Tom pisotea su oportunidad
La sacrosanta pasión de la Amistad es algo tan dulce, constante y leal, y de una naturaleza tan paciente que durará toda una vida, si no le pedimos dinero prestado.
—Del calendario del Bobo Wilson.
Consideremos bien las proporciones de las cosas. Es mejor ser abejorro joven, que un ave vieja del paraíso.
—Del Calendario del Bobo Wilson.
Ahora es necesario que volvamos a Roxy.
Cuando le dieron su libertad y se marchó para trabajar de camarera tenía treinta y cinco años. Consiguió trabajo como segunda camarera en un vapor de Cincinnati, de la línea de Nueva Orleans, el Grand Mogul. Un par de viajes le hicieron aprender a fondo su trabajo y se enamoró de la animación, independencia y aventura de la vida del vapor. Luego la ascendieron y se convirtió en primera camarera. Era una favorita de los oficiales y estaba muy orgullosa por las bromas que le decían y el modo amistoso con que la trataban.
Durante ocho años sirvió tres partes del año en ese vapor, y los inviernos en un paquebote de Viksburg. Pero ahora, hacía dos meses que tenía reumatismo en los brazos, y se vio obligada a dejar la tina de lavar. Así que renunció a su puesto. Pero estaba bien de dinero… era rica, como habría dicho ella, porque había vivido una vida frugal, y ponía todos los meses cuatro dólares en un banco de Nueva Orleans, como un seguro para su vejez. Al comienzo dijo que «le había puesto zapatos a un negro descalzo para que la pisoteara con ellos» y que le bastaba con un error así; de ahora en adelante y para siempre, sería independiente de la raza humana, si el trabajo duro y la economía le permitían conseguirlo. Cuando el vapor tocó Nueva Orleans se despidió de sus compañeros del Grand Mogul y bajó su equipaje a tierra.
Pero regresó antes de una hora. El banco había quebrado y se había llevado sus cuatrocientos dólares con él. Era una mendiga sin hogar. Además, estaba incapacitada, al menos por el presente. Los oficiales se compadecieron mucho de su situación e hicieron una pequeña colecta para ella. Roxy resolvió volver a su pueblo natal; tenía amigos entre los negros, y los desgraciados siempre ayudan a los desgraciados, como ella bien sabía; los humildes compañeros de su juventud no la dejarían morir de hambre.
Así que tomó el pequeño paquebote local de Cairo e iba camino de su pueblo natal. El tiempo había disipado su amargura contra su hijo, y podía pensar en él con serenidad. Apartó de su memoria el lado vil de él, para demorarse sólo en los recuerdos de sus ocasionales actos de bondad con ella. Los doraba y decoraba a su modo, haciéndolos algo muy agradable de contemplar. Empezó a desear verlo. Iría y lo adularía, como hacen los esclavos (porque esa tenía que ser su actitud, desde luego) y quizás descubriría que el tiempo lo había cambiado, y que él se alegraba de ver a su vieja nodriza, largo tiempo olvidada, y la trataría con bondad. Eso sería maravilloso; eso la haría olvidar sus penas y su pobreza.
¡Su pobreza! La idea le inspiró el agregar otro castillo a su sueño; quizás él le daría algún dinero de cuando en cuando… tal vez un dólar al mes, digamos; cualquier pequeñez le ayudaría mucho a ella.
Cuando llegó a Dawson’s Landing había vuelto a ser la de siempre; su melancolía había desaparecido y estaba de excelente ánimo. Se las arreglaría bien, seguro; había muchas cocinas donde los criados compartirían sus comidas con ella, y también le robarían manzanas, azúcar y otros bocados para que se los llevara a casa… o le darían una oportunidad de que los robara ella, lo que sería igual. Además, estaba la iglesia. Era una metodista más ferviente y devota que nunca, y su piedad no era una comedia, sino algo fuerte y sincero. Sí, con los consuelos de muchas criaturas, y su viejo lugar en el rincón de los amenes, sería perfectamente feliz y viviría en paz hasta el fin de sus días.
