Capítulo XI

El asombroso descubrimiento del bobo Wilson

Hay tres modos infalibles de agradar a un autor, y los tres forman una escala ascendente de cumplidos: 1, decirle que se ha leído uno de sus libros; 2, decirle que se han leído todos sus libros; 3, pedirle que nos deje leer el manuscrito de su próximo libro. El n.º 1 nos conquista su respeto; el n.º 2 nos granjea su admiración; el n.º 3 nos lleva hasta lo más hondo de su corazón.

—Del calendario del Bobo Wilson.

En cuanto al Adjetivo; en la duda, táchalo.

—Del calendario del Bobo Wilson.

Los gemelos llegaron poco después y la conversación se inició, fluida, amable y social, y bajo la influencia de la nueva amistad fue cobrando facilidad y fuerza. Wilson sacó su Calendario, a petición de ellos, y leyó uno o dos pasajes, que los gemelos alabaron con toda cordialidad. Eso agradó tanto al autor que accedió gustoso cuando le pidieron que les prestara una parte de su trabajo para leerlo en casa. En el curso de sus muchos viajes habían descubierto que hay tres medios seguros de agradar a un autor; ahora trabajaban en el mejor de los tres.

Entonces hubo una interrupción. El joven Tom Driscoll se presentó y se unió al grupo. Fingió ver por la primera vez a los distinguidos extranjeros cuando éstos se levantaron para darle la mano; pero no era más que una precaución, porque los había visto ya en la recepción, cuando fue a robar la casa.

Los gemelos tomaron mentalmente nota de que era de cara amable y bastante buen mozo, con movimientos suaves y ondulantes… graciosos, en realidad. A Angelo le pareció que tenía hermosos ojos; Luigi pensó que había algo velado y furtivo en ellos. Angelo pensó que tenía un modo de hablar fácil y agradable; Luigi pensó que asentía con demasiada facilidad. Angelo se dijo que era un joven bastante simpático; Luigi se reservó su decisión. La primera contribución de Tom a la conversación fue una pregunta que le había hecho ya a Wilson cien veces antes. La hacía de un modo alegre y bonachón, pero siempre producía un pequeño dolor, porque tocaba una herida secreta, pero esta vez el dolor fue más vivo, porque había extraños presentes.

—Bueno, ¿y cómo marcha la ley? ¿Has tenido ya un caso?

Wilson se mordió el labio, pero replicó.

—No… aún, no —con toda la indiferencia que pudo. El juez Driscoll, generosamente, no había hablado para nada de la abogacía al hacer la biografía de Wilson a los gemelos. El joven Tom rió amablemente y dijo:

—Wilson es abogado, caballeros, pero ahora no practica.

El sarcasmo hirió, pero Wilson se dominó y dijo, sin pasión:

—No practico, es cierto. Es cierto que nunca tuve un caso, y que durante veinte años me he tenido que ganar pobremente la vida en el pueblo como contable, que no puedo conseguir unos libros para poner en orden con toda la frecuencia que querría. Pero también es cierto que me preparé bien para practicar la abogacía. Cuando tenía tu edad, Tom, había elegido una profesión, y no tardé en tener la competencia necesaria para profesarla —Tom respingó—. Nunca tuve una oportunidad de probar mi suerte en ella, pero si la consigo me encontrará preparado, porque he seguido estudiando leyes durante todos estos años.

—¡Magnífico, así hay que perseverar! Me gustaría verlo. Me entran ganas de pasarte todos mis asuntos. Mis asuntos y tu práctica de la abogacía harían una linda pareja, Dave —y el joven rió de nuevo.

—Si me pasas… —Wilson pensaba en la muchacha que había visto en el dormitorio de Tom, e iba a decirle: «Si me pasas la parte clandestina e inmoral de tus asuntos, tal vez será bastante»; pero lo pensó mejor y dijo—: No obstante, no creo que eso sea un tema para una conversación general.

