EL MARXISMO, OPIO DE LOS PUEBLOS
En esta época proletaria se necesita un nuevo orbe, un nuevo espacio cultural. En esta barbarie inédita, se necesita una religión, una especie de vínculo social. Y parece que el materialismo, en sus textos consagrados, desempeña la vieja función. Y parece que el Capital configura el moderno derecho canónico. El marxismo es la religión de esta época y es necesario, como se verá, entenderlo al pie de la letra.
No se encontrarán en estas páginas las tristes y turbias trivialidades que habitualmente riman con el tema. Poco importa, por ejemplo, que los textos materialistas funcionen como una biblia, objetos como ella de glosa y como ella algo en que entran en juego las herejías: porque, después de todo, el destino de toda suma teórica es rayar en la teología y caer en la escolástica; más vale buenos Aristóteles que petimetres nietzscheanos. Poco importa, igualmente, que los partidos marxistas funcionen como Iglesias, que vuelvan a descubrir sus liturgias y a reproducir sus ritos, que constituyan contra-sociedades confinadas en una atmósfera rarificada de jerarquías de otra época: veo en ello, más bien, por mi parte, la insignia del gran estilo que tiene una política y prefiero, mirándolo bien, el centralismo democrático al liberalismo viscoso del mercantilismo democrático. Estoy dispuesto a admitir igualmente que los militantes comunistas sean sacerdotes laicos, como no nos dejan de trinar hoy en día; que la energía que los anima sea la del asceta y del ermitaño, poseídos por la rabia paranoica de representar y de hacer justicia. ¿Pero no es esta justamente su grandeza, su último cuartel nobiliario, en un universo sin soberanía? ¡Viva el ideal ascético, por lo tanto, como ejercicio ético! Viva el ideal militante como estilo e idiosincrasia! El mundo andaría mejor si fuéramos todavía piadosos.
Es decir, que el problema no estriba en ello sino en otra cosa, a la que apunto cuando repito el viejo estribillo. El problema no reside en ello sino que hay que plantearlo de una manera mucho más radical. Releyendo a San Agustín cuando se atreve, quizá, a decir, en las Retractaciones, que la cristiandad no reside en la cristiandad, que nunca ha residido en ella y que, sin duda, no seguirá siendo siempre la cristiandad que conocemos, que nos llega de mucho más arriba, de una altura inmemorial, de lo más hondo, de lo más recóndito de los vivos manantiales del paganismo. Releyendo también a Nietzsche, al Nietzsche de Aurora y de los Fragmentos póstumos, cuando nos muestra que ella se sobrevive a sí misma, tanto como preexista con respecto a sí misma, que se prolonga como forma, cultura y vínculo social mucho más allá de su extinción —que no acaba de acabarse, de morir y de renacer en el interminable descenso de sus avatares laicos y socialistas. Y, sobre todo, releyendo a Marx, sí, el Marx de la Introducción, que nos da, acaso sin darse cuenta él mismo y contra toda previsión, la clave de este asunto. Todo el mundo conoce el texto en que, al estigmatizar la religión como escuela de la resignación y como propedéutica del consentimiento —el célebre «opio del pueblo».— le hace al mismo tiempo, y esto se olvida con harta frecuencia, el más rendido homenaje —«el suspiro de la criatura atormentada». Y bien, me propongo comentar simplemente este texto. Es el texto que me gustaría releer y, con mayor exactitud, volver a escribir. Escribiendo marxismo en todos los pasajes donde él pone religión. Analizándolo detalladamente para volverlo en contra de su autor. Donde ha de aparecer a las claras que no se dice nada al decir que el marxismo es la caricatura del cristianismo. Sino que, de modo más fundamental, es su actual lugarteniente, al asumir, para bien o para mal, la integridad de su vocación.[13]