Por eso, fue antes que nada a la cocina del juez Driscoll. Allí la recibieron en gran forma y con entusiasmo. Sus maravillosos viajes, los países extraños que había visto y las aventuras que había tenido, hacían de ella una maravilla, una heroína de novela. Los negros escuchaban encantados la gran historia de sus experiencias, interrumpiéndola de cuando en cuando con ansiosas preguntas, risas, exclamaciones de placer y expresiones de aplauso; y ella se vio obligada a confesarse a sí misma que si había algo mejor en el mundo que trabajar en un vapor, eso era la gloria que se obtenía al contarlo. El auditorio le llenó el estómago con sus comidas y dejó vacía la despensa para cargar su canasta.
Tom estaba en St. Louis. Los criados le dijeron que había pasado allí la mayoría del tiempo durante los dos últimos años. Roxy venía todos los días, y hablaba mucho con ellos acerca de la familia y sus asuntos. Una vez preguntó por qué Tom estaba fuera tanto tiempo. El ostensible «Chambers» le dijo.
—La verdad es que el amo viejo está más a gusto cuando el amo joven se encuentra lejos que cuando está en el pueblo; sí, y hasta lo quiere más; por eso, le da cincuenta dólares al mes…
—No, ¿es así?, Chambers; hablas en broma, ¿verdad?
—Te juro por Dios, mami, que no; el amo Tom me lo dijo él mismo. Pero, de todos modos, no es bastante.
—Dios mío, ¿y por qué razón no es bastante?
—Bueno, voy a decírtelo, si tú me dejas, mami. La razón porque no es bastante, es porque el amo Tom juega.
Roxy alzó las manos asombrada, y Chambers prosiguió:
—El amo viejo se enteró, porque tuvo que pagar doscientos dólares de deudas de juego del amo Tom, y eso es cierto, mami, tan cierto como que nací.
—¡Dos… cientos… dólares! ¿Pero de qué me estás hablando? Dos… cientos… dólares. Dios bendito, es casi suficiente para comprar un negro medianamente bueno, de segunda mano. ¿Y no me mentirás, cariño?… No le mentirías a tu mami…
—Es la verdad de Dios, tal como te lo cuento… doscientos dólares… ojalá me quede aquí muerto si no es así. ¡Y no sabes lo furioso que se puso el amo viejo! ¡Te aseguro que estaba loco de cólera! Fue y lo desheredó.
Se relamió de gusto al pronunciar la majestuosa palabra. Roxy luchó con ella un momento y luego renunció:
—¿Deshe… qué?
—Lo desheredó.
—¿Qué es eso? ¿Qué quiere decir?
—Quiere decir que rompió el testamento.
—¡Rom… pió el testamento! ¡No sería capaz nunca de tratarlo así! Retira eso, miserable negro de imitación, que traje al mundo con dolor y tribulación.
El castillo favorito de Roxy (el dólar ocasional del bolsillo de Tom) temblaba y se venía abajo ante sus ojos. No podía sufrir un desastre así; no podía soportar esa idea. Su frase divirtió a Chambers.
—¡Ja-ja-ja! ¡Escuchar eso! Si yo soy una imitación, ¿quién eres tú? Los dos somos blancos de imitación… eso es lo que somos… y una imitación muy buena… ¡ja-ja-ja!, como negros de imitación no somos gran cosa; y en cuanto…
—Cállate y déjate de tonterías antes de que te parta la cabeza y háblame del testamento. Dime que no lo rompieron… anda, cariño, o si no, no te lo perdonaré nunca.
—Bueno, no lo rompieron… porque ha hecho uno nuevo, y el amo Tom está otra vez tan contento. ¿Pero por qué te alteras tanto por eso, mami? Que yo sepa, no es asunto tuyo.