—Muy bien, vamos a cambiar de tema; creo que ibas a tomarlo a mal, de todos modos, así que estoy dispuesto a cambiar. ¿Qué tal marcha el Horrible Misterio? Wilson tiene un plan para lanzar al mercado el simple vidrio de ventanas, decorándola con grasientas huellas dactilares, y hacerse rico vendiéndolo a precios bajísimos a las testas coronadas de Europa para que decoren con él sus palacios. Muéstraselo, Dave.

Wilson trajo tres de sus tiras de cristal y dijo:

—Hago que la persona pase los dedos de su mano derecha por el pelo, para que se le pegue en ellos una pequeña capa de grasa natural, y luego le aprieto las yemas sobre el cristal. Se produce entonces una impresión fina y delicada de las líneas de la piel, que se conserva si no entra en contacto con algo que la borre. Empieza tú, Tom.

—Pero si creo que me tomaste las huellas una o dos veces antes.

—Sí, pero la última vez no eras más que un chico de doce años.

—Exacto. Claro, desde entonces he cambiado por completo, y a las testas coronadas les gusta la variedad.

Se pasó los dedos por el corto y espeso cabello, y los apretó sobre el vidrio. Angelo imprimió las yemas de sus dedos en otro vidrio, y Luigi lo hizo en el tercero. Wilson marcó los vidrios con los nombres y la fecha y los guardó. Tom lanzó una de sus risitas y dijo:

—Tal vez sería mejor no decir nada, pero si lo que buscas es la variedad, has derrochado un vidrio. Las huellas de la mano de un gemelo tienen que ser iguales que las del otro.

—Bueno, ahora ya está hecho y me gusta tener de todos modos las de los dos —le contestó Wilson, volviendo a su lugar.

—Dave, —agregó Tom— tú solías decirle la buenaventura a la gente cuando le tomabas sus huellas. Dave es un genio completo… un genio de la mejor categoría, caballeros; un gran científico desaprovechado en este pueblo, un profeta tan honrado como los profetas suelen serlo entre los suyos… porque aquí a nadie le interesa su ciencia, y le llaman a su cerebro, la fábrica de las ideas, ¿no es así, Dave? Pero es lo mismo; ya se destacará a su debido tiempo… Y creo que deberían dejar que les estudiara las palmas de las manos un día; merece más del doble del precio de la entrada, o sino les devuelven el dinero a la salida. ¡Pero si les lee las rayas con tanta facilidad como si fuera un libro, y no sólo les dirá cincuenta o sesenta cosas que van a ocurrirles, sino también cincuenta o sesenta que no les ocurrirán! Vamos, Dave, muéstrales a los caballeros qué sabelotodo más inspirado tenemos en el pueblo, sin que nadie se haya enterado.

Wilson recibía con poco agrado aquellas bromas insistentes y no muy corteses, y los gemelos sufrían con él y por él. Ahora comprendían, y con acierto, que el mejor modo de ayudarlo era tomando la cosa en serio y tratándolo con respeto, ignorando las exageradas burlas de Tom; por eso, Luigi le dijo:

—En nuestros viajes hemos conocido a algunos quiromantes y sabemos las cosas asombrosas que pueden hacer. Si la quiromancia no es una ciencia, y una de las más grandes, además, no sé qué otro nombre puede dársele. En el Oriente…

Tom lo miró sorprendido e incrédulo y dijo:

—¿Esa charlatanería, ciencia? ¡Pero no habla en serio!, ¿verdad?

—Sí, absolutamente. Hace cuatro años nos leyeron las palmas de las manos como si estuvieran cubiertas de letra impresa.

—Bueno, ¿quiere decir que había algo de verdad en ello? —preguntó Tom, cuya incredulidad comenzaba a debilitarse un poco.

