Capítulo IV

Los niños crecen

Adán y Eva tuvieron muchas ventajas, pero la principal fue que no sufrieron la dentición.

—Del calendario del Bobo Wilson.

Siempre hay un problema cuando se trata de las providencias especiales…, es decir, que siempre queda la duda acerca de quién estaba destinado a ser el beneficiario. En el caso de los niños, los osos y el profeta, los osos extrajeron mayor satisfacción del episodio que el profeta, porque se comieron a los niños.

—Del Calendario del Bobo Wilson.

De aquí en adelante, esta historia tiene que acomodarse al cambio realizado por Roxana, y llamar al heredero real «Chambers» y al esclavo usurpador «Thomas Becket», cortando el nombre para su uso diario, y llamándolo «Tom» como hacía todo el mundo.

«Tom» fue un mal bebé desde el comienzo de la usurpación. Lloraba por nada; estallaba en furiosos ataques de mal genio sin aviso alguno, lanzando grito tras grito y chillido tras chillido, coronándolo todo «conteniendo el aliento»… esa espantosa especialidad del niño que está echando los dientes, y durante la cual la criatura vacía sus pulmones y luego, entre convulsiones, patadas y esfuerzos trata de recobrar el aliento, mientras sus labios se vuelven azules y la boca se abre, rígida, ofreciendo a nuestra inspección un diente diminuto que asoma en el borde inferior de un círculo de rojas encías; y cuando esa espantosa inmovilidad ha durado lo suficiente y uno está seguro de que no va a recobrar ya el aliento, una niñera acude corriendo, le echa agua a la cara al niño, y… ¡presto!, los pulmones se llenan e, inmediatamente descargan un grito, o un chillido, o un aullido que destroza el oído del que escucha y lo sorprende haciéndole decir palabras que no irían muy bien con un halo, si lo tuviera. El bebé Tom arañaba a cualquiera que se pusiera al alcance de sus uñas, y golpeaba a todos los que podía alcanzar con su sonajero. Pedía agua a gritos, hasta que se la daban, y entonces, tiraba al suelo la taza llena y pedía más a gritos. Le permitían todos sus caprichos por molestos y exasperantes que fueran; lo dejaban comer lo que quería, en particular aquellas cosas que le daban dolor de estómago.

Cuando tuvo edad suficiente para gatear y decir palabras con media lengua, cuando se dio una idea de para qué servían las manos, fue más insoportable que nunca. Roxy no podía descansar mientras estaba despierto. La llamaba por todo y cualquier cosa que veía, diciendo simplemente un «¡Quielo!», (lo quiero) que era una orden. Cuando se lo traían, exclamaba furioso y rechazándolo con las manos «¡No quielo! ¡No quielo!», y en cuanto lo retiraban empezaba a chillar frenético, «¡Quielo! ¡Quielo!», y Roxy tenía que tener alas en los talones para llevarle de nuevo la cosa, antes de que tuviera tiempo de cumplir con sus intenciones y empezar a convulsionarse por ella.

Lo que prefería por encima de todo eran las tenazas. No sólo porque su «padre» había prohibido que se las dieran por miedo a que rompiera los cristales o los muebles con ellas. En cuanto Roxy le volvía la espalda, iba hasta las tenazas y decía, «¡Me gustan!», mirando con el rabillo del ojo para ver si Roxy le observaba; luego, «¡Quielo!», y otra mirada furtiva; después, «¡Dame!», mirando una vez más, y finalmente, «¡Tomo!», y el premio era suyo. Un instante después, alzaba el pesado instrumento; al siguiente, se oía un golpe y un chillido, y el gato huía en tres patas para acudir a una cita. Roxy llegaba justo en el momento en que la lámpara o la ventana se rompían irremediablemente.

Tom recibía todas las caricias, Chambers, ninguna. Tom recibía todos los bocados delicados, Chambers gachas de harina de maíz y leche, y cuajada sin azúcar. Como consecuencia de eso, Tom era un niño enfermizo, y Chambers, no. Tom era «díscolo», como lo llamaba Roxy, y dominante; Chambers, dócil y humilde.