—¿Que no es asunto mío? ¿Entonces de quién es, me gustaría saberlo? ¿Fui o no su madre hasta que cumplió los quince años?… contéstame a eso. ¿Y tú crees que yo podría ver que se convertía en un pobre sin nadie en el mundo, y que no me iba a importar? Creo que si tú hubieras sido madre, Valet de Chambers, no dirías unas tonterías semejantes.
—Bueno, pero el amo viejo lo perdonó e hizo un testamento nuevo… ¿estás ahora contenta?
Sí, ahora estaba contenta, y muy feliz y sentimental con todo aquello. Iba allí todos los días y por fin le dijeron que Tom había regresado. Empezó a temblar de emoción e, inmediatamente envió a un criado rogándole que «dejara que su pobre mami negra lo viera nada más para morirse de alegría».
Tom estaba tendido perezosamente en un sofá cuando Chambers le trajo la petición. El tiempo no había modificado el antiguo odio que sentía por el humilde esclavo protector de su adolescencia; todavía era más profundo y total. Se incorporó y dirigió una mirada severa al blanco rostro del joven cuyo nombre usaba inconscientemente y cuyos derechos familiares había usurpado. Mantuvo la mirada sobre su víctima hasta que éste se puso satisfactoriamente pálido de terror, y luego dijo:
—¿Qué quiere de mí la vieja inservible?
El otro repitió dócilmente la petición.
—¿Quién te dio permiso para venir a molestarme con las atenciones sociales de los negros?
Tom se había levantado. El otro joven temblaba ahora, visiblemente. Vio lo que iba a venir e inclinó hacia un lado la cabeza, levantando su brazo izquierdo para protegerla. Tom descargó una lluvia de puñetazos sobre la cabeza y su escudo, sin decir palabra, la víctima recibía cada golpe con un suplicante «¡Por favor, amo Tom… oh, por favor, amo Tom!». A los siete golpes, Tom dijo:
—De cara a la puerta… ¡en marcha! —y lo siguió por detrás con una, dos, tres fuertes patadas. La última ayudó al esclavo blanco-puro a pasar el umbral, y se alejó rengueando y limpiándose los ojos con su andrajosa manga. Tom gritó tras él—… ¡Hazla pasar!
Luego se tiró de nuevo sobre el sofá, jadeando y diciendo con rabia:
—Llegó en el momento justo; estaba lleno hasta el borde de ideas amargas y no tenía con quién descargarlas. ¡Qué refrescante fue! Ahora me siento mejor.
La madre de Tom entraba ahora, y cerrando la puerta tras ella se acercó a su hijo con todas las zalamerías y servilismos suplicantes, que el miedo y el interés pueden dar a las palabras y actitudes del esclavo nato. Se detuvo a una yarda del muchacho, lanzó dos o tres exclamaciones de admiración acerca de su aspecto varonil y hermosura general, y Tom puso un brazo bajo la cabeza y pasó una pierna por el respaldo del sofá, para demostrar la debida indiferencia.
—¡Dios mío, cómo has crecido, tesoro! ¡Juro por Dios que no te habría conocido, amo Tom!, ¡seguro que no! Mírame bien; ¿no recuerdas a la vieja Roxy?… ¿no te acuerdas de tu vieja mami negra, querido? Bueno, ahora puedo morirme en paz, porque ya he visto…
—¡Basta ya…!, ¡basta! ¿Qué es lo que quieres?
Aquello fue una amarga decepción. Roxy había alimentado y acariciado durante tantos días la idea de que Tom se alegraría de ver a su vieja niñera, y la pondría contenta y orgullosa hasta la médula con una o dos palabras cordiales, que hicieron falta los dos rechazos para convencerla de que él no hablaba en broma, y que su hermoso sueño no era más que una estúpida vanidad, un lastimoso error. Se sintió herida hasta el fondo del corazón y tan avergonzada que, por un momento, no supo muy bien qué hacer o cómo actuar. Luego, su pecho empezó a agitarse, las lágrimas acudieron y, en su desamparo, se sintió tentada a probar el otro sueño suyo… apelar a la caridad del muchacho; y por eso, impulsivamente, sin reflexionar, le suplicó:
—Oh, amo Tom, la pobre mami negra ha tenido tan mala suerte en estos últimos tiempos, y está medio inválida de los brazos y no puede trabajar, así que si pudieras darme un dólar… ¡sólo un dólar!…
Tom se puso en pie tan de repente que la suplicante, sobresaltada, dio un salto a su vez.
