trabajar como los más fuertes. Ese capataz era yanqui, de Nueva Inglaterra, y cualquiera del Sur puede decirte lo que eso significa. Ellos saben cómo hacer trabajar a un negro hasta matarlo, y saben también cómo azotarlos… azotarlos hasta que la espalda tiene tantos verdugones que parece una tabla de lavar. Claro que al principio, mi amo le dijo al capataz unas buenas palabras por mí, pero eso fue aún peor; porque el ama se enteró y, después de eso yo las pagaba todas… sin que ellos tuvieran nunca piedad de mí.

El corazón de Tom ardía de furia contra la mujer del plantador; y se dijo, «Si no hubiera sido por esa necia celosa todo habría salido bien». Y agregó una furiosa maldición contra ella.

La expresión de ese sentimiento se pintó con ferocidad en su cara, y se le reveló a Roxana al blanco resplandor de un relámpago que convirtió la sombría penumbra de la habitación en día deslumbrador. Eso le agradó… la dejó complacida y agradecida; porque, ¿no demostraba esa expresión que su hijo era capaz de sufrir por las penas de su madre y sentir odio contra sus perseguidores?… algo de lo que había dudado hasta entonces. Pero el relámpago de felicidad no fue más que un relámpago, y desapareció dejando a oscuras su espíritu; porque se dijo: «Me vendió río abajo… no puede sufrir mucho por nadie, esto pasará». Y reanudó de nuevo su historia.

—Hace unos diez días me decía que no iba a durar mucho más con ese espantoso trabajo y los latigazos, y me sentía muy abatida y miserable. Tampoco me importaba… la vida no era nada para mí, si tenía que seguir viviendo así. Bueno, cuando alguien está tan triste, ¿qué le importa lo que pueda hacer? Había una negrita enferma de unos diez años que era muy buena conmigo, y la pobrecita no tenía mami, y yo la quería tanto como ella me quería a mí; y vino a donde yo estaba trabajando y me trajo una batata asada y trató de dármela… privándose la pobre de ella, porque sabía que el capataz no me daba lo suficiente de comer, y él la pilló y le dio un palo en la espalda con su bastón, que era tan grueso como el mango de una escoba, y ella cayó al suelo gritando y retorciéndose y rodando por el polvo como una araña lastimada. No pude soportarlo. Todo el fuego que había en otros tiempos en mi corazón se encendió, y le arranqué el palo de la mano y lo derribé con él. Él se quedó en tierra gritando y gimiendo, como un loco, y los negros parecían todos muertos de miedo. Se reunieron en torno a él para ayudarlo, y mientras tanto yo salté a su caballo y huí al río todo lo de prisa que pude. Sabía lo que harían conmigo. En cuanto se pusiera bueno, volvería y me mataría trabajando si el amo le dejaba; y si no hacían eso, me venderían río más abajo, lo que vendría a ser lo mismo. De modo que decidí ahogarme y terminar con mis penas. Empezaba a oscurecer. Llegué al río en dos minutos. Entonces vi una canoa, y me dije que no tenía por qué ahogarme, que no tenía por qué hacerlo; así que até al caballo al borde del bosque y luego empecé a bajar el río en la canoa, manteniéndome cerca de los árboles de la orilla y rezando para que se hiciera de noche pronto. Tenía mucha delantera, porque la casa grande estaba a tres millas del río y sólo se podía ir a ella en las mulas de trabajo, y sólo iban a montarlas los negros, y ellos no tenían ninguna prisa…, me darían todas las oportunidades que pudieran. Antes de que alguien pudiera ir y volver de la casa sería ya bien de noche, y no podrían encontrar el caballo y descubrir cómo me había escapado hasta la mañana, y los negros dirían todas las mentiras que pudieran acerca de eso.

