Capítulo V

Los gemelos entusiasman a Dawson’s Landing

La enseñanza lo es todo. El durazno fue en otros tiempos una almendra amarga; la coliflor no es más que una col con educación universitaria.

—Del calendario del Bobo Wilson.

Una observación del Dr. Baldwin con respecto a los advenedizos. No queremos comer setas envenenadas que se tienen por trufas.

—Del Calendario del Bobo Wilson.

La señora York Driscoll gozó dos años de felicidad con su adquisición, Tom…, una felicidad algo turbada a veces, es cierto, pero felicidad de todos modos; luego murió y su hermano y su hermana sin hijos, la señora Pratt, continuaron siendo felices como antes. Tom era mimado, querido y tolerado; todo lo quería… o casi todo. Eso siguió así hasta que cumplió los diecinueve años y lo enviaron a Yale. Se fue perfectamente equipado para los exámenes, pero aparte de eso no se distinguió mucho allí. Estudió dos años en Yale y luego abandonó la lucha. Volvió a casa con unas maneras muy mejoradas; había perdido su grosería y brusquedad, y ahora era suave y agradablemente amable; era furtivo y a veces abiertamente irónico en su modo de hablar, amigo de herir en lo vivo a los demás, pero lo hacía con un aire bonachón y distraído que le impedía meterse en líos por eso. Seguía siendo tan intolerante como antes y no demostraba un interés serio por buscarse una ocupación. La gente decía que prefería que lo mantuviera su tío, hasta que los zapatos de su tío quedaran vacíos. Trajo consigo una o dos costumbres nuevas, una de las cuales practicaba abiertamente (beber), mientras que ocultaba la otra, que era jugar. No convenía que se supiera que jugaba mientras su tío viviera; y él lo sabía muy bien.

La urbanidad del Este que trajo Tom no era muy popular entre los jóvenes. Podrían haberla soportado, quizá, si Tom no hubiera pasado de eso; pero usaba guantes y ellos no podían aguantarlo y no lo aguantaron; de modo que no trataba casi con nadie. Había traído con él unos trajes de un estilo, corte y moda tan exquisitos (la moda del Este, la moda de la ciudad) que llenaron a todos de angustia y fueron considerados como una afrenta particularmente descarada. Él gozaba con la sensación que provocaba y se paseaba por el pueblo, sereno y feliz, el día entero; pero los jóvenes hicieron que un sastre trabajara toda la noche, y cuando Tom salió a lucirse al día siguiente vio al viejo y deforme pregonero negro que lo seguía vestido con una burlona y exagerada imitación de su ropa, hecha en percal de cortinas e imitando sus gracias lo mejor que podía.

Después de aquello, Tom se rindió y se vistió a la manera local. Pero el tranquilo pueblecito lo aburría desde que había conocido lugares más animados, y cada día le iba aburriendo más. Empezó haciendo pequeños viajes a St. Louis para entretenerse. Allí encontró compañías de su agrado, y placeres a su gusto, aparte de mucha más libertad, en ciertos aspectos, de la que tenía en su casa. Por eso, durante los dos años siguientes sus visitas a la ciudad se fueron haciendo más frecuentes y su permanencia en ella fue aumentando cada vez más.

Estaba metiéndose en aguas demasiado profundas. Se estaba arriesgando privadamente, y eso podía darle disgustos un día… y en efecto, se los dieron.

El juez Driscoll se había retirado de la magistratura y de todas las actividades comerciales en 1850, y ahora llevaba tres años cómodamente ocioso. Era presidente de la Sociedad de Librepensadores, y el Bobo Wilson era el otro miembro. Las discusiones semanales de la sociedad eran ahora el principal interés en la vida del viejo abogado. Wilson seguía trabajando oscuramente en el último peldaño de la escala, abrumado aún por la desgraciada observación que hiciera veintitrés años atrás acerca del perro.

El juez Driscoll era su amigo y proclamaba que tenía una inteligencia superior a la común, pero eso se miraba sólo como uno de los caprichos del juez y no conseguía modificar la opinión general. O, mejor dicho, era una de las razones por la que no lo conseguía, pues había otra y mejor aún. Si el juez se hubiera limitado a hacer esa afirmación, habría producido mucho más efecto; pero cometió el error de tratar de probar su posición. Durante varios años Wilson había estado trabajando en privado en un almanaque humorístico, para su entretenimiento… un calendario con algunos toques de ostensible filosofía, por lo general de forma irónica, como apéndice de cada fecha; y el juez pensaba que aquellas frases de Wilson estaban bien escritas y eran ocurrentes. Por eso, un día se llevó un puñado de ellas y se las leyó a algunos de los vecinos más importantes. Mas la ironía no era para esas gentes; su visión mental no estaba acostumbrada a ella. Leyeron aquellas frasecitas burlonas muy en serio, y decidieron sin vacilación que si les hubiera quedado la menor duda de que Dave Wilson era un bobo (que no les quedaba) aquella revelación hubiera acabado con la duda de una vez por todas. Así son las cosas en este mundo: un enemigo puede arruinar en parte a un hombre, pero hace falta un buen amigo bondadoso y de poco juicio para completar la cosa y hacerla perfecta. Después de aquello, el juez sintió más simpatía que nunca por Wilson, y quedó más convencido que nunca de que su calendario tenía mérito.

