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MAYO DEL 68 O EL APLASTAMIENTO
DE LA VIDA

Concretamente, esto significa que la cuestión del marxismo que tanto nos desazona de diez años para acá, no es acaso tan simple como algunos han creído y como yo mismo he pensado durante mucho tiempo. Que no se dice gran cosa cuando uno se proclama antimarxista, aunque sea a partir de la izquierda o de posiciones maoizantes. Que hay que revalorizar la importancia y el sentido del debate, abstenerse del burdo optimismo del «esto está hecho» y de las facilidades de un ateísmo cuya sutileza en ardides se conoce de sobra. ¿Es el marxismo la religión de estos tiempos? De ello se deduce determinado número de consecuencias, cuya articulación quisiera subrayar muy brevemente.

La primera: contra todo lo que se espera, a despecho de nuestros anhelos y de nuestras denegaciones obstinadas, al marxismo le van bien las cosas, nunca le han ido mejor, sólo hay crisis del marxismo en nuestras cabezas y en nuestros libros. A su destino le ocurre, decía yo, lo mismo que antaño le ocurriera al cristianismo, cuando empapaba e impregnaba los menores estratos, los más nimios poros de la sociedad civil y política, a pesar de su decadencia intelectual. Yo diría, para dar una imagen, que funcionaba también como aquella otra ideología, más reciente y más familiar, que era el radicalismo de entreguerras. Recordemos lo siguiente: los teóricos radicales habían dejado de producir desde hacía mucho tiempo, cuando la Francia de los empleados de correos, de los maestros de escuela, de las clases medias se puso en onda con Bouglé, Alain y Ravaisson. La Francia que pensaba era Breton, Malraux, Aragon y, sin embargo, fue Drieu quien vio certeramente cuando describía en Gilles una Francia real y radicalizada, radicalizada hasta los huesos de su vida cotidiana y de Su fantasmas. Los grandes debates del momento eran el surrealismo y la revolución, el comunismo y la guerra de España, la rebelión y la literatura, y el país, en sus profundidades, seguía aún arbitrando el conflicto entre la Iglesia y el Estado, entre Combes[o] y las Congregaciones, entre el pacifismo y los preparativos de guerra. Ingenuidad de las vanguardias. Desvergüenza de las avanzadillas. El marxismo-leninismo es el radicalismo de nuestro tiempo, La Francia moderna habla en materialismo como Monsieur Jourdain hablaba en prosa. Mañana estará, ya lo está acaso, enmarxizada hasta un punto que no imaginan siquiera los doctores y los pensadores ilustres.

Este marxismo no se escribe, por supuesto, en los libros ni en los tratados doctos. Depende de algunas fórmulas muy simples, de un determinado lote de «clichés» que bastan para componer el mosaico de los vientos que soplan. Es él quien hace decir a los socialistas que Valéry Giscard d’Estaing es el «representante del gran Capital». Es él quien inspira tantos análisis vanos y banales, sobre las dos o sobre las tres «fracciones» de la burguesía que luchan por el poder y, como suele decirse, por la hegemonía. ES él quien se encuentra siempre, a través de las Universidades, los medios de comunicación o los aparatos de los partidos, en los nuevos reflejos condicionados de los «mandos» «socialistas» de la sociedad que llaman «burguesa». En el momento en que era preciso elegir entre De Gaulle y Pétain, la Francia real rumiaba todavía los recuerdos del Marne y de Verdún. En el momento de la batalla entre Chaban-Delmas y Giscard d’Estaing, se guía ajustándole las cuentas al petainismo y a la Resistencia. ¿Cómo podría ocurrir otra cosa en este invernadero cerrado y confinado que es la historia de las ideas y de las ideologías? ¿Cómo puede leerse un libro como este, cuando sólo se trata por doquier de disertar sobre el eurocomunismo, la crisis del Estado o la evolución política de Althusser? El marxismo se encuentra más que nunca al orden del día. Sartre no sabía lo que se decía cuando anunciaba «lo insoslayable»; nos hace falta una arqueología de los tiempos presentes que volviera a descubrir sus rastros en el entrelazado ajustadísimo de las reglas de formación de nuestros discursos y de los juegos de su distribución.

