ADVERTENCIA FINAL

El invierno terminó su faena. En lo sucesivo un cielo tenebroso y ajado nos sirve de umbría. Una lúgubre y glacial marejada cala y petrifica el mundo. ¿Viento del Este o viento del Oeste? No lo sé, después de todo, porque he perdido, junto con la brújula, el portulano. ¿Socialismo o Capitalismo? La pregunta ya no tiene mucho sentido cuando es posible que ocurra lo peor. Los esclavos vivirán hasta una avanzada edad, muriendo porque no mueren, viviendo su propia muerte. Los amos, a edad más avanzada aún, fija la mirada y viscosa, que dará la vuelta al tiempo y escupirá la noche sobre el hombre. Cuando se traben las ruedas de la Historia y las promesas queden en el aire, nos quedará a las ratas que somos hallar un rincón en las ruinas para aguardar allí en paz —por el placer de vivir antes de la barbarie. En esta extrema punta del Destino que largo tiempo asomará todavía, dentro de una masa de luz que rueda ya hacia el abismo, grande es la tentación de hacer de la capa un sayo, un cielo de sueños rotos y de esperar, una vez por todas, el error irreparable —dimisión, abandono ante la procesión del Mal.

¿Y entonces qué? Entonces, precisamente, hay que saber decir no. No a la tentación de la dimisión tímida, no al abandono ni a la embriagueces del «¿para qué?» He intentado, verdad es, poner las piedras angulares de lo que llamo «el pesimismo en Historia». Me he empeñado en acosar hasta sus últimos reductos los eternos sueños que gobiernan el rebaño humano. Acaso haya escrito incluso un libro triste, tristísimo, que en estos tiempos de despreocupación ha de parecer un alma en pena, derrotista, cansada de esperar… ¿Mas será necesario puntualizarlo aún? Este proyecto sólo tenía sentido si se ordenaba dentro de una ética que bien podría llamarse, llanamente, de lucidez y de verdad. El pesimismo vale tan sólo si, a fin de cuentas, sabe despejar para sí una playa delgada, si bien dura, de certidumbre y de rechazo. En esta extraña partida de vivir en donde sólo tenemos por pareja la sorda proximidad de la muerte, digo que no hay que ceder ante lo insoportable y ahora menos que nunca. Digo que al no poder elevar al hombre, es preciso lograr, con todas nuestras fuerzas, que no se rebaje.

De modo que si tuviese por última vez que volver sobre mis pasos y abarcar con una sola mirada su método y sus lecciones, reducirlos a los artículos de una «filosofía práctica», llegaría a la siguiente conclusión: no he hecho otra cosa que plantear a mi guisa las tres célebres preguntas del «Chino de Konigsberg»[1], poner una y otra vez, infatigablemente, sobre el tapete, aquellos arrogantes desafíos que lanzara él a su siglo: ¿Qué puedo saber? Pienso que he respondido claramente: poca, muy poca cosa, a excepción de que el mundo anda, de que los profetas de la felicidad resultan ser a menudo pájaros de mal agüero y de que no hay mayor peligro hoy en día que lo aparente y la impostura. ¿Qué se puede esperar? He intentado decirlo, argumentando improvisadamente: poca, muy poca cosa, igualmente, si es cierto que el Amo es el otro nombre del Mundo, si tan pronto como se le destrona otro ocupa su lugar, que finalmente ya se encuentran aquí los príncipe rojos, piafando en las antecámaras del poder. ¿Qué debo hacer en fin? ¿Que se nos permite querer en estos tiempos de desamparo? Lo he dicho de pasada pero insisto en ello para terminar: blandir muy alto lo que Descartes llamaba «una moral provisional» y que para nosotros ha de resumirse en esta sencilla consigna: resistir a la amenaza bárbara, venga de donde venga. ¿Resistir a partir de dónde? Esto cae de su peso: nunca más seremos consejeros de príncipes, nunca más tendremos ni querremos el poder. Platón ya lo sabía, cuando, al final de su vida, increíblemente exhausto, aceptó la invitación de Dionisio de Siracusa: la aventura siempre sale mal; no es el papel ni el lugar que corresponde al filósofo.[2] Cicerón y Salustio aprendieron de prisa, a su propia costa: no se le hacen impunemente «advertencias» a Pompeyo, tampoco se «ilumina» a César, pues puede costar a veces la dignidad y el lugar mismo del Pensamiento. Bien se sabe en dónde terminó, contra qué obstáculo fracasó el sueño que Diderot acariciaba: con Catalina II restableciendo el uso del látigo contra el campesinado ruso. Se sabe lo que significa las luces de Voltaire: la garantía sarcástica del despotismo de Federico II. Y todos tenemos presente el triste espectáculo de un Heidcgger alucinado, cantando las alabanzas del Führer y de sus tres «Servicios» del Reich. La filosofía, de hecho, ha tenido dos veces, por lo menos, el poder en Occidente. Primeramente, en 1793, en aquel Comité de Salud Pública que tenía la Enciclopedia en una mano y la guillotina en la otra. Luego, en 1917, en aquellos cerebros marxistas que, fingiendo parir la sociedad sana, daban a luz la muerte. El sueño no data entonces de ayer, pero es cosa sabida que nunca deja de retornar al baño de sangre.

