Roxy hace un cambio
Todo aquel que ha vivido lo suficiente para enterarse de lo que es la vida, sabe cuan grande es nuestra deuda de gratitud con Adán, el primer gran bienhechor de nuestra raza. Él trajo la muerte al mundo.
—Del calendario del Bobo Wilson.
Percy Driscoll durmió muy bien la noche que salvó a sus esclavos de ser vendidos río abajo, pero los ojos de Roxy no conocieron el sueño. Un terror profundo se había apoderado de ella. Su hijo podía crecer y ser vendido río abajo. El pensamiento la enloquecía de horror. Si dormitaba y se olvidaba un momento, al siguiente se despertaba y volaba a la cuna de su hijo para ver si seguía allí. Luego, lo apretaba contra su corazón y vertía todo su amor sobre él, en un frenesí de besos, gemidos y llanto, diciendo.
—¡No, no lo harán… oh, no lo harán… tu pobre mami te matará antes!
Una vez, cuando lo dejaba de nuevo en su cuna, el otro bebé se agitó en sueños y atrajo su atención. Fue hacia él y se quedó largo rato mirándolo, y diciéndose a sí misma:
—¿Qué ha hecho mi pobre hijito, que no puede tener tu suerte? Él no ha hecho nada. Dios fue bueno contigo; ¿por qué no fue bueno con él? A ti no pueden venderte río abajo. Odio a tu papi; no tiene corazón… al menos, no lo tiene para los negros. ¡Le odio y podría matarlo! —hizo una pausa, pensativa; y luego estalló en furiosos sollozos de nuevo y se apartó, diciendo—: Oh, tengo que matar a mi hijo, no hay otro camino… matarlo, porque eso lo salvará de que lo vendan río abajo. Oh, tengo que hacerlo, tu pobre mami tiene que matarte para salvarte, tesoro —estrechó a su bebé contra su pecho, y empezó a cubrirlo de caricias—. Mami tiene que matarte… ¡cómo puedo hacerlo! Pero tu mami no te va a abandonar… no, no, vamos, no llores… va a irse contigo, se va a matar también ella. Ven, tesoro, ven con tu mami; vamos a tirarnos al río, y entonces se acabaron todas las penas de este mundo… en el otro no venden a los pobres negros río abajo.
Se dirigió hacia la puerta, arrullando al niño y haciéndolo callar; pero a la mitad del camino se detuvo de pronto. Se había fijado en su nuevo vestido de los domingos, una prenda barata de percal de cortinas, una conflagración de colores chillones de figuras fantásticas. Ella lo contempló con melancolía, amorosamente.
—Ni siquiera me lo he puesto aún —dijo—, y es precioso. —Luego meneó la cabeza en respuesta a una idea agradable y agregó—: No, no voy a dejar que me saquen del río y que todos me vean vestida con estos andrajos miserables.
Dejó al bebé y se mudó. Se miró al espejo y se quedó asombrada de su belleza. Resolvió hacerse una perfecta toilette mortuoria. Se quitó el pañuelo-turbante y se peinó el brillante cabello «como las blancas»; luego, agregó unos cuantos trozos de cintas de colores brillantes y un ramito de horribles flores artificiales; por fin, se echó por los hombros una vaporosa prenda, llamada una «nube» en aquella época, que era de un tono rojo ardiente. Y estaba ya lista para la tumba.
Tomó de nuevo en brazos a su hijo; pero cuando sus ojos se fijaron en la miserable y corta camisita de estopa gris, y notó el contraste entre su pobreza oscura con la irrupción volcánica de los esplendores infernales de ella, su corazón de madre se conmovió y sintió vergüenza.
—No, nenito, tu mami no te va a tratar así. Los ángeles te van a admirar tanto como a tu mami. No voy a dejar que ellos se pongan la mano delante de los ojos y les digan a David y Goliat y a los demás profetas: «Este niño viene vestido con muy poca delicadeza para aquí».