¿Se dirá acaso que este marxismo es un infrapretexto que circula, en estado cuasi gaseoso, por los textos que no lo preconizan, entre las personas que no lo conocen? Verdad es, en cierto sentido, pero también es verdad que no hay gran pensamiento que no sea analfabeto, que un texto sólo cuenta y vale en la medida en que los ignorantes se lo apropian, que no es preciso leer para poder recitar, ni siquiera recitar para poder ser, menos aún conocer, para poder comprender. Occidente era cristiano en el momento mismo en que en el campo no se leían las Escrituras. El mundo era homérico incluso si fuera de los palacios micénicos, la Ilíada y la Odisea eran, con toda propiedad, letra muerta. De hecho, hay que dejar de medir la importancia de un pensamiento por el ruido que meten sus heraldos y por la tarea que impone su glosa. Hay que volverse muy fino de oído para escuchar ese otro ruido, ese murmullo apenas audible que procede del corazón de los recitadores y de los ventrílocuos inconscientes. Hay que tener la audacia de decir del Anti-Edipo, por ejemplo, que importa menos en la Universidad de Vincennes o por sus doctas lecturas que por sus efectos y en razón de ellos: por sus lecturas arrebatadas y piratas. ¿Cuándo llegarán esos coraceros del espíritu que se atrevan a proclamar que Deleuze es el pensamiento mortífero y espontáneo de los perversos de todo género? ¿Cuándo dirá el antimarxismo somero que la izquierda, esa izquierda que llega hasta la derecha y a su razón reformista, es materialista, materialista hasta el tuétano, incluso si no entiende nada, porque nada entiende, en efecto, de lo que tiene de específico el corte epistemológico marxiano?…

La segunda consecuencia consiste en que si, frente a este horizonte congelado, hay tentativas de deshielo y de crítica del marxismo, esta crítica, paradójicamente, lejos de ponerlo en crisis, no ha hecho otra cosa que reforzar su poderío y endurecer sus posiciones. Lo digo amargamente, pues no me considero del todo ajeno a este movimiento y hasta me ha tocado llevarlo a la pila bautismal, al menos de la vox populi y del riesgo editorial. Pero los hechos están allí, por desgracia, como también el catálogo de comentarios que han aplaudido a Benoist o a Dallé, a Lardeu, Jambet o Françoise Paul-Lévy. Entre efectos filosóficos de su textos y sus efectos propiamente políticos se produce un desfase doloroso y un misterioso intervalo. Entre el público afectado y aquel que se tiene en pira se produce un extraño equívoco que a algunos les ha podido costar caso. Sé que estos libros son leídos, pero también sé que no cuenta, que son cuerpos extraños a la izquierda oficial, injertos inasimilables por sus aparatos instituidos. Sé que sus autores son alabados, pero algo así como los nuevos monstruos del inconsciente histórico, más que brujos, nuevos «gurús», más que excluidos, honrados, a los que se ofrece incienso y a quienes a veces se embalsama. No creo que Glucksmann haya convencido a ningún hombre de izquierda, no creo que L’Ange (El Angel) haya convertido a ningún progresista. No hay marxista que se haya estremecido con Marx est mort (Marx ha muerto). Aquí se da un fenómeno corriente en la historia de las ideas, un fenómeno de rechazo y de expulsión que atacó en su momento a muchos pensamientos claves y siempre en razón directa de su fuerza crítica y subversiva. Los «nuevos filósofos», puesto que así los llaman, han sido mal comprendidos, mal recibidos y mal leídos: ¿cómo podría ser de otro modo en esa izquierda sonámbula y vagamente alelada que sigue todavía machacando debates oscuros sobre la reforma y la revolución —y cuyo horizonte teórico no rebasa las rancias polémicas entre Lenin y Hilferding?