»Bueno, llegó la noche y yo seguí bajando por el río. Remé más de dos horas, y luego, como ya no me preocupaba dejé de remar y floté con la corriente, considerando lo que iba a hacer si no tenía que ahogarme. Hice unos planes y seguí flotando, mientras los daba vueltas en la cabeza. Cuando era algo más de medianoche y yo pensaba que debía haber hecho quince o veinte millas, vi las luces de un vapor atracado a la orilla, en un lugar donde no había ni un pueblo ni un astillero, y poco después distinguí la forma de las chimeneas bajo las estrellas, y ¡Dios bendito, casi salto de alegría! Era el Grand Mogul… donde yo fui camarera ocho temporadas en la línea de Cincinnati y Nueva Orleans. Pasé rozándolo con la canoa… no vi a nadie por allí… y oí martillazos en la sala de máquinas y comprendí lo que pasaba… una máquina descompuesta. Bajé a tierra un poco más allá, solté las amarras de la canoa, y luego subí por la planchada a bordo del vapor. Hacía mucho calor y los marineros y los camareros estaban tirados en el castillo de proa, durmiendo; el segundo oficial, Jim Bangs, estaba sentado con la cabeza baja, durmiendo (¡el segundo oficial lo hacía así siempre que estaba de guardia!), y el vigía, Billy Hatch, cabeceaba en una escalerilla… y yo los conocía a todos, ¡y cómo me gustó verlos! Me dije, me gustaría que el viejo amo viniera y tratara de llevarme de aquí… gracias a Dios estoy entre amigos. Así que pasé entre ellos y me fui a la cubierta de las calderas y luego seguí hacia popa hasta la cabina de guardia de las camareras, y entré en ella con la misma alegría que lo había hecho un millón de veces; ¡te digo que era como volver a estar en casa!

»Al cabo de una hora oí la campana de salida, y luego empezaron a oírse más ruidos. Al poco rato, oí sonar el gong. “Vamos a salir”, me dije. “Conozco esa música”. Y entonces sonó el gong de nuevo. “Sí, sí, salimos”, me dije. Otra vez el gong. “Estamos saliendo… ahora vamos camino de St. Louis y yo me escapé del peligro y no tengo que ahogarme, después de todo”. Porque yo sabía que el Mogul hacía ahora la línea de St. Louis. Era ya de día cuando pasamos por la plantación, y yo vi un grupo de negros y blancos buscándome por todas partes, muy preocupados por mí; pero yo no me preocupaba por ellos.

»Por ese entonces, Sally Jakson, que era mi segunda camarera, y ahora es primera camarera, vino a la guardia y se alegró mucho de verme, y lo mismo pasó con todos los oficiales; yo les dije que me habían secuestrado y me habían vendido río abajo, y ellos juntaron veinte dólares para darme, y Sally me dio ropa, y cuando llegué aquí fui derechito a dónde tú vivías antes, y luego vine a esta casa, y me dijeron que estabas fuera pero que te esperaban de un día a otro; por eso, no me atreví a bajar hasta Dawson, pues tenía miedo de perderte.

»Bueno, el lunes pasado, pasaba por uno de esos sitios de Fourth Street donde ponen los avisos con los negros fugitivos, y la recompensa por encontrarlos, ¡y veo a mi amo! Casi me caigo al suelo, del susto. Él estaba de espaldas a mí, y hablaba con el hombre y le daba unos papeles… avisos de negro, pensé, y la negra soy yo. Ofrece una recompensa, eso es. ¿No crees que tenía razón?».

Tom había ido cayendo gradualmente en un estado de espantoso terror, y entonces se dijo para sí: «¡Estoy perdido, pase lo que pase! Ese hombre me dijo que le había parecido que había algo raro en la venta. Me dijo que había recibido una carta de un pasajero del Grand Mogul diciéndole que Roxy había subido al vapor, y que todos los de a bordo conocían su caso; de modo que me dijo que el que huyera aquí, en vez de hacerlo a un estado libre no pinta muy bien para mí, y que si no se la encuentro, y muy pronto, me iba a dar un buen disgusto. Nunca creí su historia; no podía creer que ella estaría tan carente de todo instinto maternal como para venir aquí, sabiendo que corría un gran riesgo de meterme en un lío irremediable. ¡Y después de todo, lo hizo! Y yo juré estúpidamente que le ayudaría a encontrarla, pensando que no corría ningún peligro prometiéndolo. Si me aventuro a entregarla… ella… ¿pero cómo puedo evitarlo? Tengo que hacer eso o devolver el dinero, ¿y de dónde va a salir ese dinero? Yo… yo… bueno, creo que si él jurara tratarla mejor de ahora en adelante… y ella misma dice que es un buen hombre… y si me jurara que no permitiría nunca que trabajara con exceso o le diera poco de comer…».