—Había mucho de verdad —le replicó Angelo—; lo que nos dijeron acerca de nuestros caracteres era exacto en todos sus detalles… no podríamos haberlo hecho mejor nosotros. Luego, nos hablaron de dos o tres cosas memorables que nos habían ocurrido… cosas que no conocían ninguno de los presentes, excepto nosotros.

—¡Pero eso es una verdadera brujería! —exclamó Tom, que empezaba a interesarse mucho—. ¿Y cómo les fue cuando les pronosticaron lo que les iba a pasar en el porvenir?

—En conjunto bastante bien —dijo Luigi—. Dos o tres de las cosas más notables que nos predijeron han ocurrido desde entonces; la más notable de todas ellas ocurrió dentro del año. Algunas de las profecías menores se han cumplido; algunas de las menores y de las mayores no se han cumplido aún y, naturalmente, no se cumplirán; de todos modos, a mí me sorprendería más que dejaran de cumplirse que se cumplieran.

Tom estaba muy impresionado y ya no bromeaba. Se excusó:

—Dave, yo no quería menospreciar esa ciencia; no eran más que bromas… ganas de hablar, mejor dicho. Me gustaría que les miraras las palmas de las manos. Vamos, ¿quieres hacerlo?

—Desde luego, si ellos quieren; pero les prevengo que no he tenido una posibilidad de convertirme en un experto y no pretendo serlo. Cuando un acontecimiento pasado se inscribe de un modo muy notable en la palma por lo general lo reconozco, pero los menores suelen escapárseme (no siempre, desde luego, pero sí a menudo); además, no confío mucho en mí cuando se trata de predecir el futuro. Hablo como si la quiromancia fuera un estudio diario para mí, y no lo es. No he examinado media docena de manos en la última media docena de años; la gente lo toma en broma, y yo lo dejé para que no hablaran más de eso. Le diré lo que vamos a hacer, conde Luigi; probaré con su pasado, y si tengo éxito… no, mejor es que dejemos en paz el porvenir; eso es para un experto.

Tomó la mano de Luigi y Tom dijo:

—Espera… ¡no se la mires aún, Dave!, conde Luigi, aquí tiene papel y lápiz. Escriba esas cosas tan notables que le predijeron y que ocurrieron poco después de un año, y démela, para ver si Dave las encuentra en su mano.

Luigi escribió unas líneas, dobló el papel y se lo entregó a Tom, diciendo:

—Yo le diré cuándo debe mirar, si él lo descubre. Wilson empezó a estudiar la palma de Luigi, tratando las líneas de la vida, del corazón y de la cabeza, etcétera y anotando cuidadosamente sus relaciones con la red de líneas más finas y delicadas que las rodeaban por todos lados; tocó el almohadón de carne de la base de pulgar, y anotó su forma; palpó el carnoso costado de la mano entre la muñeca y la base del meñique, fijándose también en su forma; examinó con cuidado los dedos, observando su forma, proporciones y manera natural de disponerse en reposo. Todo eso era seguido con profundo interés por los espectadores, con las cabezas inclinadas sobre la palma de Luigi, sin que nadie turbara el silencio con una palabra. Wilson se dedicó entonces a un estudio atento de la palma, y sus revelaciones empezaron.

Fue describiendo el carácter y temperamento de Luigi, sus gustos, aversiones, tendencias, ambiciones y excentricidades, de un modo que hacía respingar a veces a Luigi y otros reír, pero los dos gemelos declararon que el retrato era artístico y correcto.

Luego, Wilson comenzó con la historia de Luigi. Procedía cautelosamente y con vacilación, moviendo lentamente el dedo a lo largo de las grandes líneas de la palma, y deteniéndose de cuando en cuando ante una «estrella» u otra señal, para examinar con minuciosidad sus cercanías. Proclamó uno o dos acontecimientos pasados, Luigi confirmó su exactitud, y la investigación prosiguió. Al poco rato, Wilson alzó los ojos con expresión sorprendida:

—Aquí hay un incidente que tal vez usted preferiría que no…

—Hable de él —dijo con amabilidad Luigi—. Le prometo que no me embarazará.