A pesar de su espléndido sentido común y de su inteligencia práctica, Roxy era una madre estúpida y excesivamente amante. Lo era porque se trataba de su hijo… y también por algo más; de acuerdo a la ficción creada por ella misma, se había convertido en su amo; la necesidad de reconocer exteriormente esta relación y de perfeccionarse de acuerdo a las formas requeridas para expresar ese reconocimiento, le habían llevado a tal diligencia y celo en la práctica de esas formas que el ejercicio se convirtió muy pronto en hábito; se hizo automático e inconsciente; luego, produjo un resultado natural; los engaños ideados sólo para los demás se fueron volviendo de modo gradual autoengaños; la reverencia fingida, se convirtió en reverencia real, la obsequiosidad fingida en real obsequiosidad, el homenaje falso en homenaje real; la pequeña brecha de la separación entre el esclavo de imitación y el amo de imitación se fue ensanchando y ensanchando, y se convirtió en un abismo, y un abismo muy real… y en uno de sus lados se encontraba Roxy, la víctima de sus propios engaños, y en el otro su hijo, que ya no era un usurpador para ella, sino su amo reconocido y aceptado. Era su cariño, su amo y su deidad todo en uno, y en la adoración que le prestaba se olvidaba de lo que era ella y de lo que había sido él.

Durante su primera infancia, Tom pegó, golpeó y arañó a Chambers sin que nadie lo riñera, y Chambers aprendió muy pronto que entre soportarlo con docilidad o con resentimiento, la primera era la mejor política de todas. Las escasas veces que las persecuciones de Tom lo habían exasperado más allá de todo control y le había hecho pelear a su vez, le habían costado muy caras; no a manos de Roxy, porque ella no pasaba nunca de reprenderlo severamente por «olvidarse de quién era el amito», y sus castigos no llegaron nunca más allá de un buen pescozón. No, Percy Driscoll era el que lo castigaba. Le dijo a Chambers que, bajo ninguna clase de provocación tenía derecho a alzar la mano contra su amito. Chambers pasó la línea tres veces, y las tres recibió una serie tan convincente de bastonazos de manos del hombre que era su padre sin saberlo, que después de aquello aceptó con toda humildad las crueldades de Tom y no hizo más experimentos.

Fuera de la casa los dos niños estuvieron juntos durante toda su niñez. Chambers era muy fuerte para sus años y un buen luchador; fuerte porque lo alimentaban de modo grosero y le hacían trabajar mucho en la casa, y un buen luchador porque Tom le daba muchas ocasiones de practicar… con los chicos blancos a los que odiaba y temía a la vez. Chambers era su constante protector en la ida y vuelta de la escuela; estaba presente en el patio durante el recreo, para proteger a su amo. Conquistó una reputación tan formidable, con el tiempo, que Tom podría haber cambiado de ropa con él para «cabalgar en paz», como Sir Kay con la armadura de Lanzarote.

Además, descollaba en los juegos de habilidad. Tom le proporcionaba bolitas para que jugara con ellas, y luego se quedaba con sus ganancias. En invierno, Chambers estaba siempre dispuesto, vestido con ropas viejas de Tom, con sus mitones rojos, los zapatos viejos y los pantalones gastados en las rodillas y los fondillos, para tirar cuesta arriba del trineo para que Tom, bien abrigado, bajara con él; pero nunca podía bajar en el trineo. Hacía hombres de nieve y fortificaciones bajo las instrucciones de Tom. Era el paciente blanco de Tom cuando éste quería lanzar algunas bolas de nieve, pero el blanco no pedía tirarlas a su vez. Chambers llevaba al río los patines de Tom y se los sujetaba, y luego trotaba junto a él sobre el hielo, para estar a mano cuando lo necesitaran; pero ni siquiera le pedían que probara una vez los patines.

En el verano, el pasatiempo favorito de los chicos de Dawson’s Landing era robar manzanas, duraznos y melones de los carros de fruta de los granjeros… principalmente por el riesgo que corrían de que les partieran la cabeza con el mango del látigo del granjero. Tom era un distinguido adepto de esos robos… por poder. Chambers robaba por él, y recibía como su parte los huesos de los duraznos, los corazones de las manzanas y las cáscaras de los melones.