Por lo cual hay que terminar con este necio lugar común que sostiene que con mayo de 1968 se abre una era de deshielo intelectual y de subversión de las ortodoxias. Ha ocurrido exactamente lo contrario, y doy como prueba —no es la única— la evolución reciente del principal partido francés, nuevo aspirante al trono: el Partido Socialista. ¿No es acaso turbador, en efecto, verlo escoger precisamente este momento, el que sucede a Mayo, del angelismo y del antimarxismo, para descubrir una doctrina a la que hasta entonces, digna y olímpicamente, había hecho caso omiso? ¿Qué pensar de estos ideólogos, recién salidos de la ignorancia, que recitan a los militantes curiosas letanías que creíamos para siempre recluidas en el museo de los horrores teóricos? ¿No tenemos acaso la impresión de estar soñando cuando los vemos exhumar, con diez años de retraso, la dogmática que había sido la nuestra, y pavonearse despreocupadamente con ropa que juzgan nueva y que tiene los años de nuestras decepciones? Se publican revistas, donde sin cambiar nada, por lo demás, al prudente reformismo de antaño, se descortezan estruendosamente las grandes tesis del Capital. Un pequeño análisis de clases, una cáscara de infraestructura, una treta dialéctica y la cosa está hecha, la responsabilidad asegurada. Un comentario de Althusser, la coz del asno contra Garaudy,[23] y la respetabilidad se convierte en astucia, el resultado está garantizado, la prueba es irrefutable. Un prefacio a Gramsci, una vuelta a la pista del lado del marxismo italiano y encontramos al Lenin de Occidente sazonando el bodrio socialdemócrata.

Pues el hecho masivo es evidente: mayo del 68 no es tan sólo la explosión libertaria que describen con emoción tantos huérfanos y nostálgicos; tampoco es solamente el comienzo de una lenta deriva que ha conducido poco a poco a tantas izquierdas estalinizantes a la ruptura con el marxismo; y es esto lo que es, claro está. Es esto también, y esto es lo que sería, incluso de manera esencial, si se escogiese adoptar sobre el fenómeno el punto de vista de la eternidad. Pero en lo que al tiempo presente se refiere, a este presente que amenaza con durar y dilatarse aún durante mucho tiempo, ocurre exactamente lo inverso. Mayo de 1968 constituye una de las más negras fechas de la historia del socialismo. La hora de la verdad de una tradición que ni Herr ni Pivert ni Frossard ni Guesde habían logrado convertir. El punto de viaje de una línea ideológica que nada ni nadie había sabido apartar de un liberalismo bonachón y ratero que sabía encontrar su provecho allí donde mejor podía. Fue necesario esta sublevación para que la mitad de Francia se reconociese en un Partido que habla la lengua de los comunistas, aún cuando no se parezca a ellos, que cree justo y bueno hablar este lenguaje y no otro, a riesgo y ventura de atemorizar y de resucitar el espantajo. Fue necesario que ocurriese la «revolución» de mayo para que el futuro Príncipe quedara reconocido a un marxismo con respecto al cual no imaginaba, sin duda, que pudiera, sin contar con él, tomar y conservar el poder. Harto se ha hablado, después de todo, de la «recuperación» de los logros del 68: la «burguesía» nada ha recuperado en absoluto, se ha contentado con saltarse el fenómeno para ganarse, finalmente, a sus profetas más fieles.

La tercera consecuencia, en cambio, consiste en que este marxismo recuperado ha perdido su fecundidad; que, vivificado por su nueva vocación, se instala, paradójicamente, en un extraño entorpecimiento. Sí, se ha vuelto una especie de enciclopedia; mas qué indigencia de pensamiento, qué pobreza conceptual! Sí, constituye la «teoría general» de nuestro mundo: pero este mundo, al teorizarlo él, parece impregnado totalmente de banalidad, pura y simple réplica del universo tecnocrático. Hubo un Althusser, bien lo sé, quien, a pesar de todo, tenía otra traza y quien llevaba muy alto el nivel de su exigencia teórica; pero el althusserismo se ha extinguido por obra de la llamarada maoísta en Francia, rápidamente se ha determinado a medida que este post-Mayo ha devanado los giros de su espiral. Alguna vez habría que contar lo que han sido, para la generación de intelectuales que tenían veinte años en la década de los sesenta, Pour Marx y Lire «Le Capital», libros rudos y altivos que han asestado sus conceptos del mismo modo como se martillean los esloganes, que hacían vibrar las palabras como estandartes que tremolaran al viento, que desarrollaban su lógica como se despliega un plan de batalla y cuyo estilo, el estilo sobre todo, redundante y triunfal, alusivo y pragmático, funcionaba por sí solo como una prodigiosa máquina para movilizar la voluntad de saber y el deseo de militar. Teorizar, decía él: la Revolución tiene este precio. Por mi parte, en todo caso, he estado a punto de debérselo todo.