Pero Wilson seguía vacilando y no sabía muy bien qué hacer. Luego, dijo:

—Creo que es un asunto demasiado delicado para… para… preferiría escribirlo o decírselo al oído, para que usted mismo decida si quiere que se hable de eso o no.

—Está bien así —dijo Luigi—; escríbalo.

Wilson escribió algo en un trozo de papel y se lo entregó a Luigi, quien lo leyó y le dijo a Tom:

—Desdoble su papel y léalo, señor Driscoll.

Tom leyó:

Me profetizaron que mataría a un hombre. Eso se cumplió antes de que pasara el año.

—¡Santo Dios! —agregó Tom.

Luigi le entregó a Tom el papel de Wilson y le pidió:

—Ahora, lea esto.

Tom lo hizo así:

Ha matado a alguien, pero no puedo decir si fue un hombre, una mujer o un niño.

—¡Por el fantasma de César! —exclamó Tom asombrado—. ¡Nunca oí cosa semejante! ¡La mano de un hombre es su peor enemigo! Piensen en eso… la mano del hombre guarda la historia de los secretos más hondos y fatales de su vida, y está traidoramente dispuesta a exponerlo ante cualquier brujo desconocido que sé presente. Pero ¿por qué deja que le lean la mano, si tiene esa cosa horrible escrita en ella?

—Oh —le contestó reposado Luigi—. No me importa. Maté al hombre por buenas razones y no lo lamento.

—¿Cuáles eran las razones?

—Bueno, pues que había que matarlo.

—Yo les diré por qué lo hizo, pues él mismo no lo dirá —intervino con vehemencia Angelo—. Lo hizo por salvarme la vida, fue por eso. De modo que era un acto noble y no algo que hay que ocultar en la oscuridad.

—Así es, así es —convino Wilson—; el hacer una cosa semejante para salvar la vida a un hermano es una buena acción.

—Vamos, vamos —dijo Luigi—; es muy agradable oírle decir esas cosas, pero si hablamos de abnegación, heroísmo o magnanimidad, las circunstancias cambian. Se olvida de un detalle; supongamos que no le hubiera salvado la vida a Angelo, ¿qué habría sido de la mía? Si hubiera dejado que lo matara el hombre, ¿no me habría matado también? Salvé mi propia vida, ya lo ve.

—Sí; así es como hablas tú —dijo Angelo— pero yo te conozco… y no creo que pensaste para nada en ti. Todavía conservo el arma con la que Luigi mató al hombre y un día se la mostraré. Ese incidente la hace interesante, y su historia antes de que llegara a manos de Luigi aumenta su interés. Se la regaló a Luigi un gran príncipe hindú, el Gaekwar de Baroda, y llevaba en su familia dos o tres siglos. Mató a muchas personas desagradables que perturbaron aquel hogar a lo largo de los tiempos. No es muy vistosa, pero no tiene la forma de los demás cuchillos, o dirks o como quieran llamarlo… miren, se la voy a dibujar —tomó una hoja de papel e hizo un rápido esbozo—. Ahí la tienen… es una hoja ancha y terrible, con los filos tan afilados como los de una navaja de afeitar. Los dibujos que están grabados en ella son los escudos o nombres de su larga línea de poseedores… yo hice que agregaran el de Luigi en letras romanas, con nuestro escudo de armas, como verán. Fíjense qué mango tan curioso tiene. Es de marfil sólido, pulido como un espejo, y tendrá cuatro o cinco pulgadas de largo… es redondo y tan grueso como la muñeca de un hombre y la punta achatada para poder apoyar en ella el pulgar; porque se agarra con el puñal apoyado en la punta chata… así… y luego se levanta y se descarga. El Gaekwar nos mostró cómo se hacía cuando se lo regaló a Luigi y antes de que hubiera terminado la noche Luigi había usado el cuchillo, y el Gaekwar tenía un hombre menos a su servicio. La funda está magníficamente adornada con gemas de gran valor. Desde luego, la funda es mucho más digna de admiración que el arma.