Tom obligaba a Chambers a ir a nadar con él, y quedarse cerca como protección. Cuando Tom tenía ya suficiente, salía y hacía unos nudos en la camisa de Chambers, metía los nudos en el agua para que se endurecieran y fueran difíciles de deshacer, y luego se vestía y se quedaba sentado y riéndose, viendo cómo el tembloroso y desnudo chico tiraba de los tercos nudos con los dientes.

Tom le gastaba todas esas malas pasadas a su humilde compañero en parte por maldad nativa, y en parte porque le odiaba por sus superioridades en físico y valor, y por sus muchas habilidades. Tom no podía tirarse al agua porque eso le daba terribles dolores de cabeza. Chambers podía hacerlo sin que le pasara nada, y le gustaba, además. Un día, excitó tanta admiración entre un grupo de chicos blancos, dando saltos mortales desde la popa de una canoa, que Tom se hartó y, por fin empujó la canoa bajo Chambers, mientras éste estaba aún en el aire… de modo que dio con la cabeza contra el fondo de la canoa; y mientras yacía inconsciente, varios de los adversarios de Tom vieron que se les presentaba una oportunidad largo tiempo deseada, y le dieron al falso heredero una paliza tal que, a pesar de toda la ayuda de Chambers, casi no pudo arrastrarse después hasta su casa.

Cuando los chicos tenían quince o más años, Tom presumía un día en el río cuando tuvo un calambre y gritó pidiendo ayuda. Era una estratagema común entre los muchachos (en particular si había un forastero presente) el fingir que sentían un calambre y pedir ayuda a gritos; luego, cuando el forastero acudía corriendo para rescatarlo, el que pedía ayuda seguía gritando y luchando hasta que estaba muy cerca, y entonces reemplazaba el aullido por una sonrisa sarcástica y se alejaba nadando con tranquilidad, mientras los demás chicos del pueblo lanzaban sobre el pobre engañado una descarga de risas y burlas. Tom no había probado todavía aquella broma, pero supusieron que lo estaba haciendo, de modo que los demás muchachos se mantuvieron a la expectativa; pero Chambers que creía que su amo hablaba en serio, nadó hasta él y, desgraciadamente, llegó a tiempo para salvarle la vida.

Aquello fue el colmo de los colmos. Tom había conseguido soportar todo lo demás, pero el tener que quedar pública y permanentemente obligado de aquel modo a un negro, y a aquel negro entre todos los negros… era demasiado. Cubrió de insultos a Chambers por «fingir» que creía que él pedía en serio ayuda, y agregó que cualquiera que no fuera un negro estúpido habría comprendido que lo hacía en broma y lo habría dejado en paz.

Los enemigos de Tom eran muchos entonces, de modo que expusieron con toda libertad sus opiniones. Se rieron de él, y lo llamaron cobarde, mentiroso, traicionero y otras cuantas cosas amables, y le dijeron que después de aquello pensaban llamar a Chambers con otro nombre, que iban a dar a conocer a todo el pueblo («El papá negro de Tom Driscoll») significando con eso que había nacido por segunda vez, y que Chambers era el autor de esa nueva vida. Tom se puso frenético con aquello y gritó:

—Rómpeles la cabeza, Chambers, rómpeles la cabeza. ¿Por qué te quedas ahí con las manos en los bolsillos?

Chambers protestó, diciendo:

—Pero, amo Tom, son muchos… son…

—¿Me oyes?

—¡Por favor, amo Tom, no me obligue! Son muchos y…

Tom saltó hacia él y le hincó una o dos veces su cortaplumas, antes de que los muchachos pudieran arrebatárselo y darle al herido una posibilidad de escapar. Estaba bastante lastimado, pero no gravemente. Si la hoja hubiera sido un poco más larga, su carrera habría terminado allí.

Hacía tiempo que Tom le había enseñado cuál era su «lugar» a Roxy. Habían pasado muchos años sin que ella aventurara una caricia o una frase cariñosa con él. A Tom le repugnaban esas cosas, procedentes de una «negra», y le había prevenido que debía mantener su distancia y recordar quién era. Ella veía cómo su tesoro dejaba gradualmente de ser su hijo, veía desaparecer del todo ese detalle; lo único que quedaba era el amo… un amo puro y simple, y ni siquiera un amo bondadoso. Se veía descendiendo de las sublimes alturas de la maternidad a las profundidades sombrías de la esclavitud. El abismo que la separaba de su hijo era completo. Ahora, no era más que su objeto, su conveniencia, su perro, su esclava abyecta e inerme, la víctima humilde y pasiva de su caprichoso mal humor y su viciosa naturaleza.