Un relámpago expuso la pálida cara de Tom, tensa y rígida con sus preocupados pensamientos. Roxana le habló vivamente, y en su voz había un dejo de inquietud:

—¡Dale más mecha a la luz! Quiero verte mejor la cara. A ver… déjame mirarte, Chambers, ¡estás tan blanco como tu camisa! ¿Has visto a ese hombre? ¿Ha venido a verte?

—Sí…

—¿Cuándo?

—El lunes a mediodía.

—¡El lunes a mediodía! ¿Me seguía la pista?

—Pues… bueno, él creía que sí. Es decir, lo esperaba. Este es el aviso que viste —y lo sacó de su bolsillo.

—¡Léemelo!

Ella jadeaba de excitación, y había en sus ojos un oscuro brillo que Tom no podía interpretar bien, pero que encontraba vagamente amenazador. El aviso tenía el grosero grabado habitual de una negra con turbante que huía con su lío de ropa al hombro colgando de un palo, y el encabezamiento en grandes letras: «$ 100 DE RECOMPENSA». Tom leyó el cartel en voz alta… al menos la parte que describía a Roxana y daba la dirección de St. Louis de su amo, y la de la agencia de Fourth Street; pero se calló la parte que decía que los que buscaban la recompensa podían dirigirse también al señor Thomas Driscoll.

—¡Dame ese papel!

Tom lo había doblado y se lo guardaba en el bolsillo. Sintió un escalofrío que le recorría la espalda, pero dijo con todo el descuido posible:

—¿El papel? ¿Para qué?, no te sirve de nada porque no puedes leerlo. ¿Qué quieres hacer con él?

—¡Dámelo! —Tom se lo dio, pero con una repugnancia que no pudo disfrazar enteramente—. ¿Me lo leíste todo?

—Claro que sí.

—Extiende la mano y júralo.

Tom lo hizo. Roxana se guardó con cuidado el papel en su bolsillo, sin apartar todo el tiempo los ojos de la cara de Tom y luego dijo:

—¡Mientes!

—¿Por qué iba a querer mentirte?

—No lo sé… pero mientes. Al menos, esa es mi opinión. Pero no importa. Cuando vi al hombre estaba tan asustada que casi no pude volver a casa. Luego, le di a un negro un dólar por esta ropa, y desde entonces no he vuelto a estar en una casa hasta hoy. Me ennegrecí la cara y me escondí en el sótano de una casa vieja que se quemó, durante el día, y por la noche iba al muelle y robaba azúcar y maíz de las bolsas para poder comer, y no me atreví a comprar nada, de modo que estoy muerta de hambre. Y nunca me atreví a venir aquí hasta esta noche que llovía, cuando apenas si hay gente por las calles. Pero esta noche estaba en el callejón oscuro desde que anocheció, esperando a que llegaras. Y aquí estoy.

Se quedó un rato pensativa y por fin dijo:

—¿Viste al hombre al mediodía, el lunes?

—Sí.

—Yo lo vi a media tarde. Vino a buscarte, ¿no?

—Sí.

—¿Te dio entonces el aviso?

—No, no lo había impreso aún.

Roxana le dirigió una curiosa mirada.

—¿No le ayudaste a hacer el aviso?

Tom se maldijo por haber cometido aquel estúpido error, y trató de rectificarlo diciendo que fue el lunes a mediodía cuando el hombre le dio el aviso. Roxana dijo:

—Estás mintiendo otra vez —y luego se irguió y agregó, amenazándolo con el dedo:

—¡Muy bien! Te voy a hacer una pregunta y quiero saber cómo me la vas a contestar. Tú sabes que andaba detrás de mí; y si huías en vez de quedarte aquí para ayudarlo, él comprendería que había habido algo raro en el negocio y haría averiguaciones acerca de ti y eso lo llevaría a tu tío, y tu tío leería el aviso y vería que habías vendido a una negra libre río abajo, ¡y creo que ya le conoces! Rompería el testamento y te echaría a patadas de la casa. Ahora, contéstame a la pregunta: ¿No le dijiste al hombre que yo iba a venir aquí con seguridad, para que él pudiera preparar una trampa y cazarme?

Tom comprendió que ni las mentiras ni las protestas le servirían ya de nada… estaba en un cepo, con los tornillos cada vez más apretados y no podía moverse. Su cara asumió una expresión desagradable y le dijo, amenazador:

—¿Y qué podía hacer yo? Tú misma comprendes que estaba en sus manos y no podía escapar.