Extraña aventura la de este comunista que, desde el fondo de su despacho de la calle de Ulm en donde tenía su sede como un nuevo Lucien Herr, desencadenó sin saberlo o, al menos, sin quererlo, la más tremenda ofensiva anticomunista que haya conocido la izquierda. Turbadora odisea la de este profesor quien, en el momento en que llegó de China la buena nueva de la guardia roja, enseñaba a los estudiantes marxistas los rudimentos de un maoísmo que iba a revelarse preñado de una ruptura sin precedentes con la Tradición. Su historia, que es también la nuestra, y, sobre todo, la historia de un fracaso, de una quiebra teórica y política que nos tocó vivir dolorosamente a algunos. Pues Althusser desapareció rápidamente, tan rápido como había llegado, obligado a retirarse a un silencio atento y amargo, para no ser otra cosa que el Feuerbach de los bastardos en que nos estábamos convirtiendo[24]. Continuaba allí el viejo plantel[p] que le abría sus puertas de par en par, muy feliz de acoger nuevamente al más pródigo de sus hijos y acaso impaciente también por borrar de su rostro, en adelante mudo e impasible, los estigmas de la travesura. Ascendido a preceptor de delfines, Louis Althusser entró entonces en un letargo indolente y fue así como llegaron a término, en un oscuro callejón sin salida de estériles «autocríticas», la última oportunidad del marxismo y la última tentativa de restituirle el lustre y el brillo de antes.

A decir verdad, me doy cuenta al escribir esto que no es exactamente así como debe plantearse el problema y como es preciso escribir la historia. Althusser, de hecho, no constituía la última oportunidad del marxismo; él fue su desesperado, y si lo era, era porque ya no contaba con la menor oportunidad. También aquí hay que reconsiderar las cosas desde una mayor altura: desde el momento en que el marxismo se convenía en una vulgata, ningún Althusser del mundo podía hacer nada contra esa ley que convierte a las vulgatas de todos los tiempos en los blandengues teóricos e impotentes para fabricar, e incluso para absorber, lo que es nuevo. Desde el momento en que el marxismo se volvía una «koiné» perdía en comprensión lo que ganaba en extensión, pagaba su expansión con una esterilidad total. Bien se conoce el fenómeno y no faltan ejemplos históricos. La decadencia del Imperio Romano comienza precisamente en el momento en que el latín funciona como lengua común de los pueblos que había sometido. La muerte del helenismo es contemporánea, a su vez, al apogeo de la «koiné» helenística, lengua común y avara que ha perdido el hermoso derroche de la lengua de Sófocles y de Esquilo. La Iglesia nunca ha estado tan viva, tan vigorosa, intelectualmente, como en las horas de su mayor división, la Reforma por supuesto, la liberalización del siglo XIX, la «enmarxización» del actual catolicismo[25]. Tanto ejemplo vale para decir que la lengua común es la muerte del discurso, que basta con oírse para no entenderse, con disipar el ruido para ya no oír nada —el marxismo, por lo tanto, es, al mismo tiempo y sin contradicción, el pensamiento de nuestro siglo y el obstáculo de su pensamiento.