Por aquel entonces le había quitado la camisa. Entonces, vistió a la desnuda criatura con uno de los largos y blanquísimos camisones de Thomas Becket, con sus lacitos azul claro y sus primorosos volantitos.
—Eah… ya estás arreglado. —Puso al niño en una silla y se apartó un poco para inspeccionarlo. Inmediatamente, sus ojos se dilataron de asombro y admiración, y batiendo palmas exclamó—: ¡Pero si eres mejor que todos!… Nunca pensé que fueras tan lindo. El amo Tommy no es más bonito… ni muchísimo menos.
Fue hacia el otro bebé y lo miró; después dirigió una mirada al suyo; luego, otra más al heredero de la casa. Entonces, una luz extraña brilló en sus ojos, y por un momento quedó absorta en sus pensamientos. Parecía como en trance; cuando salió de él, murmuró:
—Cuando los estaba bañando en la bañera, ayer, su propio papi me preguntó cuál era el suyo.
Empezó a moverse de un lado a otro como en sueños. Desnudó a Thomas Becket, quitándole todo lo que vestía y poniéndole la camisa de estopa. Puso su collar de coral al cuello de su hijo. Después, colocó un niño junto al otro, y después de inspeccionarlos seriamente, murmuró:
—¿Quién creería que la ropa puede cambiarlos así? Que me coma un gato si no me cuesta trabajo decir cuál es cual, para no hablar de su papi.
Puso a su cachorro en la elegante cuna de Tommy y dijo:
—Tú eres el amito Tommy a partir de ahora, y yo tengo que practicar y acostumbrarme a llamarte así, tesoro, o si no voy a cometer un error una vez y a meternos a los dos en un lío. Ea… ahora quédate tranquilo y no llores más, amito Tom…; Oh, gracias al buen Dios del cielo te salvé, ¡te salvé!… ¡ahora no hay ningún hombre que pueda vender al tesorito de la pobre mami río abajo!
Puso al heredero de la casa en la cuna de pino sin pintar de su hijo, y dijo, contemplando inquieta el cuerpecito dormido:
—Lo siento por ti, querido; lo siento, y Dios lo sabe…, ¿pero qué podía, qué podía hacer yo? Tu papi podía venderlo algún día, y entonces, él se iría río abajo, y yo no podría, no podría soportarlo.
Se tiró sobre su cama y empezó a pensar y revolverse en ella, a revolverse y pensar. Al cabo de un rato, se incorporó de pronto, porque un pensamiento consolador había acudido a su inquieto cerebro:
—¡No es un pecado… los blancos lo han hecho! No es un pecado, ¡bendito sea Dios, no lo es! Ellos lo han hecho… sí y ellos eran los de mejor calidad en todo, ¡eran los… reyes!
Empezó a reflexionar; estaba tratando de extraer de su memoria los borrosos detalles de una narración que había oído contar no sabía cuándo. Por fin dijo:
—Ahora lo recuerdo. Fue el viejo predicador negro el que lo contó, la vez que vino aquí desde Illinois y predicó en la iglesia de los negros. Dijo que nadie puede salvarse a sí mismo… no puede hacerlo por la fe, no puede hacerlo por el trabajo, no puede hacerlo de ningún modo. El único camino es el de la gracia, y esa no la da nadie más que el Señor; y él puede dársela a quien quiera, santo o pecador… no le importa. Hace lo que le parece. Elige al que más le gusta, y pone a otro en su lugar; le hace a uno feliz para siempre y deja que el otro se queme con Satanás. El predicador dijo que era igual que lo que hicieron en Inglaterra hace mucho tiempo. La reina dejó su bebé un día y se fue de visita; y una de las negras que había por allí y que era casi blanca, llegó y vio al niño abandonado y lo tomó y puso la ropa de su hijo al hijo de la reina, y luego dejó a su hijo allí y se llevó al hijo de la reina al barrio de los negros, y nadie se enteró de nada, y su hijo fue rey con el tiempo, y vendieron al hijo de la reina río abajo el día que tuvieron que repartir la herencia. Ea, eso es… el mismo predicador lo dijo, y no es un pecado, porque los blancos lo han hecho. Ellos lo han hecho… sí, ellos lo han hecho; y no eran gentes blancas comunes, sino las de mejor calidad que había. ¡Oh, me alegro tanto de haberlo recordado!
