El bobo se gana su nombre
Di la verdad o invéntala… pero consigue tus fines.
—Del calendario del Bobo Wilson.
El escenario de esta crónica es el pueblo de Dawson’s Landing, en la orilla del Misisipi perteneciente a Missouri, a medio día de viaje de St. Louis, por vapor.
En 1830 se componía de una pequeña colección de modestas casas de madera de uno y dos pisos, cuyas fachadas blanqueadas desaparecían casi bajo una profusión de rosales trepadores, madreselvas y dondiegos. Cada una de esas lindas casas tenía delante un jardín rodeado de blanca empalizada y bien provisto de malvalocas, margaritas, balsaminas y muchas otras flores anticuadas; mientras que en los alféizares de las ventanas había cajas de madera que contenían rosas musgosas, y macetas en las que crecía una variedad de geranios cuyas flores de un rojo intenso acentuaban el tono rosado de las fachadas vestidas de rosales, como una explosión de fuego. Cuando en el alféizar quedaba lugar, entre las cajas y macetas, para un gato, el gato no faltaba, tendido cuan largo era, si hacía sol, dormitando y feliz, con el peludo vientre al sol y una pata curvada sobre la nariz. Entonces, esa casa estaba completa, y su contento y paz se manifestaban al mundo por ese símbolo, cuyo testimonio es infalible. Un hogar sin gato, y un gato bien alimentado, mimado y debidamente respetado, puede ser quizá, un hogar perfecto, ¿pero cómo puede probar su título?
A lo largo de las calles, en ambos lados y al exterior de las aceras de ladrillo se alzaban unos algarrobos con los troncos protegidos por cercas de madera, y esos algarrobos daban sombra en verano y una dulce fragancia en primavera, cuando se cubrían de flor. La calle principal, a una cuadra de distancia del río, paralela a él, era la única calle comercial. Tenía seis cuadras de largo, y en cada una de ellas dos o tres comercios de ladrillo de tres pisos de alto, descollaban sobre los grupos intermedios de pequeñas tiendas de madera. A lo largo de toda la calle los carteles se balanceaban crujiendo. La pértiga rayada que a lo largo de los canales de Venecia indica una nobleza antigua y orgullosa, indicaba sólo una humilde barbería en la calle principal de Dawson’s Landing. En la esquina más importante se alzaba un alto poste sin pintar cubierto de punta a punta de cacerolas, sartenes y tazas de hojalata, el ruidoso anuncio con que el hojalatero avisaba a todo el mundo (cuando soplaba el viento) de que su comercio estaba a disposición de todos a la vuelta de la esquina.
El frente del pueblo estaba bañado por las claras aguas del gran río; la parte principal subía hacia una suave pendiente, y su borde posterior se había diseminado entre unas cuantas casas desparramadas al pie de las colinas, que se alzaban, altas, encerrando al pueblo en una curva de media luna, y con tupidos bosques desde el pie a la cumbre.
Los vapores pasaban cada hora, hacia arriba y hacia abajo. Los que pertenecían a la pequeña línea de Cairo y la pequeña línea de Memphis, se detenían siempre; los grandes vapores de la línea de Nueva Orleans sólo se detenían para tocar sus sirenas, o desembarcar pasajeros o carga; y lo mismo ocurría con la gran flotilla de «transeúntes». Esta última procedía de una docena de ríos, el Illinois, el Missouri, el Misisipi Superior, el Ohio, el Monongahela, el Tennessee, el Río Rojo, el Río Blanco y otros más; y se dirigían a todos los lugares imaginables e iban cargados con todo lo que las comunidades de Misisipi podían imaginar para su comodidad o necesidad, desde las heladas Cataratas de St. Anthony bajando por nueve climas hasta la tórrida Nueva Orleans.
Dawson’s Landing era un pueblo esclavista, con unas tierras ricas en granos y cerdos, trabajadas por esclavos. El pueblo era soñoliento, cómodo y tranquilo. Tenía cincuenta años e iba creciendo lentamente… muy lentamente, en realidad, pero de todos modos, creciendo.
El principal ciudadano era York Leicester Driscoll, de unos cuarenta años de edad, juez del tribunal del condado. Estaba muy orgulloso de su vieja ascendencia virginiana, y en su hospitalidad, y en sus maneras formales y majestuosas seguía sus tradiciones. Era cortés, justo y generoso. Su única religión era la de ser un caballero (un caballero sin tacha), y siempre fue fiel a ella. Era respetado, estimado y amado por toda la comunidad. Tenía bastantes bienes de fortuna, y gradualmente los iba aumentando. Él y su esposa eran casi felices, pero no del todo, porque no tenían hijos. El ansia de poseer el tesoro de un hijo se había: ido haciendo cada vez más fuerte con el correr de los años, pero nunca habían tenido esa bendición… ni iban a tenerla.
Con la pareja vivía la hermana viuda del juez, la señora Rachel Pratt, que tampoco tenía hijos… que no los tenía y sufría por esa razón, sin consuelo. Las mujeres eran buenas y vulgares, cumplían con su deber y tenían su recompensa en la tranquilidad de sus conciencias y la aprobación de la comunidad. Eran presbiterianas, y el juez, librepensador.