¿Con qué armas luchar? Se trata ahora de una certidumbre: nunca más seremos guías y faros de los pueblos; nunca más nos pondremos al «servicio» de los rebeldes. ¿Qué podrían hacer las «masas» con esos vanidosos «principios» que les inoculan los intelectuales —discreta sombra que proyecta una milenaria servidumbre? ¿Qué les importa la ciencia a los rebeldes, ya que, toda su historia lo atestigua, sólo se entregan a la rebelión justamente para no saber, para rechazar el orden del tiempo, de su memoria y de su proyecto? ¿De qué les valen nuestras luces en ese espesor de la noche en que establecen su morada, puesto que acarician el sueño de partir en dos la historia?[3] Lamentable figura, de hecho, la que pinta este intelectual «revolucionario», que se cree la sal de la tierra y que, en realidad, no es más que un triste fusilador. Vergonzoso y abyecto lenguaje el de estos eternos «guías» que siempre, en resumidas cuentas, justifican el meter en cintura y las matanzas. Trostsky se unía a las masas en 1917 y las asesinaba en 1921. Lenin entregaba la tierra a los campesinos en 1918 y se las quitaba en 1919. La «línea de masas» en China fue menos el nervio del desorden sobre la tierra que el gong del orden recuperado. Aquí también la lección ilumina: es preciso, de una vez para siempre, renunciar a «servir al pueblo».

Francamente, el camino es abrupto y la puerta es estrecha… Si es cierto que no somos los funcionarios ni la levadura de la historia, que el Rey se mofa del sabio y que el sabio no es un rey, que las masas se burlan de los ilustrados y tos ilustrados abusan de las masas, nos queda esto, sencillamente esto: somos de aquella raza que Occidente Llama Intelectuales; nos es preciso deletrear este nombre y asumir su estatuto; urge asumirlo y resisgnarse a su indigencia. No nos queda otra cosa, contra la procesión bárbara, que las armas de nuestra lengua y el lugar de nuestra morada —las armas de nuestros museos y el lugar de nuestra soledad. Dar testimonio de lo indecible y retrasar el horror, salvar lo que se pueda y rechazar lo intolerable: ya no podremos rehacer el mundo, pero al menos podemos velar porque no se deshaga…

