La vergüenza del juez Driscoll
El valor es la resistencia al miedo, el dominio del miedo… no la ausencia del miedo. Si la criatura no es en parte cobarde, no es ningún elogio llamarla valiente; es una simple aplicación errada de la palabra. ¡Consideremos la pulga!…, sin duda alguna la criatura más valerosa de todas las criaturas de Dios, si la ignorancia del miedo fuera valor. Lo atacará, tanto despierto como dormido, sin importarle nada el hecho de que por tamaño y fuerza usted es para ella como todos los ejércitos del mundo para un niño de pecho; vive día y noche, y todos los días y las noches en el seno mismo del peligro y en presencia de la muerte, y sin embargo siente tan poco miedo como el hombre que camina por las calles de una ciudad que fue destruida por un terremoto diez siglos atrás. Cuando se habla de Clive, Nelson y Putnam como de hombres que «no sabían lo que era el miedo», deberíamos agregar siempre la pulga… y ponerla a la cabeza de la lista.
—Del calendario del Bobo Wilson.
El juez Driscoll estaba en la cama y dormido aquel viernes a las diez de la noche, y se levantó y se fue a pescar antes del amanecer del día siguiente, con su amigo Pembroke Howard. Los dos habían crecido juntos en Virginia cuando ese estado era aún el miembro principal y más imponente de la Unión, y todavía agregaban el orgulloso y afectuoso adjetivo de «vieja» a su nombre, cuando hablaban de él. En Missouri se reconocía la superioridad de cualquier persona procedente de la Vieja Virginia, y esa superioridad se exaltaba a la supremacía cuando un nativo de allí podía probar también que descendía de las Primeras Familias del gran estado. Los Howard y los Driscoll pertenecían a esa aristocracia. A sus ojos, era una nobleza. Tenían sus leyes no escritas, tan claramente definidas y estrictas como las que se encuentran impresas en los estatutos de la ley. El virginiano de las Primeras Familias nacía caballero; su deber más alto en esta vida era velar por esa gran herencia y mantenerla sin tacha. Debía mantener inmaculado su honor. Esas leyes eran su carta; su rumbo estaba marcado en ellas; si se desviaba de él aunque sólo fuera un punto de la brújula eso significaba el naufragio de su honor; es decir, la degradación de su rango de caballero. Esas leyes exigían ciertas cosas de él que su religión podía prohibir; entonces la religión tenía que ceder… porque las leyes no podían aflojarse para dar gusto a las religiones ni a nada. El honor era lo primero; y las leyes definían lo que era, y si ellas diferían en ciertos detalles del honor definido por los credos religiosos y las leyes y costumbres sociales de otras pequeñas divisiones del globo que estaban más allá de los sagrados límites de Virginia, esas leyes no tenían que cumplirse.
Si todos reconocían en el juez Driscoll al primer ciudadano de Dawson’s Landing, Pembroke Howard era sin duda el segundo. Le llamaban el «gran abogado»… un título bien ganado. Él y Driscoll tenían la misma edad… uno o dos años más de los sesenta.
Aunque Driscoll era librepensador y Howard un ferviente y decidido presbiteriano, su cálida intimidad no había sufrido como consecuencia de eso. Eran hombres cuyas opiniones eran cosa propia y no sometida a revisión ni enmienda, sugerencia ni crítica de nadie, ni siquiera de sus amigos.
Terminada la pesca del día vinieron navegando río abajo en su barco, hablando aún de política y otros asuntos importantes, y entonces se encontraron con otra barca que venía del pueblo, con un hombre que les dijo:
—Me imagino que sabrá que uno de los gemelos le dio anoche una pateadura a su sobrino, juez.
—¿Qué hizo?
—Le dio una pateadura.
Los labios del viejo juez palidecieron y sus ojos empezaron a relampaguear. Por un momento, la cólera lo ahogó, pero pudo pronunciar lo que quería decir:
—Bueno… bueno… siga, deme los detalles.
El hombre lo hizo. Cuando terminó, el juez quedó en silencio un minuto, dando vueltas en su cerebro al vergonzoso espectáculo de Tom pasando sobre las candilejas; luego dijo, como si reflexionara en voz alta:
—H… hum… no lo entiendo. Estaba durmiendo en casa. Él no me despertó. Me imagino que pensó que podía encargarse del asunto sin mi ayuda —su cara se iluminó de orgullo y placer al pensarlo, y agregó con complacencia—: Me gusta eso… es verdaderamente de la vieja sangre… ¿eh, Pembroke?
Howard sonrió con su sonrisa de hierro, y asintió aprobador con la cabeza. El portador de la noticia habló de nuevo.
—Pero Tom ganó al gemelo en el juicio.
El juez miró asombrado al hombre y le preguntó:
—¿El juicio? ¿Qué juicio?
—Tom llevó al hombre ante el juez Robinson por ataque y lesiones.
El viejo pareció reducirse de pronto, como el que ha recibido un golpe mortal. Howard saltó hacia él, al ver que caía en el fondo, desvanecido, y lo tomó en brazos, acostándolo de espaldas sobre la barca. Le mojó la cara con agua y le dijo al sobresaltado visitante:
—Siga adelante… no quiero que cuando se recobre lo encuentre aquí. Ya ve el efecto que han tenido sus imprudentes palabras; debería haber sido más considerado y no lanzarle así a la cara una cosa tan cruel y calumniosa como esa.
—Ahora me arrepiento mucho de haberlo dicho, señor Howard, y no lo habría hecho si lo hubiera pensado antes; pero no es una calumnia; lo que le dije es perfectamente cierto.