Tom se dijo para sí:

«Es una suerte que viniera aquí. Habría vendido el cuchillo por una miseria; me imaginé que las piedras eran cristal».

—Pero siga; no se detenga —le instó Wilson—. Ha despertado nuestra curiosidad y queremos saber lo del homicidio. Cuéntenoslo.

—Bueno, en breve, la culpa la tuvo el cuchillo. Un criado nativo se deslizó aquella noche en nuestra habitación del palacio, para matarnos y robar el cuchillo, por la fortuna incrustada en su funda, sin duda. Luigi lo tenía debajo de la almohada. Ardía una lamparita. Yo dormía, pero Luigi estaba despierto, y le pareció ver una forma vaga cerca de la cama. Sacó el cuchillo de su funda y estaba dispuesto, sin que lo embarazaran las ropas de la cama, porque hacía mucho calor y no teníamos ninguna. De repente, el nativo se alzó junto a nuestra cama, y se inclinó sobre mí, levantando la mano derecha, con un dirk apuntado a mi garganta; pero Luigi lo agarró de la muñeca, lo derribó e hincó su cuchillo en el cuello del hombre. Esa es toda la historia.

Wilson y Tom lanzaron dos grandes suspiros, y después de hablar un rato acerca de la tragedia, Wilson dijo, tomando la mano de Tom:

—Vamos, Tom, nunca pude estudiar tus palmas; quizá tienes algún secreto que no quieres… ¡hol-la!

Tom le había retirado con violencia la mano y parecía muy confuso.

—¡Pero si se ha ruborizado! —dijo Luigi.

Tom le dirigió una mirada malévola y le contestó:

—¡Bueno, pues si me ruboricé no fue porque soy un asesino! —la morena cara de Luigi se encendió, pero antes de que pudiera hablar o moverse, Tom agregó con ansiosa prisa—: ¡Oh, le pido mil perdones! No quería decir eso; ¡se me escapó antes de que me diera cuenta, y lo siento mucho… tiene que perdonarme!

Wilson vino en su ayuda, y suavizó las cosas todo lo que pudo; y en realidad tuvo completo éxito por lo relativo a los gemelos, porque ellos sentían más la afrenta que le había hecho con su estallido de malas maneras Tom, que por el insulto hecho a Luigi. Pero el éxito no fue tan pronunciado con el ofensor. Tom trató de aparentar calma, y lo hizo bastante bien, pero en el fondo estaba lleno de resentimiento hacia los tres testigos de su estallido; en realidad, se sentía tan irritado porque lo hubieran presenciado y notado que casi se olvidó de irritarse consigo mismo por haberlo hecho delante de ellos. No obstante, poco después ocurrió algo que lo dejó casi cómodo, y le devolvió casi su estado anterior de caridad y amistad. Fue una pequeña disputa entre los gemelos; no gran cosa, pero una disputa de todos modos; y antes de que hubiera adelantado mucho, los dos estaban francamente irritados el uno con el otro. Tom quedó encantado; tan contento, en realidad, que cautelosamente hizo todo lo posible por aumentar esa irritación mientras fingía actuar movido por motivos más respetables. Gracias a su ayuda, el fuego se atizó hasta el punto álgido, y tal vez habría tenido la dicha de ver alzarse las llamas, dentro de un momento más, de no haber sido interrumpidos por una llamada en la puerta… una interrupción que le disgustó tanto como alegró a Wilson. Wilson abrió la puerta. El visitante era un irlandés de mediana edad, ignorante y enérgico, llamado John Buckstone, un gran político en pequeñas cosas, que siempre tenía un papel importante en los asuntos públicos de cualquier clase. En aquel momento, uno de los motivos que más excitaban al pueblo era el asunto del ron. Había un partido decididamente a favor del ron y otro decididamente en contra, Buckstone formaba parte del partido del ron, y lo habían enviado en busca de los gemelos para invitarlos a un mitin de esa facción. Dio la noticia y agregó que los clanes se estaban ya reuniendo en el gran salón de arriba del mercado. Luigi aceptó la invitación cordialmente, y Angelo con menos cordialidad, porque no le gustaban las multitudes y no bebía los poderosos alcoholes americanos. En realidad, era a veces abstemio… cuando resultaba prudente serlo.