«La religión», dice Marx, «es la teoría general de este mundo…». Ahora bien, el marxismo es precisamente esto y cada día da de ello las pruebas más concretas. A pesar de ser una teoría magistral de la acumulación del capital, un impecable instrumento de análisis de las contradicciones del liberalismo, y, sobre todo, irreemplazable, porque quiere reducir la Historia a una periodicidad y ajustarla dentro de un ensamblaje, hace mucho tiempo que ha caído en un tierra de nadie ideológica, en el dominio público e indiscutido de los expertos de todas las opiniones y de los políticos de todas las tendencias. ¿Quién, en la izquierda, entre los economistas que la reivindican, consiente en recordar, de modo ajeno a la finta y a la convención, que él pretendía ser en su origen el arma que se blandiese en las justas políticas, la máquina de guerra contra los príncipes, la bandera que incitara a luchar y a elevar el superego colectivo que prohíbe rebelarse? A pesar de haber sido elevado a la dignidad de ciencia, de una ciencia objetiva y aséptica, que ya no es verdadera por eficaz, sino que es eficaz por verdadera, se vuelve indiferente a la identidad de sus portadores, de él se sirven como de una herramienta, de una plantilla para levantar y apropiarse de una realidad en «bruto». ¿Quién, en la derecha, entre sus más perspicaces adversarios oficiales, se apega a la desconfianza y al cordón sanitario de antaño? ¿Qué discípulo de Keynes se atrevería a hacer caso omiso o a buscar en él su ventaja y de perfeccionar con él su arsenal? El marxismo, en estas manos, se conviene en una máquina imponente que sirve para pensar la «Inversión», para prever el «reajuste» y para luchar contra la «inflación».[14] Contamos con tesoreros que, incluso cuando no lo dicen, recurren manifiestamente a él, tanto en lo que se refiere a la intendencia cotidiana, como en lo que atañe a las horas más graves de una crisis.[15] Y conozco revistas patronales que no titubean en movilizar una sólida cultura marxista para justificar sus opciones y sus apuestas políticas. Bernstein tenía, en el fondo, razón, al predecirle al materialismo el porvenir de las ilusiones burguesas. Y Bretón, más que nadie, cuando en 1936 estigmatizaba su «lúgubre entrega al deslumbramiento ante lo que es». Fatalista y pragmático, realista y real-político, el marxismo se encuentra en trance de convertirse en la forma moderna del consenso en que comulga, desde siempre, la república de los doctos y de los sabios. Ya no es, si es que alguna vez lo ha sido, la teoría de las revoluciones que quiebran el curso de las cosas; sino que es, cada vez más, el lector, a veces magistral, de las agobiadoras continuidades que constituyen su perennidad.
Por lo cual la fórmula del «compendio enciclopédico» igualmente le conviene tanto, por ser la expresión adecuada de su novísimo imperialismo. Ya pasaron, en efecto, los tiempos en que le hacía ascos al psicoanálisis, remitido, sin comentarios, al infierno de las ideologías: no pasa año sin que aparezcan «contribuciones» muy serias y de peso a un «tratamiento» marxista de corte freudiano.[16] Lejos están los tiempos en que no conocía otra literatura que no fuese popular y proletaria, concediéndole sólo a la otra una atención furtiva y casi clandestina… Los marxistas modernos teorizan acerca de la «producción literaria», y esta ya no se detiene en las fronteras del gusto «burgués». Si el caso Lyssenko está liquidado, si es impensable, como nos lo aseguran, otro caso de este tipo, no es porque los comunistas hayan abjurado de sus viejos demonios, ni porque hayan triunfado las razones liberales sobre la demencia estalinista; al contrario, lo que ocurre es a la inversa: han interiorizado el lyssenkismo, obligándolo a ponerse de pie, han banalizado sus excesos al criticar sus desviaciones; y ya sin escándalo y sin meter ruido, zanjan cuestiones en biología e intervienen en la física; y, ante la indiferencia general, Dominique Lecourt,[17] propone las «tesis con respecto al conocimiento» que los nuevos ideólogos ponen a disposición de los científicos. Contamos con un urbanismo marxista, un psicoanálisis marxista, una estética marxista, una numismática marxista.[18] Ya no hay campo del saber al que el marxismo no deje de echar un vistazo, ya no hay terreno reservado ni territorio tabú. Ya no hay frentes culturales adonde no se envíen cohortes de investigadores con la misión de «intervenir», como suele decirse en su jerga. Y, sin duda, en ello reside, por otro lado, el profundo sentido del althusserismo y la razón de su éxito. Un esfuerzo sin precedentes por extender la teoría a todos los continentes que hasta ahora le ofrecían resistencia, para no dejar intacta ninguna de las tierras de la Enciclopedia.