El juez Driscoll podía ser librepensador y ocupar a pesar de eso un lugar en sociedad, porque era la persona más importante de la comunidad, y por lo tanto podía elegir el camino que quería y tener las ideas que se le antojaran. El otro miembro de su organización favorita gozaba de la misma libertad porque era un cero en la estima pública, y nadie le daba ninguna importancia a lo que hacía o decía. Lo apreciaban, lo recibían bien en todas partes, pero simplemente no contaba para nada.

La viuda Cooper (afectuosamente llamada por todos «Tía Patsy») vivía en una casita linda y cómoda con su hija Rowena, de diecinueve años, romántica, amable y muy bonita, pero aparte de eso de poca importancia. Rowena tenía un par de hermanos… también sin importancia.

La viuda tenía una gran sala que alquilaba a un huésped, con pensión, cuando podía encontrarlo, pero con gran pesar suyo, la habitación llevaba más de un año desocupada. Su renta sólo cubría las necesidades de la familia, y ella necesitaba el dinero del huésped para sus pequeños lujos. Pero ahora, por fin, en un ardiente día de julio, se sentía feliz; su tediosa espera había terminado, su anuncio de hacía un año había recibido respuesta y no de un vecino del pueblo, ¡oh, no!… la carta aquella venía de mucho más allá del gran mundo lejano y oscuro del norte; era de St. Louis. Se sentó en el porche mirando con ojos que no veían la brillante extensión del poderoso Misisipi, con la mente absorta en su buena fortuna. En realidad, era una fortuna especialmente buena, pues se trataba de dos huéspedes en vez de uno.

Le había leído la carta a su familia, y Rowena se había alejado bailando para encargar a Nancy, la esclava, que limpiara y aireara la habitación, mientras los chicos corrían al pueblo para dar a todos la gran noticia, porque se trataba de un asunto de interés público, y el público se asombraría y no se quedaría contento si no lo informaban. Al cabo de un rato, Rowena regresó, toda ruborizada de alegre excitación, y le rogó que volviera a leerle la carta. Decía lo siguiente:

HONORABLE SEÑORA: Mi hermano y yo hemos visto, por casualidad, su anuncio, y le rogamos nos reserve la habitación que ofrece. Tenemos veinticuatro años de edad y somos gemelos. Somos italianos de nacimiento, pero hemos vivido mucho tiempo en diversos países de Europa, y varios años en los Estados Unidos. Nuestros nombres son Luigi y Angelo Capello. Usted deseaba sólo un huésped; pero, apreciada señora, si nos permite que le paguemos por dos, no le molestaremos en nada. Llegaremos al pueblo el jueves.

—¡Italianos! ¡Qué romántico! Imagínate, mamá… nunca ha habido uno en este pueblo, todos se morirán de ganas de verlos, ¡y van a ser nuestros! ¡Piensa en eso!

—Sí, creo que van a causar mucha impresión.

—Oh, claro que sí. ¡Van a revolucionar a todo el pueblo! Imagínate… ¡han estado en Europa y en todas partes! Nunca hubo hasta ahora un viajero en el pueblo. Mamá, ¡no me extrañaría que hubieran visto a reyes!

—Bueno, no puedo decir que sí ni que no; pero van a causar mucha impresión sin eso.

—Sí, desde luego. Luigi… Angelo. Son unos nombres preciosos; y tan elegantes y tan extranjeros… no se parecen en nada a Robinson, Jones o algo por el estilo. Vienen el jueves y estamos a martes; es una espera cruel de larga. Ahí está el juez Driscoll en la puerta. Ha debido enterarse. Voy a ir a abrirle.

El juez estaba lleno de felicitaciones y curiosidad. Se leyó y discutió la carta. Al cabo de un rato llegaba Justice Robinson con más felicitaciones, y hubo una nueva lectura y una nueva discusión. Aquello fue el comienzo. Fueron seguidos por un vecino tras otro, de ambos sexos, y el desfile duró todo el día y la noche, y también el miércoles y el jueves. La carta fue leída y releída hasta que se gastó casi el papel; todo el mundo admiró su tono gracioso y cortesano, su estilo fácil y suave, todo el mundo se mostró lleno de simpatía y excitación, y los Cooper se sintieron felices todo el tiempo.

En aquellas épocas primitivas los barcos no eran muy seguros con marea baja. Aquel día, el vapor de los jueves no había llegado a las diez de la noche… de modo que la gente esperó en vano todo el día en el embarcadero; una violenta tormenta los obligó a volver a sus casas sin haber visto a los ilustres extranjeros.

Dieron las once y la casa de los Cooper era la única del pueblo que tenía aún las luces encendidas. La lluvia y los truenos no habían cesado, y la inquieta familia seguía esperando y esperando. Por fin, llamaron a la puerta y la familia corrió a abrir. Entraron dos negros, llevando cada uno de ellos un baúl y subieron con ellos a la habitación de los huéspedes. Luego entraron los gemelos… el par de muchachos más bien parecidos, mejor vestidos y de aspecto más distinguido que había visto el Oeste. Uno era un poco más rubio que el otro, pero aparte de eso era un duplicado exacto.