Los gemelos se fueron con Buckstone, y Tom Driscoll se unió a ellos a pesar de no haber sido invitado.

A lo lejos se podía ver una larga y ondulante hilera de antorchas que bajaban por la calle principal, y se oía el bajo redoblar del tambor, el sonar de los címbalos, el agudo sonido de un pífano, y el débil rugido de remotos hurras. El final de aquel desfile subía los escalones de la escalera del mercado cuando los gemelos llegaron allí; cuando entraron en el salón, estaba lleno de gente, antorchas, humo, ruido y entusiasmo. Buckstone los condujo a la plataforma (Tom Driscoll los seguía aún) y los presentó al presidente en medio de una prodigiosa explosión de bienvenida. Cuando el ruido se hubo demorado un poco, el presidente propuso que «nuestros ilustres invitados fueran elegidos, por aclamación, miembros de nuestra gloriosa organización, el paraíso de los libres y la perdición del esclavo».

Aquel elocuente discurso abrió las compuertas del entusiasmo de nuevo, y la elección se realizó con atronadora unanimidad. Luego se alzó una tempestad de gritos:

—¡Mojémolos! ¡Mojémolos! ¡Darles de beber!

Unos vasos de whisky les dieron a los gemelos. Luigi alzó el suyo y luego se lo llevó a los labios; pero Angelo dejó el suyo. Entonces hubo otra tempestad de gritos:

—¿Qué le pasa a ése? ¿Por qué no bebe el rubio? ¡Que se explique!

El presidente se informó y luego dijo:

—Hemos cometido un desgraciado error, caballeros. Me acabo de enterar de que el conde Angelo es opuesto a nuestro credo… que en realidad es abstemio y no quiere ser miembro de nuestra asociación. Desea que se reconsidere el voto por el que fue elegido. ¿Qué es lo que piensa hacer la asamblea?

Hubo un general estallido de risa, muchos silbidos y abucheos, pero el uso enérgico del martillo restableció en seguida algo parecido al orden. Entonces, habló un hombre de los presentes y dijo que, aunque sentía haber cometido aquel error, no sería posible rectificarlo en aquella reunión. De acuerdo al reglamento tendría que ser tratado en la reunión siguiente. No presentaría ninguna moción, porque no hacía falta ninguna. Deseaba presentar sus excusas al caballero, en nombre de la asamblea, y le rogaba que estuviera seguro de que los Hijos de la Libertad harían todo lo posible para que su temporal afiliación le resultara agradable.

El discurso fue recibido con grandes aplausos, mezclado con gritos de:

—¡Así se habla! ¡De todos modos es un buen muchacho, aunque sea abstemio! ¡Bebamos a su salud! ¡Vamos a cantarle algo!

Los vasos pasaron de mano en mano, y todos los que estaban en la plataforma bebieron a la salud de Angelo, mientras los presentes cantaban con voz atronadora:

Porque es tan buen muchacho

Porque es tan buen muchacho,

Porque es tan buen muchacho…

Y nadie lo puede negar.

Tom Driscoll bebió. Era su segundo vaso, porque se había bebido el de Angelo, en cuanto Angelo lo dejó. Los dos whiskies lo pusieron muy alegre, casi estúpidamente alegre, y empezó a tomar una parte muy animada e importante en lo que ocurría, especialmente en la música, los abucheos y las observaciones a los demás.