—¡Un dólar!… ¡darte un dólar! ¡Me entran ganas de estrangularte! ¿Era eso lo que buscabas aquí? ¡Vete!, ¡y pronto!
Roxy retrocedió lentamente hacia la puerta. Cuando estaba a mitad de camino se detuvo y dijo tristemente:
—Amito Tom, te amamanté cuando eras un niño, y te crié yo sola hasta que eras casi un muchacho; y ahora eres joven y rico, y yo soy pobre y me estoy haciendo vieja, y vine aquí pensando ayudarías a tu vieja mami en el corto camino que queda entre ella y la muerte…
A Tom le gustaba aquello menos que lo que le había precedido, porque empezaba a despertar una especie de eco en su conciencia, de modo que la interrumpió y le dijo con decisión, pero sin aspereza, que no se hallaba en situación de poder ayudarle, y que no iba a hacerlo.
—¿No vas a ayudarme nunca, amito Tom?
—¡No! Y ahora vete y no me molestes más.
Roxy tenía la cabeza baja en actitud humilde. Pero entonces, las llamas de sus antiguas afrentas se avivaron en su pecho y empezaron a arder con violencia. Alzó despacio la cabeza, hasta levantarla del todo, y al mismo tiempo su alto cuerpo asumió inconscientemente una actitud erguida y dominante, con toda la majestad y gracia de su desvanecida juventud. Alzó un dedo para puntuar sus palabras:
—Tú has dicho la palabra. Tú has tenido la oportunidad, y la pisoteaste bajo tus pies. Cuando tengas otra, ¡te pondrás de rodillas y me rogarás para que te la dé!
Un escalofrío heló el corazón de Tom, sin que supiera por qué; porque no se le ocurrió pensar que esas palabras, procedentes de una fuente tan incongruente y pronunciadas con tanta solemnidad, tenía que producir ese efecto. No obstante, hizo lo más natural: le replicó con insolencia y burla:
—¡Tú me vas a dar una oportunidad… tú! ¡Quizá será mejor que me arrodille ahora! Pero por si acaso no lo hago… y simplemente por saberlo… ¿puedes decirme qué me va a pasar?
—Esto es lo que te va a pasar; voy a ir derechito a tu tío, y a contarle todo lo que sé acerca de ti.
Las mejillas de Tom palidecieron y ella lo vio. Unos pensamientos turbadores le atravesaron el cerebro. ¿Cómo puede saberlo ella? Y sin embargo debe haberlo descubierto… eso debe ser. Sólo hace tres meses que me ha vuelto a poner en el testamento, y ya tengo deudas de nuevo; estoy moviendo cielo y tierra para salvarme del descubrimiento y la destrucción, y tengo bastantes posibilidades de cubrir lo que he hecho si me dejan en paz, y ahora ese demonio lo ha descubierto todo Dios sabe cómo. ¿Cuánto sabrá? ¡Oh, oh, esto es suficiente para partirle el corazón a cualquiera! Pero tengo que llevarle el humor… no hay otro remedio.
Entonces, se esforzó por fingir débilmente una risa alegre, y con falsa cordialidad agregó:
—Bueno, bueno, mi querida Roxy, los viejos amigos como tú y yo no deben pelear. Aquí tienes tu dólar… ahora, dime lo que sabes.
Le tendía el billete, pero ella se quedó donde estaba, sin moverse. Ahora le tocaba el turno de despreciar los avances persuasivos, y no lo desperdició. Dijo, con una dureza tan implacable en la voz y las maneras que le hizo casi comprender a Tom que hasta una exesclava puede recordar por diez minutos los insultos e injurias dichos a cambio de cumplidos y alabanzas, y puede gozar también vengándose de ellos cuando se le presenta la ocasión:
—¿Lo que sé? Te diré lo que sé. Lo necesario para hacer cenizas ese testamento… y más, ¡mucho más!
