Driscoll perdona a sus esclavos
Adán no era más que humano… eso lo explica todo. No quería la manzana por la manzana, la quería sólo porque se la prohibieron. El error fue el no prohibirle la serpiente: entonces, se habría comido la serpiente.
—Del calendario del Bobo Wilson.
El Bobo Wilson tenía un poco de dinero cuando llegó, y con él se compró una casita en el extremo occidental del pueblo. Entre ella y la del juez Driscoll no había más que un patio cubierto de césped, con una empalizada que dividía por la mitad las propiedades. Alquiló una pequeña oficina en el centro y colgó un cartel de latón con el siguiente letrero:
DAVID WILSON
Abogado y Consejero Legal
Agrimensor, Escribano, etc.
Pero su desgraciada observación había arruinado todas sus posibilidades… al menos legales. No vino ningún cliente. Al cabo de un tiempo, quitó el cartel y lo colgó en su casa, borrando de él todo lo relativo a la ley. Ahora ofrecía sus servicios en las humildes profesiones de agrimensor y contable. De cuando en cuando alguien le daba un trabajo de agrimensor, y de cuando en cuando un comerciante le pedía que le pusiera en orden sus libros. Con paciencia y resolución escocesas, resolvió hacer olvidar su reputación y abrirse camino en el campo de la ley. ¡Pobre hombre!, no podía prever que iba a tener que emplear en ello tanto tiempo y tanto cansancio.
Tenía una gran abundancia de tiempo libre, pero nunca le pesaba, porque se interesaba por todas las cosas nuevas que aparecían en el universo de las ideas, y las estudiaba y experimentaba en su casa. Una de sus manías favoritas era la quiromancia. La otra no tenía nombre, ni él podía tampoco explicar cuáles eran sus fines, pero se limitaba a decir que era un entretenimiento. En realidad, había descubierto que sus manías aumentaban su reputación de bobo; por lo tanto cada día era más parco al hablar de ellas. La manía sin nombre era la que se ocupaba de las huellas dactilares de los demás. Llevaba en el bolsillo una cajita con una serie de ranuras, y en cada una de esas ranuras, tiras de cristal de cinco pulgadas de largo y tres de ancho. A lo largo del borde inferior de cada tira había pegado un trozo de papel blanco. Le pedía a la gente que se pasaran las manos por el pelo (para que se les pegara en ellas una fina capa de su aceite natural) y luego que marcaran su pulgar en el cristal, siguiendo luego con las marcas de las demás yemas de los dedos en sucesión. Debajo de la hilera de débiles marcas grasientas, escribía en la tira de papel blanco… por ejemplo:
JOHN SMITH, mano derecha.
Y agregaba el día del mes y el año, y luego tomaba las huellas de la mano izquierda de Smith en otro trozo de cristal, y agregaba el nombre, la fecha y las palabras «mano izquierda». Los trozos de cristal volvían entonces a las ranuras de la caja, y ocupaban luego su lugar en lo que Wilson llamaba su «archivo».
Estudiaba a menudo ese archivo, examinándolo y estudiándolo con absorto interés hasta bien entrada la noche; pero no reveló a nadie lo que había descubierto, si es que descubrió algo. A veces, copiaba en un papel el complicado dibujo dejado por la yema del dedo, y luego lo ampliaba mucho con un pantógrafo para poder examinar la red de líneas curvas con comodidad y conveniencia.
Una calurosa tarde (era el primer día de julio de 1830) estaba trabajando en una complicada contabilidad, en su escritorio, que daba al oeste a una serie de baldíos, cuando lo distrajo una conversación mantenida afuera. Era una conversación a gritos, lo que demostraba que los que hablaban no se hallaban cerca el uno del otro:
—Eh, Roxy, ¿cómo está tu bebé? —eso decía la voz más lejana.
—Muy bien; ¿y cómo estás tú, Jasper? —el grito procedía de más cerca.
—Oh, más o menos; no me puedo quejar. Voy a ir uno de estos días a cortejarte, Roxy.
—¡Qué vas a hacerlo, porquería negra!, ¡ja… ja… ja…! Tengo algo mejor que hacer que tratar con morenos tan negros como tú. ¿Es que te plantó Nancy, la de la señorita Cooper? —Roxy terminó esa salida con otra carcajada de alegre risa.
—Estás celosa, Roxy, eso es lo que te pasa, presumida… ja… ja… ja… ¡Eso es lo que te pasa!
—Oh, sí, estoy loca por ti, ¿verdad? Te juro por Dios que esa presunción tuya va a acabar contigo un día de estos, Jasper. Si fueras mío, te vendería río abajo[2], porque ya exageras demasiado. En cuanto me encuentre con tu amo se lo voy a decir así.
La charla alegre y descuidada prosiguió, porque las dos partes gozaban con el amistoso duelo y estaban muy satisfechas del ingenio que demostraban en él… pues ellos lo consideraban ingenio.