Y por ello pretendo lo siguiente: el intelectual antibárbaro será, en primer lugar, metafísico, y cuando digo metafísico lo entiendo angélicamente. Ciertamente, ya no militaremos, sino que estaremos exiliados por mucho tiempo de aquello que suele llamarse política: pero persiste la cuestión que nos toca por derecho en lo que atañe a las posibilidades ontológicas del acontecimiento revolucionario. No, no llevaremos más en nuestros brazos los sueños de los hombres, porque sabemos que somos vanos y conocemos nuestra impotencia: mas perdura la exigencia, que ha de ser nuestra cuita, de hacer la apuesta más descabellada y más loca, la de cambiar al hombre en aquello que es más profundo en él. Sí, sabemos que el mundo se encuentra doblegado ante la ley del Amo y no creemos que esta ley ha de ceder jamás a nuestros deseos: pero seguiremos pensando, pensando hasta el fondo y pensando sin creer la imposible idea de un mundo sustraído a la dominación. ¿Y esto a santo de qué, preguntarán los necios? ¿Por qué obstinarse tanto en lo que tiene todo el aspecto de un señuelo? Porque a partir de allí y solamente de allí, a partir de este «señuelo», como suele decirse, se vuelve justamente posible la caza a lo aparente. Porque sin él, por lo demás, sin su irrazonable obligación, el mundo iría de mal en peor, más todavía de lo que aquí decimos.

Y por ello pretendo lo siguiente: el intelectual antibárbaro será también artista. Pues el Arte no es más que el dique que se ha construido milenariamente contra el vacío de la muerte, el caos de lo informe, el reloj del horror. Pues solamente el poeta, el pintor, el músico, saben dar nombre al Mal y pescar sus perlas sangrientas. Pues las sociedades apenas tienen otra alternativa para manejar sus excedentes —el derroche perverso o el icono sublime. Pues el Artista es, en resumidas cuentas, aquel que por necesidad ya no tiene prejuicios —es él quien, a partir del desorden más atroz, sabe construir el orden de una figura. No me desagrada que mi amigo Marek Halter, quien partiera, enloquecido por la política, a la conquista de los Reyes, regrese, loco de desesperación, al lienzo, hijo de la desgracia.[4] Me agrada que André Malraux se hubiera encerrado en su museo imaginario desde el momento en que reconoció al hombre en aquella criatura en cuclillas, «en lucha contra la tierra», que cuentan Les Noyers (Los Nogales de Altenburg). Imagino que un pueblo de poetas hubiese sabido, mejor que nadie, resistir al nazismo, que un escudo de sombras y de luces hubiese podido detener el río de fango… Se trata del mismo envite que los psicoanalistas dicen que presta su apoyo al tratamiento: descarriar, condensar, y desarmar por ello el maleficio de la pulsión de muerte. De esta ilusión, ni más ni menos, depende el porvenir de la civilización.

Y por ello pretendo lo siguiente: el intelectual antibárbaro será finalmente moralista, y cuando digo moralista lo digo en el sentido clásico, en el de Kant, de Camus o de Merleau-Ponty. Conozco bien los secretos, las tretas del imperativo categórico: pero prefiero esta mentira a la de la superstición historiadora —una moral del arrojo y del deber cara a la lúgubre cobardía del fatalismo. No ignoro, por supuesto, que Dios ha muerto desde que Nietzsche lo dijera: pero creo en las virtudes de un espiritualismo ateo frente a la apatía y a la resignación contemporáneas —algo así como un libertinaje austero para épocas de catástrofe. Tampoco creo en el Hombre y quisiera repetir junto con mis sanos maestros que él está en trance de desaparecer del escenario del pensamiento: pero creo simplemente que sin determinada idea del Hombre, el Estado se apresurará a ceder a los vértigos del fascismo vulgar. No otorgo el menor crédito teórico a lo que los marxistas llaman las libertades formales: pero prácticamente, aquí y ahora, no veo cómo negarles el fabuloso poder de instituir y preservar la división de la sociedad, de oponer un dique, por consiguiente, a la tentación bárbara. Vale decir que nos encontramos en la turbadora posición de ya no poder contar, para zanjar una cuestión política, con otra cosa que las herramientas más frágiles e inseguras. Ya es hora, acaso, de escribir tratados de moral.

Metafísico, artista y moralista: ¿todo esto constituye todavía lo que la tradición llama un Rebelde? ¿Se trata aún de lo que bautizamos con el nombre de Socialismo? Nominalista hasta el fondo, creo que, en verdad, es preciso decidirse, con la máxima urgencia, a cambiar de palabra.