A veces no podía dormir, aunque la derribara la fatiga, porque las experiencias diarias con su hijo le hacían hervir de rabia. Y solía gruñir y murmurar para sí:

—Me pegó y yo no tenía la culpa de nada… me pegó en la cara, delante de los demás. Y siempre me está llamando negra, y perra y toda clase de insultos, cuando yo hago todo lo que puedo por él. ¡Oh, Dios mío!, he hecho tanto por él… lo elevé hasta el lugar donde está… y ese es el pago que me da.

A veces cuando alguna ofensa particularmente ultrajante le hería hasta el corazón, trazaba planes de venganza y gozaba con el imaginario espectáculo de su exposición ante el mundo como un impostor y un esclavo; pero en medio de esas alegrías, sentía miedo; lo había hecho a él demasiado fuerte; ella no podía probar nada, y… ¡Dios santo, hasta podían venderla río abajo por eso! De modo que sus planes siempre terminaban en nada, y los abandonaba llena de rabia impotente por su destino, y contra sí misma por haber hecho aquella tontería aquel fatal día de septiembre, sin procurarse un testigo que pudiera usar el día en que necesitara tal cosa para calmar la sed de venganza de su corazón.

Y sin embargo, en cuanto Tom era por casualidad bueno con ella, y cariñoso (algo que ocurría de cuando en cuando) todas sus heridas se curaban y era feliz; se sentía feliz y orgullosa, porque aquél era su hijo, su hijo negro, haciendo de señor entre los blancos y vengando los crímenes contra su raza.

En aquel otoño… el otoño de 1845 hubo dos grandes entierros en Dawson’s Landing. Uno fue el del coronel Cecil Burleigh Essex, y el otro el de Percy Driscoll.

En su lecho de muerte, Driscoll dio la libertad a Roxy y entregó a su idolatrado hijo, de modo ostensible y solemne al cuidado de su hermano, el juez, y su esposa. Aquel matrimonio sin hijos se alegró de tenerlo. Las gentes sin hijos no son difíciles de conformar.

El juez Driscoll había ido a ver privadamente a su hermano, un mes antes, y había comprado a Chambers. Se había enterado de que Tom trataba de convencer a su padre para que vendiera al muchacho río abajo, y quería impedir el escándalo… porque el sentimiento público no aprobaba ese modo de tratar a los servidores de la familia por una causa pequeña o sin ella.

Percy Driscoll se había agotado tratando de salvar sus grandes propiedades especulativas, y había muerto sin conseguirlo. Apenas acababan de enterrarlo, cuando el auge se vino abajo y su joven y hasta entonces envidiado heredero quedó convertido en un mendigo. Pero eso no era nada; su tío le dijo que iba a ser su heredero y que tendría toda su fortuna cuando él muriera; de modo que Tom se consoló.

Roxy no tenía ahora hogar; por eso, resolvió despedirse de sus amigos y luego marcharse de allí y ver mundo… es decir, que iba a ser camarera de un vapor del río, la ambición favorita de su raza y sexo.

Su última visita fue al gigante negro, Jasper. Lo encontró partiendo la provisión de leña para el invierno del Bobo Wilson.

Wilson charlaba con él cuando llegó Roxy. Le preguntó cómo tenía valor para irse a trabajar como camarera, dejando a los muchachos, y en broma le ofreció copiarle una serie de sus huellas dactilares, que llegaban hasta los doce años, para que los recordara por ellas; pero Roxy se puso seria en seguida, y se preguntó si él sospechaba algo; luego le contestó que le parecía que no las quería. Wilson se dijo para sí, «La gota de sangre negra le dicta esa superstición; cree que hay algo propio del diablo, alguna brujería en ese misterio de mis cristales; antes solía venir con una herradura en la mano; puede haber sido un accidente, pero lo dudo».