Wilson se asomó a la ventana para observar a los combatientes; no podía trabajar mientras continuaran charlando. En uno de los baldíos estaba Jasper, joven, negro como el carbón y de magnífica figura, sentado en una carretilla bajo el ardiente sol… supuestamente trabajando, aunque en realidad, sólo se preparaba para el trabajo descansando por anticipado una hora. Delante del porche de Wilson se hallaba Roxy, con un cochecito de bebé de manufactura local, en el que estaban sentados los dos niños, uno a cada extremo y mirándose el uno al otro. A juzgar por su modo de hablar, cualquier forastero habría pensado que Roxy sería negra, pero no lo era. Sólo un dieciseisavo de su persona era negro, y ese dieciseisavo no se notaba. Era majestuosa de formas y estatura, con actitudes estatuarias e imponentes, y sus gestos y movimientos se distinguían por su noble gracia. Su cutis era muy claro, con las mejillas sonrosadas de vigor y salud, su cara llena de expresión y carácter, los ojos castaños y dulces, y tenía una pesada y suave cabellera de color castaño también, pero eso no se notaba entonces porque tenía un pañuelo de cuadros en torno a la cabeza, y el pelo se ocultaba debajo de él. Su cara era bien formada, inteligente, agradable… hasta hermosa. Cuando estaba entre los de su casta sus maneras eran descuidadas e independientes, y hasta se podrían llamar descaradas; pero, naturalmente, cuando trataba con los blancos era dócil y humilde.
En realidad, Roxy era tan blanca como cualquiera, pero ese dieciseisavo negro de su persona dominaba sobre las otras quince partes y hacía de ella una negra. Era una esclava y, como tal, se la podía vender. Su hijo, que tenía treinta y una partes de blanco, era también esclavo y, por una ficción de la ley y la costumbre, negro. Tenía los ojos azules y unos bucles color lino como su compañero blanco, pero hasta el mismo padre del niño blanco los podía distinguir (a pesar de lo poco que trataba con ellos) por su ropa; porque el bebé blanco llevaba un traje de suave muselina con volantes y un collar de coral, mientras que el otro vestía sólo una basta camisa de lienzo que no le llegaba ni a las rodillas, y no llevaba joya alguna.
El niño blanco se llamaba Thomas Becket Driscoll, el nombre del otro era Valet de Chambre; sin apellido…, los esclavos no tenían ese privilegio. Roxana había oído la frase en alguna parte, el sonido le agradó a su oído y se imaginó que era un nombre, así que se lo puso a su tesoro. Claro está que muy pronto se redujo a «Chambers».
Wilson conocía de vista a Roxy, y cuando el duelo de ingenios fue decayendo, salió para intervenir. Jasper empezó a trabajar con energía inmediatamente, al ver que observaban su descanso. Wilson inspeccionó a los niños y dijo:
—¿Qué edad tienen, Roxy?
—Los dos la misma edad, señor… cinco meses. Nacieron el primero de febrero.
—Son unos chicos muy hermosos. Uno tan lindo como el otro.
Una sonrisa de placer descubrió los blancos dientes de la muchacha, que le contestó:
—Que Dios lo bendiga, señor Wilson, es muy amable diciendo eso, aunque uno de ellos no es más que un negro. Un negrito muy hermoso, como digo yo siempre, pero claro que lo digo porque es mío.
—¿Cómo los distingues, Roxy, cuando no están vestidos?
Roxy rió con una risa proporcionada a su tamaño, y dijo:
—Oh, yo los reconozco, señor Wilson, pero estoy segura de que el amo Percy no podría hacerlo ni para salvar su alma.
Wilson charló un rato más y luego le tomó a Roxy sus huellas para su colección (de la mano derecha y la izquierda) en un par de tiras de cristal; después las etiquetó y fechó, tomando además las de los dos bebés, que etiquetó y fechó también.
Dos meses más tarde, el 3 de septiembre, volvió a tomarle las huellas dactilares al trío. Le gustaba tener una «serie», de dos o tres, tomadas a intervalos durante el período de la niñez, seguidas luego por otras con intervalos de varios años.
Al día siguiente (o sea el 4 de septiembre) ocurrió algo que impresionó profundamente a Roxana. El señor Driscoll echó de menos otra pequeña suma de dinero… lo que quiere decir que eso no era algo nuevo, sino que había ocurrido ya antes. En realidad, había ocurrido ya tres veces. A Driscoll se le acabó la paciencia. Era un hombre bastante humano con sus esclavos y otros animales; y era un hombre extraordinariamente humano con los pecadores de su raza. Pero no podía soportar el robo, y no cabía duda de que había un ladrón en su casa. Necesariamente, el ladrón tenía que ser uno de sus negros. Había que tomar medidas severas. Llamó a sus criados. Eran tres, además de Roxy; un hombre, una mujer, y un chico de doce años. No pertenecían a la misma familia. El señor Driscoll dijo:
—Ya os lo avisé antes. No ha servido de nada. Esta vez, os voy a dar una lección. Voy a vender al ladrón. ¿Cuál de vosotros es el culpable?