El presidente seguía al frente de la reunión, con los gemelos a cada lado. El extraordinario parecido de los gemelos sugirió una agudeza a Tom Driscoll, y en el momento en que el presidente empezaba a hablar, dio un paso hacia adelante y dijo a los presentes con aplomo de borracho:

—Muchachos, propongo que se calle, y deje que hablen estas almendras dobles humanas.

La descripción tan apropiada de la frase agradó a la concurrencia y hubo una gran carcajada general.

La sangre meridional de Luigi empezó a hervir en un momento por efecto de la violenta humillación de aquel insulto infligido en presencia de cuatrocientos desconocidos. No era propio de la naturaleza del joven dejar pasar esas cosas, o demorar el ajuste de cuentas. Se echó hacia atrás y le asestó una patada de un vigor tan titánico que alzó a Tom por encima de las candilejas y lo depositó sobre las cabezas de la primera fila de los Hijos de la Libertad.

Hasta a las personas sobrias no les gusta que les descarguen encima un ser humano cuando no están haciendo nada malo; y la persona que no está sobria no soporta esa clase de atenciones. El nido de los Hijos de la Libertad donde Driscoll había caído no tenía un solo pájaro en él; en realidad, no había probablemente una sola persona sobria en todo el auditorio. Driscoll fue lanzado, pronta e indignadamente sobre las cabezas de los Hijos de la fila siguiente, y esos Hijos lo pasaron hacia la de detrás, y luego empezaron a pegarse con los Hijos de la primera fila que se lo habían pasado a ellos. Esa conducta fue imitada del modo más estricto, fila tras fila, conforme Driscoll continuaba su tumultuoso viaje aéreo hacia la puerta; así que dejaba tras él una estela creciente de una rabiosa, maldiciente y peleadora humanidad. Los grupos de antorchas fueron cayendo uno tras otro y, al poco rato, por encima del ruido ensordecedor del martillo, el rugido de las voces coléricas y el golpe de los bancos que se partían, se alzó el paralizante grito de «¡FUEGO!».

Las peleas cesaron instantáneamente; las maldiciones cesaron, por un instante claramente definido, reinó un silencio de muerte, una calma inmóvil donde antes reinaba la tempestad; luego, con un solo impulso, la multitud recobró la vida y la energía, y empezó a moverse, luchando, tambaleándose de aquí para allá, y sus bordes exteriores fueron desapareciendo por puertas y ventanas, disminuyendo de modo gradual la presión y aliviando a la masa.

Nunca hasta entonces los bomberos estuvieron tan a mano; porque no había ninguna distancia que recorrer esta vez, pues su cuartel se encontraba en la parte trasera del mercado. Había allí una compañía de bombas y otra de escaleras y ganchos. La mitad estaba compuesta de partidarios del ron, y la otra mitad de anti-rones, de acuerdo a la igualdad moral y política de moda en los pueblos de frontera de esa época. En el cuartel había los anti-rones suficientes para encargarse de las bombas y escalas. En dos minutos se habían puesto sus camisas rojas y sus cascos (porque nunca actuaban oficialmente sin el traje oficial) y mientras el mitin del piso de encima salía por la larga hilera de ventanas al techo de la arcada, los salvadores estaban ya preparados para recibirlos con un potente chorro de agua que lanzó a muchos fuera del techo y casi ahogó a los demás. Pero el agua era preferible al fuego, y la estampida a través de las ventanas continuó, y siguieron siendo recibidos por el implacable chorro hasta que el edificio quedó vacío. Entonces, los bomberos subieron al salón y lo inundaron con el agua necesaria para aniquilar cuarenta incendios como aquél; porque la compañía de bomberos del pueblo no tiene muchas oportunidades de lucirse, de modo que cuando se le presenta, aprovecha hasta el máximo. Los vecinos de aquel pueblo, si tenían un temperamento juicioso e inteligente, no se aseguraban contra los incendios sino contra la compañía de bomberos.