Se alejó remando. Poco después el juez se recuperaba de su desmayo y miraba lastimosamente en la cara inclinada sobre él, llena de simpatía.
—Dime que no es cierto, Pembroke; ¡dime que no es cierto! —le rogó con voz débil.
No había nada débil en los profundos tonos de órgano que le respondieron:
—Tú sabes tan bien como yo que es una mentira, viejo amigo. Él es de la mejor sangre del Antiguo Dominio.
—¡Dios te bendiga por decirlo! —exclamó el viejo caballero—. ¡Ah, Pembroke, fue un golpe tan grande!
Howard se quedó con su amigo y lo acompañó a casa, entrando con él. Era de noche y había pasado la hora de la cena, pero el juez no pensaba en cenar; estaba deseoso de que le refutaran la calumnia y de que Howard lo oyera también. Hizo llamar a Tom, quien vino inmediatamente. Estaba lastimado y rengo, y no tenía un aspecto muy alegre. Su tío lo hizo sentarse y dijo:
—Bueno, nos hemos enterado de tu aventura, Tom, además de una hermosa mentira agregada para adornarla. ¡Ahora quiero que la pulverices! ¿Qué medidas has tomado? ¿Cómo está el asunto?
—Ya se terminó. Lo llevé al tribunal y vencí. El Bobo Wilson lo defendió… el primer caso que tenía, y lo perdió. El juez le multó al perro miserable con cinco dólares por el ataque.
Howard y el juez se levantaron de un salto al oír la primera frase… por qué, no lo sabían; luego, se quedaron mirándose estupefactos. Howard permaneció en pie un momento y después se sentó tristemente sin decir nada. La cólera del juez empezó a hervir y estalló:
—¡Perro! ¡Miserable! ¡Gusano! ¿Quieres decirme que la sangre de mi raza ha recibido un golpe y fue arrastrándose por eso a un tribunal? ¡Contéstame!
Tom bajó la cabeza y respondió con su elocuente silencio. Su tío se lo quedó mirando con una expresión mezcla de asombro, vergüenza e incredulidad que daba pena ver. Por fin, dijo:
—¿Cuál de los gemelos fue?
—El conde Luigi.
—¿Lo desafiaste?
—N… no —vaciló Tom, palideciendo.
—Lo desafiarás esta noche. Howard te representará.
Tom empezó a descomponerse y se le notó. Daba vueltas y más vueltas al sombrero entre las manos, y su tío lo miraba cada vez con más ira, conforme iban pasando, pesadamente, los segundos; luego, por fin, balbuceó y dijo, lastimosamente:
—¡Oh, por favor, no me pidas que lo haga, tío! ¡Es un diablo asesino… no podría… le… tengo miedo!
La boca del viejo Driscoll se abrió y se cerró tres veces antes de que consiguiera que cumpliera su función, y luego estalló:
—¡Un cobarde en mi familia! ¡Un Driscoll cobarde! ¡Oh, qué he hecho para merecer esa infamia! Fue tambaleándose hasta su escritorio de la esquina repitiendo de nuevo el lamento con voz desgarradora, y sacó de un cajón un papel que hizo lentamente pedazos, desparramándolos distraídamente detrás de él mientras se paseaba por la habitación, doliéndose y lamentándose aún. Por fin, dijo:
—Ya está, hecho fragmentos y pedazos de nuevo… mi testamento. De nuevo me has obligado a desheredarte, ¡vil hijo del más noble padre! ¡Sal de mi vista! ¡Vete… antes de que te escupa!
El joven no se demoró. Entonces, el juez se volvió a Howard.
—¿Serás mi segundo, amigo mío?
—Desde luego.
—Ahí hay papel y pluma. Redacta el desafío sin pérdida de tiempo.
—El conde lo tendrá en sus manos dentro de quince minutos —dijo Howard.
Tom se sentía muy apenado. Había perdido el apetito junto con su fortuna y el respeto de sí mismo. Salió por la puerta de atrás y bajó por el oscuro callejón, doliéndose y pensando que cualquiera fuere su conducta futura, por discreta y cuidadosa que fuese, no le ganaría de nuevo el favor de su tío, convenciéndole una vez más que debía reconstruir el generoso testamentó que había visto destrozar delante de sus propios ojos. Por fin, decidió que podría. Se dijo que había triunfado ya una vez, y que si lo hizo entonces podría hacerlo de nuevo. Él se encargaría de eso. Dedicaría todas sus energías a la tarea, y volvería a triunfar, costara lo que costare a su conveniencia, y por mucho que limitara su vida frívola y amante de la libertad.
—Para empezar —se dijo— pagaré mis cuentas con el producto de mis robos y el juego se terminó… se terminó para siempre. Es el peor vicio que tengo… al menos desde mi punto de vista, porque es el que se puede descubrir con más facilidad, debido a la impaciencia de mis deudores. A él le pareció mucho dinero tener que pagarle doscientos dólares a mis deudores. Mucho dinero… ¡eso! ¡Si a mí me costó toda su fortuna!…, claro que a él no se le ocurrió pensarlo; algunas personas no ven más que su lado de las cosas. Si él hubiera sabido en la situación en que estoy ahora el testamento habría ido a la basura, sin necesidad del duelo. ¡Trescientos dólares! ¡Eso sí que es dinero! Pero, gracias a Dios, él no sabrá nada. En cuanto los haya pagado, ya no corro peligro; nunca más volveré a tocar una carta. Al menos, mientras él viva, lo juro. Es mi última reforma… lo sé… sí, y ganaré; porque si después de eso vuelvo a caer, será el fin.