Todos se estremecieron ante la amenaza, porque tenían una buena casa y lo más probable era que la nueva fuera peor. La negativa fue general. Nadie había robado nada, dinero no, al menos, un poco de azúcar, de pastel o de miel, o algo como eso, que «el amo Percy no echaría de menos», sí, pero no dinero… ni siquiera un centavo. Todos fueron muy elocuentes en sus protestas, mas el señor Driscoll no se conmovió con ellas. A cada una contestaba con un severo:
—¡Nombrar el ladrón!
La verdad es que todos eran culpables, menos Roxana; ella sospechaba que los demás lo eran, pero no lo sabía. Le horrorizaba el pensar lo cerca que había estado de ser culpable ella; había sido salvada justo a tiempo por una renovación de la fe en la iglesia metodista de negros, quince días antes, en cuyo lugar y ocasión se había «vuelto religiosa». Al día siguiente de aquella graciosa experiencia, mientras su cambio de estilo estaba aún fresco y ella se enorgullecía de su pureza, su amo había dejado un par de dólares sin protección alguna sobre el escritorio, y ella sintió la tentación cuando lo limpiaba con un trapo. Miró un monto el dinero con resentimiento creciente y por fin estalló:
—¡Ojalá hubieran pospuesto quince días más esa condenada renovación!
Luego, cubrió la tentación con un libro, y otro miembro del gabinete de la cocina se quedó con ella. Había hecho el sacrificio por una cuestión de etiqueta religiosa; como algo necesario en aquel momento, pero que de ningún modo se debía considerar como precedente; no, su piedad duraría una semana o dos, luego volvería a ser racional, y los próximos dos dólares que se encontraran desamparados, encontrarían quién los amparara… y ella podía dar el nombre de su amparo.
¿Era mala? ¿Era peor que lo general en su raza? No. Habían tenido una suerte injusta en la batalla de la vida, y no consideraban que era un pecado cualquier ventaja militar que tomaran al enemigo… en pequeñeces; en cosas chicas, pero no en las grandes. Robaban provisiones de la despensa siempre que tenían oportunidad, o un dedal de metal, o un pan de cera, o un paquete de agujas, o una cucharilla de plata, un billete de un dólar, pequeñas prendas de vestir, o cualquier objeto de escaso valor; y al hacer eso estaban tan lejos de considerarlo un pecado, que iban a la iglesia y gritaban y rezaban tan alto y tan sinceramente como el que más, con el botín aún en los bolsillos. Los lugares donde se ahumaban las carnes, en las granjas, tenían que ser cerrados con candado, porque el mismo diácono negro no podía resistir la tentación de un jamón cuando la Providencia le mostraba en un sueño, o de algún otro modo, dónde colgaba solitaria una cosa así, deseando que alguien le amara. Pero, aunque viera cien colgando delante de él, el diácono no se llevaría dos… es decir, esa misma noche. Las noches de helada, el merodeador negro calentaba el extremo de un tablón y lo ponía bajo las frías patas de los pollos que dormían en un árbol; una gallina soñolienta pasaba al cómodo tablón, cloqueando bajito su gratitud, y el merodeador la metía en su bolsa y luego en su estómago, perfectamente seguro de que al quitar esa nadería al hombre que le robaba a diario un inestimable tesoro (su libertad) no cometía ningún pecado que Dios podía recordar contra él el Día del Juicio.
—¡Nombrar al ladrón!
Por cuarta vez lo había dicho el señor Driscoll, y siempre con el mismo tono áspero. Y ahora, agregó estas horribles palabras:
—Os doy un minuto —y sacó su reloj—. Si al final de ese tiempo no habéis confesado, no solamente os venderé a los cuatro, ¡sino que os venderé RIO ABAJO!
¡Era lo equivalente a condenarlos al infierno! Ningún negro de Missouri lo dudaba. Roxy se tambaleó y el color desapareció de su cara; los otros cayeron de rodillas como si los hubieran herido de un tiro; las lágrimas asomaron a sus ojos, se alzaron las manos suplicantes, y las tres respuestas surgieron al instante:
—¡Yo lo hice!
—¡Yo lo hice!
—¡Yo lo hice!…, tenga compasión, amo…; que el Señor tenga compasión de nosotros, ¡pobres negros!
—Muy bien —dijo el amo, dejando su reloj—, os venderé aquí aunque no lo merecéis. Os debería vender río abajo.
Los culpables se prosternaron, en un éxtasis de gratitud y le besaron los pies, declarando que nunca se olvidarían de su bondad ni dejarían de rezar por él mientras vivieran. Eran sinceros, porque como un Dios él había extendido su poderosa diestra y les había cerrado las puertas del infierno. Él mismo sabía que había hecho una cosa noble y graciosa, y estaba privadamente muy satisfecho de su magnanimidad; y aquella noche, apuntó el incidente en su diario, para que su hijo pudiera leerlo en años posteriores, y se sintiera impulsado por él a otros actos de bondad y humanidad.