Roxy lo envolvió con su desdeñosa mirada y luego dijo:

—¿Qué podías hacer? ¡Podías ser un Judas con tu madre, para salvar tu inútil pellejo! ¿Crees que alguien te creería? ¡No… ni un perro haría eso! Eres el perro más bajo y miserable que vino al mundo… ¡y yo soy la responsable de eso! —… y lo escupió.

Él hizo un esfuerzo por aguantarlo. Roxy reflexionó un momento y agregó:

—Ahora, voy a decirte lo que tienes que hacer. Vas a darle al hombre el dinero que tienes guardado, y pedirle que espere hasta que tú puedas ver al juez y conseguir el resto para comprar mi libertad.

—¡Diablos!, ¿en qué estás pensando? ¿En que vaya a verle y le pida más de trescientos dólares? ¿Para qué iba a decirle que los quería?

Roxy le contestó con voz serena e igual:

—Le dirás que me vendiste para pagar tus deudas de juego, y que me mentiste y fuiste un villano, y que yo te pido que reúnas ese dinero para comprar mi libertad.

—¡Pero te has vuelto loca de remate! Él haría pedazos el testamento en seguida… ¡y tú lo sabes! —Sí, lo sé.

—¿Entonces crees que soy lo suficientemente idiota para hacerlo?

—Yo no creo nada… sólo sé que vas a ir. Lo sé porque tú sabes que si no reúnes el dinero, iré a verlo yo misma, ¡y entonces él te venderá río abajo, y entonces verás lo que te gusta!

Tom se levantó, tembloroso y excitado, y en sus ojos brilló una luz malévola. Fue hacia la puerta y dijo que tenía que salir de aquel lugar sofocante un momento, para aclararse el cerebro con el aire libre y poder decidir lo que iba a hacer. La puerta no se abría. Roxy sonrió con sequedad y le dijo:

—Yo tengo la llave, querido… siéntate. No necesitas aclararte el cerebro para saber lo que vas a hacer. Yo sé lo que vas a hacer. —Tom se sentó y empezó a pasarse las manos por el pelo, con gesto de impotente desesperación. Roxy le preguntó—: ¿Está el hombre en esta casa?

Tom la miró sorprendido y exclamó:

—¿Quién te dio esa idea?

—Tú. ¡Salir a aclararte el cerebro! En primer lugar, no tienes cerebro que aclarar, y en segundo lugar, tus ojos miserables te traicionaron. Eres el perro más bajo que… pero ya lo dije antes. Muy bien, hoy es viernes. Arregla las cosas con ese hombre y dile que le darás el resto del dinero cuando vuelvas de tu viaje y que estarás aquí el martes o el miércoles. ¿Entendido?

Tom le respondió hoscamente.

—Sí.

—Y cuando recibas el nuevo contrato de venta, donde me vendes a mí misma, envíaselo por correo al Bobo Wilson, y pon detrás que lo guarde hasta que yo vuelva. ¿Entendido?

—Sí.

—Bueno, eso es todo. Toma el paraguas y ponte el sombrero.

—¿Por qué?

—Porque me vas a acompañar al muelle. ¿Ves este cuchillo? Lo llevo conmigo desde el día en que vi al hombre y compré estas ropas con él. Si me pilla, me mataré con él. Ahora en marcha, sin hacer ruido y delante de mí; y si haces alguna señal a alguien en la casa, o llamas a alguien en la calle, te lo clavaré en el cuerpo. Chambers, ¿me crees cuando te digo eso?

—No sé para qué me haces esa pregunta. Creo en tu palabra.

—¡Sí, es muy distinta de la tuya! Apaga la luz y en marcha… aquí tienes la llave.

Nadie los siguió. Tom temblaba cada vez que un extraño los rozaba en la calle, esperando casi sentir el frío acero en su espalda. Roxy iba pisándole los talones y después de caminar una milla llegaron a un gran baldío en los desiertos muelles, y se separaron en aquel oscuro y lluvioso desierto.

Cuando Tom volvía a su casa, su cerebro estaba lleno de pensamientos tristes y planes descabellados; pero, por fin, se dijo con cansancio:

—No me queda más que una salida. Tengo que seguir su plan. Pero con una variante… no pediré el dinero y me arruinaré; le robaré al viejo tacaño.