EL CREPÚSCULO DEL SOCIALISMO
He aquí, por lo tanto, una consigna acaso para una generación petrificada: retorcerle el pescuezo al optimismo y a su razón hilarante, acorazarse en el pesimismo y aturdirse con la desesperación. Esta es nuestra cruda verdad, que durante largo tiempo ha madurado y se ha calentado al sol tenebroso de nuestras piedades; el mundo es un desastre cuya cima es el hombre, la política es un simulacro y el Soberano Bien es inaccesible. La felicidad no es, ya no será nunca, una idea nueva para romper con todo aquello que, desde que existen las sociedades, las ha vuelto posibles. La revolución no está, ya no estará al orden del día, mientras la Historia sea Historia, mientras la Realidad sea Realidad. El hombre, aún si es rebelde, nunca será otra cosa que un dios fracasado y una especie malograda.
Por ello habrá que terminar una buen día por cantar las verdades a sus vestales, a sus remodeladores incorregibles, apóstoles del «todo marcha bien» y del «happy ending» histórico, identificarlos ahí por donde son, ya no en la bruma del concepto, sino en su encarnación más material y más concreta. Consumar el parricidio y franquear la última etapa, la que nos separa del supremo sacrilegio. Pues aquí se nos ofrece por primera vez una tarea a la que será preciso aplicarse rápidamente: ir hasta el final del recorrido inaugurado hace treinta años por la crítica del estalinismo, continuado en 1968 por el olvido del leninismo, provisionalmente clausurado en estos últimos tiempos por la ruptura con el marxismo. Es decir, criticar, según la forma que nos ha legado la tradición, el «nombre del socialismo».[1]