Tom quedó aterrado.
—¿Más? —dijo—. ¿A qué llamas tú más? ¿Cómo puede haber algo más?
Roxy rió con risa burlona y le dijo despreciativa, echando hacia atrás la cabeza y poniéndose las manos en las caderas:
—¡Sí!… ¡Oh, ya lo veo! A ti te gustaría enterarte de lo que sé… con tu pobre dólar de papel. ¿Por qué piensas que yo te lo voy a decir?…, no tienes dinero. Se lo voy a decir a tu tío… y lo haré ahora mismo… él me dará cinco dólares por la noticia, y con mucho gusto, además.
Dio media vuelta desdeñosa y se dispuso a alejarse. Tom estaba lleno de pánico. La agarró por la falda, y le imploró que esperara. Ella se volvió y le dijo, altivamente:
—¿Ves lo que yo te dije?
—Tú… tú… no recuerdo nada. ¿Qué me dijiste?
—Te dije que la próxima vez que te diera una oportunidad, te pondrías de rodillas y me suplicarías.
Tom se quedó estupefacto un momento. Jadeaba de excitación. Luego, agregó:
—Oh, Roxy, tú no le pedirías a tu joven amo que hiciera una cosa tan horrible. No puedes hablar en serio.
—¡Muy pronto te vas a enterar de si hablo en serio o no! Me insultaste y casi me escupes cuando vine aquí pobre y humilde, para alabarte por lo alto y hermoso que eras, y decirte que te había amamantado, criado y cuidado cuando estabas enfermo y no tenías otra madre más que yo en todo el mundo, rogándote que le dieras a la pobre negra un dólar para que se comprara algo de comer, y tú me insultaste… ¡me insultaste, maldito seas! Sí, señor, te daré una oportunidad más, pero es ahora y no durará más de medio segundo… ¿me oyes?
Tom se dejó caer de rodillas, suplicante, diciéndole:
—¡Ya ves que te suplico y te suplico en serio! ¡Ahora dímelo, Roxy, dímelo!
La heredera de dos siglos de constantes insultos y ultrajes bajó los ojos hacia él, bebiendo a boca llena su satisfacción. Luego, le dijo:
—¡Un caballero blanco, joven y elegante, arrodillado delante de una pobre negra! Quería ver esto una vez antes de morir. Ahora, Gabriel, toca la trompeta, que estoy lista… ¡Levántate!
Tom lo hizo y le dijo con humildad:
—Vamos, Roxy, no me castigues más. Merezco lo que me pasó, pero sé buena y perdóname. No vayas a ver a mi tío. Dímelo a mí… yo te daré cinco dólares.
—Sí, estoy segura de que me los darás; y no lo dejarás ahí. Pero no te lo diré aquí…
—¡Dios santo, no!
—¿Tienes miedo de la casa hechizada?
—N-no.
—Bueno, entonces ven a la casa hechizada, a eso de las diez u once de la noche, y trepa por la escala, porque los escalones están rotos, y allí me encontrarás. Me alojo en la casa hechizada, porque no tengo dinero para vivir en otra parte. —Se dirigió hacia la puerta, pero se detuvo y dijo—: ¡Dame el dólar! —él se lo dio. Ella lo examinó y dijo—: Humm… si no fuera porque el banco quebró… —iba a salir, pero se detuvo otra vez—. ¿Tienes whisky?
—Sí, un poco.
—Ve a buscarlo.
Él corrió a la habitación de arriba y trajo una botella llena hasta los dos tercios. Ella la levantó y bebió un trago. Sus ojos brillaban de satisfacción, y se guardó la botella debajo del chal, diciendo.
—Es un anticipo. Me la llevo.
Tom le abrió humildemente la puerta, y ella salió tiesa y erguida como un granadero.