Pembroke Howard, un abogado soltero, de unos cuarenta años, era otro noble de la vieja Virginia, descendiente de las Primeras Familias. Era una persona cortés, valerosa y majestuosa, un caballero de acuerdo a los más estrictos requerimientos de las reglas de Virginia, devoto presbiteriano, una autoridad del «código», y hombre dispuesto siempre, con la mayor cortesía, a batirse con cualquiera si alguno de sus actos o palabras eran puestos en duda o despertaban sospechas, explicándose con el arma de la preferencia del contrario, desde la lezna a la artillería. Era muy popular en el pueblo y el mejor amigo del juez.
Luego venía el coronel Cecil Burleigh Essex, otro descendiente de las Primeras Familias de Virginia, de formidable calibre… no obstante, no vamos a hablar de él.
Percy Northumberland Driscoll, el hermano del juez y cinco años menor que él, estaba casado, y había tenido bastantes hijos en torno a su hogar; pero habían sido atacados uno a uno por la escarlatina, la tos convulsa y el sarampión, y eso le había dado al médico una oportunidad de usar sus eficaces métodos antediluvianos; de modo que las cunas estaban vacías. Era un hombre próspero, con una buena cabeza para la especulación, y su fortuna iba creciendo. El 1 de febrero de 1830, nacieron dos varoncitos en la casa; uno, hijo suyo, y el otro de una de sus esclavas, llamada Roxana. Roxana tenía veinte años. Aquel mismo día se levantó de la cama, con mucho trabajo, porque cuidaba de los dos bebés.
La señora Percy Driscoll murió aquella misma semana. Roxy quedó al cuidado de los niños. Los cuidaba a su modo, porque el señor Driscoll no tardó en absorberse en sus especulaciones, dejándole que hiciera lo que quisiera.
En aquel mismo mes de febrero, Dawson’s Landing ganó un nuevo ciudadano. Era el señor David Wilson, un muchacho de ascendencia escocesa. Había llegado a aquella remota región desde su lugar de nacimiento, en el interior del estado de Nueva York, en busca de fortuna. Tenía veinticinco años, había estudiado en la universidad, y un par de años antes había terminado un curso en un colegio de leyes del este.
Era un hombre feo, pecoso, de pelo color arena, con ojos azules e inteligentes, de mirada franca y amistosa, de agradable brillo. De no haber sido por una observación desgraciada, no cabe duda de que habría iniciado enseguida una brillante carrera en Dawson’s Landing. Pero hizo esa observación fatal el primer día que pasó en el pueblo y eso lo «marcó». Acababa de entrar en relación con un grupo de vecinos cuando un perro invisible empezó a aullar, ladrar y hacerse desagradable en todos los aspectos, y entonces el joven Wilson dijo, como el que piensa en voz alta:
—Desearía ser el dueño de la mitad de ese perro.
—¿Por qué? —le preguntó alguien.
—Porque mataría mi mitad.
El grupo lo miró a la cara con curiosidad, casi con inquietud, pero no encontraron ninguna luz en ella, ninguna expresión que pudieran comprender. Se apartaron de él, como si se tratara de algo extraño, y se fueron a discutirlo a un lugar privado. Uno dijo:
—Me parece que es un tonto.
—¿Te parece? —le replicó otro—. Sería mejor decir que lo es.
—Dijo que desearía ser el dueño de la mitad del perro, el idiota —agregó un tercero—. ¿Qué se imaginaba que iba a ser de la otra mitad, si él mataba la suya? ¿Creen que pensaba que iba a vivir?
—Debe haberlo pensado, a menos que sea el tonto más tonto del mundo; porque si no lo hubiera pensado, habría querido ser el dueño del perro entero, sabiendo que si mataba su mitad y la otra mitad moría, sería tan responsable de esa mitad, igual que si hubiera matado esa mitad en vez de la suya. ¿No lo miran así, caballeros?
—Sí. Si era el dueño de la mitad de un perro cualquiera, tendría que ser así; si era el dueño de un extremo del perro, y otra persona del otro extremo, sería así, de todos modos; particularmente en el primer caso, porque si mataba sólo la mitad de un perro cualquiera, no habría ningún hombre que pudiera decir de quién era esa mitad, pero si era el dueño de un extremo del perro, tal vez podía matar su extremo y…
—No, tampoco podría; no podría hacerlo sin ser responsable si el otro extremo moría, lo que sucedería. En mi opinión, ese hombre no anda bien de la cabeza.
—En mi opinión no tiene cabeza.
El número 3 dijo:
—Bueno, para mí es un zopenco.
—Eso es lo que es —asintió el Número 4— un zopenco completo, como no he visto otro.
—Sí, señor, es un verdadero estúpido, eso es lo que digo yo —intervino el Número 5—. Cualquiera puede opinar otra cosa, si lo desea, pero eso es lo que yo pienso.
—Estoy con ustedes, caballeros —dijo el Número 6—. Es un verdadero asno… sí, y no creo que sea exagerar el decir que es un bobo. Si no es un bobo, yo no sé juzgar a la gente.
El señor Wilson quedó juzgado. El incidente fue contado por todo el pueblo, y se lo discutió por todos con gravedad. Al cabo de una semana había perdido su nombre y se quedó con el de Bobo. Con el tiempo llegaron a apreciarlo, de veras; pero para aquel entonces, el sobrenombre había prendido y no lo perdió. El veredicto de aquel primer día había hecho de él un tonto, y no consiguió sacárselo de encima, y ni siquiera modificarlo. El sobrenombre no tardó en dejar de ser algo hiriente o inamistoso, pero siguió en su lugar, e iba a seguir manteniéndolo durante veinte largos años.