Se levantó justificada y feliz, fue a las cunas y se pasó la noche «practicando». Le daba a su hijo un azotito y decía, humilde:
—No te muevas, amito Tom —y después daba un buen azote al verdadero Tom y decía con severidad—:
¡Quédate quieto, Chambers!…, ¿quieres que te dé una paliza?
Conforme progresaba con su práctica se fue sorprendiendo al ver de qué modo tan seguro y constante el respeto que hacía reverente su lengua y humildes sus maneras hacia su joven amo se transfería a sus maneras y modo de hablar al usurpador, y de qué modo similarmente fácil le resultaba el transferir su maternal sequedad de palabras y brusquedad de maneras al desgraciado heredero de la antigua casa de Driscoll.
Descansaba de cuando en cuando en su práctica y se absorbía en el cálculo de sus posibilidades.
—Hoy van a vender a esos negros por haber robado dinero, y luego comprarán otros que no conocen a los niños…, de modo que eso marcha bien. Cuando saque a los niños a tomar aire, en cuanto hayan doblado la esquina voy a mancharles la boca con mermelada, y entonces nadie notará que los he cambiado. Sí, voy a hacer eso hasta que no corra peligro, aunque tarde un año.
»No le tengo miedo más que a un hombre, y ese hombre es el Bobo Wilson. Lo llaman bobo y dicen que es un tonto. ¡Pero para mí ese hombre es tan tonto como yo! Es el hombre más inteligente del pueblo, si se saca al juez Driscoll, y tal vez a Pen Howard. ¡Qué hombre tan condenado y cómo me preocupa con esos malditos cristales suyos!; creo que es un brujo. Pero pienso ir por allí uno de estos días y decirle que creo que él quiere tomarle las huellas a los niños, otra vez; y si él no nota que los he cambiado, juraría que nadie va a notarlo, y entonces no corro peligro. Pero me parece que voy a llevar conmigo una herradura, para que me libre de las obras del brujo».
Los nuevos negros no le dieron ningún dolor de cabeza a Roxy, claro está. Su amo tampoco se lo dio, porque una de sus especulaciones corría peligro, y su mente estaba tan ocupada con ella que apenas si veía a los niños cuando los miraba, y lo único que tenía que hacer Roxy cuando él andaba por allí, era hacerlos reír a carcajadas; y él se iba antes de que el espasmo hubiera pasado y las criaturitas recobraran el aspecto humano.
Al cabo de unos días la suerte de las especulaciones se volvió tan dudosa que el señor Percy se fue con su hermano el juez para ver qué se podía hacer con ellas. Era una especulación con tierras, como de costumbre, que se había complicado con un proceso. Los hombres estuvieron fuera siete semanas. Antes de que volvieran, Roxy había hecho su visita a Wilson y había salido satisfecha. Wilson tomó las huellas y les puso unas etiquetas con la fecha (1 de octubre), las guardó cuidadosamente y siguió hablando con Roxy, quien parecía muy deseosa de que admirara lo mucho que habían avanzado sus bebés, en tamaño y belleza, desde que les tomó las huellas, un mes antes. Él la felicitó por lo mucho que habían mejorado, dejándola contenta; y como no tenían ningún disfraz de mermelada ni suciedad, ella tembló todo el tiempo y se asustó muchísimo, porque en cualquier momento…
Pero no. Él no descubrió nada; y ella se marchó a su casa jubilosa y abandonó de modo permanente todas las preocupaciones de su cerebro.