Cuarta consecuencia, en fin: sí todo esto que antecede es exacto, significa entonces que el antimarxismo es una posición imposible a la par que necesaria. ¿Cuál es la crítica que se enfrenta con el poderío infinito de esta religión de los tiempos modernos? Los eternos matasietes de las desviaciones, de las traiciones, no resultan muy dignos de crédito: nada hay, en materia semejante, menos traidor que una desviación, ni más ortodoxo que una herejía, pues, pese a los trotskystas, Stalin era, en primer lugar, un dogmático, es decir, fiel, excesivamente fiel, a la vulgata matricia. Los nostálgicos de la otra vía, quiero decir la libertaria, olvidan que no hay, que ya no hay lugar para un socialismo de este tipo en el hormigón del marxismo: no es por azar, por ejemplo, si esta autogestión que nos llega en linea recta de Charles Gide y de Fauquet, sigue siendo, tras ocho años de debates una fórmula huera y banal. ¿Se exagera acaso la crítica en nombre de la Santa Historia? Si se trata de la historia realizada, los marxistas siempre tienen razón; si se trata de la historia por venir, no cuenta con mejores oráculos. ¿En nombre del deseo, de los flujos y del disfrute? He mostrado cómo los deleuzianos prorrogan sin darse cuenta lo esencial del esquema materialista. ¿En nombre de los micropoderes foucaultianos? Creo que sólo son pensables a condición de apoyarse en los nuevos universales, que no tienen, por desgracia, la potencia lógica de los de El Capital[26]. Sea cual fuere el ángulo que se escoja, la ciudadela resulta inexpugnable. Y hay que decir del marxismo, ni más ni menos, todo lo que decía yo del Amo.

Tampoco afirmo: esto significa que no está, en rigor, sometido a la jurisdicción de un tratamiento singular, que no existe propiamente la «cuestión» del marxismo en cuanto tal, que el antimarxismo no debe convertirse en una religión que reproduzca por su fanatismo aquella que pretende combatir. Ni menos aún declaro: esto quiere decir, en cambio, que todo lo que se dice del Amo en general, puede decirse igualmente de este Amo singular, que no hay argumentación pertinente en lo que atañe al uno que no lo sea en cuanto al otro se refiere, que el problema del marxismo se ha convertido en un caso de figura, pero el más actual, el más contemporáneo de los casos de figura, del eterno problema de la desgracia y de la sumisión. De modo que, en realidad, el único punto de vista que se sostiene y no se queda atascado en las ciénagas del agnosticismo, es aquel que siempre se ha sostenido contra esta figura de fa desgracia: el punto de vista de la rebelión de la apuesta por un mundo sin amo. ¿Antimarxista? Sí, hay que serlo, y esto significa dos cosas: que el marxismo, impotente para pensar la revolución sin reducirla a esquemas que sofocan su especialidad irruptiva, incapaz de pensar, por ejemplo, las grandes rebeliones medievales[27], y sin ver en ellas la simple «anticipación» de una política comunista, una mezcla de «residuos arcaicos» y de «virtualidades proletarias», la «profecía» fantasma de un final de la Historia que siempre se da por sentado, es literalmente un pensamiento contrarrevolucionario; y que, por lo tanto, la cuestión de la revolución puede nuevamente encontrar un sentido, si el proyecto descabellado de cambiar la vida y de cambiar el mundo puede hoy en día tener algún fundamento, si Occidente necesita nuevas razones de lucha y nuevas resistencias a la sinrazón de la rebelión, ha de ser, naturalmente, contra el Príncipe moderno, contra la política tal como existe concretamente, contra el materialismo, por lo tanto, y sólo contra él, valdrá esta sinrazón y podrá encarnarse el viejo sueño. No hay problema acerca del marxismo: sólo se da, una vez más, el problema de la Revolución.

Vale decir que la idea de una política antimarxista es absurda, insostenible y contradictoria en sus .propios términos: el antimarxismo no es, no puede ser otra cosa, que la forma contemporánea del combate contra la política. Vale decir que estaremos por mucho tiempo aún consagrados a la lengua del Capital en la medida en que nos resignamos a hacerle el juego a lo político: ¿disponían los rebeldes de la era cristiana de otros recursos contra el imperio secular de la Iglesia que no fuera la letra que se desviaba de la palabra de los Evangelios? Vale decir, sobre todo, que no logramos salir de este lenguaje como de un recinto, según suele decirse, que no nos curamos de este virus como de una enfermedad: al igual que los cosmólogos tolemaicos, estamos encerrados dentro de un campo acotado, sin afueras y sin «allá», cuya paredes puede rasgar el tridente de la crítica para apuntar desde lejos a las planicies de la felicidad. Ya no tenemos política, ni lengua, ni recursos. No queda otra cosa que la ética y el deber moral. Sólo queda el deber de protestar contra el marxismo, a falta de poder olvidarlo. Y es por lo cual, tan a menudo, he hablado en imperativos.