«Teoría general y compendio enciclopédico» de este mundo, el marxismo es cabalmente una «lógica en forma popular». Pues también allí los herederos de El Capital perpetúan la partición según la cual ha vivido la cristiandad, entre la glosa de los clérigos, erudita y refinada, y el latín de iglesia, burdo y somero. Ejemplifican esta regla absoluta de la historia de las ideas que convierte al cientifismo y al enciclopedismo en fundadores de la koiné, de la lengua común, de la vulgata. No hay una historia del materialismo sino dos historias articuladas, aunque sean relativamente autónomas.[19] Por un lado, el marxismo de «élite», producido por las «élites» y a ellas también destinado, que cada generación vuelve a poner sobre el tapete, pretendiendo devolverlo a sus fuentes. Por otro, un marxismo de masas, producido también por las «élites» pero destinado a los militantes, vademécum sonoro que difunden los aparatos. No por azar Louis Althusser, uno de los teóricos marxistas más brillantes de este siglo, es el contemporáneo, y no tan sólo en el orden temporal, de un partido comunista que pasará a la historia como inventor de los lamentables conceptos de «bloque histórico»,[20] o de «Capitalismo Monopolista del Estado». A este mismo Althusser, por lo demás, en lo que se refiere a los «Instrumentos Ideológicos del Estado» que posee la burguesía y a los que ella encarga de garantizar la difusión de su visión del mundo, se podría replicar que los partidos marxistas tienen también sus instrumentos, y mucho más eficaces, ya que difunden hoy la nueva «lógica popular» del Capital, un stock de trivialidades y de mandatos que hacen el relevo de los del Príncipe de antaño y que lo alimentan con nuevas mitologías
Pues, tal como lo hace siempre la religión, el marxismo tiende a convertirse en «el pundonor espiritualista, el entusiasmo, la sanción moral y el complemento solemne» de ese mismo mundo. Esta vez, la experiencia no necesita comentarios, está allí, chillona, a nuestras puertas y en nuestras memorias. La experiencia de los procesos estalinianos donde el marxismo, vulgar o elaborado, sirvió de máscara y de justificación —de pundonor espiritualista— a los verdugos. La actitud de los condenados, fascinados y casi siempre embrujados, petrificados y casi entusiasmados por estos principios que les eran propios al mismo tiempo que los condenaban. El caso de los campos de muerte soviéticos, abierto, explícitamente, colocados bajo el rótulo de un materialismo, de una ortodoxia materialista, que era cabalmente su coartada, y, por lo tanto, su «sanción moral». Más próximo aún a nosotros, el de aquel jefe de Estado liberal,[21] que juzgó bueno esmaltar su discurso con sutiles referencias a una dogmática cuyos engranajes, sin duda, no conocía, pero que él sabía muy bien que podían ser el «complemento solemne» que demuestra la excelencia y la buena voluntad de una proposición cínica o banal. Nuestros amos no tienen «alma», como tampoco el mundo que gobiernan; y esta alma, que antaño pedían prestada a la religión, la buscan ahora del lado de sus perdonavidas. Los Príncipes carecen de «espíritu», al igual que la Historia es su portadora; y ese Espíritu que antaño recibían de la providencia, hoy lo siguen recibiendo del marxismo —la más tremenda consigna mental que haya inventado Occidente.
Ya que es también, entre los súbditos ahora, una «razón permanente de consuelo y de justificación». El cristianismo consolaba al prometer el Paraíso: atormentado aquí abajo, conocerás la bienaventuranza allá arriba. El marxismo también consuela, pero en nombre de la dialéctica: siervo hoy, mañana dictador. El cristianismo justificaba el mundo al demostrar su armonía: el mal es la sombra del bien, forma contingente del designio divino. El marxismo lo justifica a su manera, al garantizar la Ilustración: el mal es una etapa del bien, forma provisional del progreso humano. Ya lo he dicho: el socialismo, lejos de ordenar que uno se rebele, predica la resignación porque santifica el orden del ser y no conoce otra decadencia que no sea la treta de una procesión. El marxismo que lo funda es igualmente un pensamiento de paz, una declaración de paz al mundo, porque cree en una Historia a la que da sentido y que encamina hacia su meta, porque comprueba la guerra de hecho a la par que niega su necesidad, porque cree, en resumidas cuentas, en el advenimiento tortuoso, pero finalmente ineludible, de la sociedad buena. De modo que si Marx tenía razón al escribir que «la lucha contra la religión es, de rebote, la lucha contra ese mundo del que es ella el aroma espiritual», una vez más la fórmula se invierte y el paralelismo prosigue con rigor implacable: la lucha contra el marxismo es, de rebote la lucha contra ese mundo del que es, no solamente el aroma, sino justamente la más sutil, la más solapada consagración.
En lo que se refiere al final de esta cita, al homenaje que se rinde a la religión. «suspiro de la criatura atormentada», al mismo tiempo que «opio del pueblo», se sigue verificando. El marxismo, en efecto, puede, a su vez, expresar la protesta contra «la crisis real», al mismo tiempo que en otras partes inducía a ella y la provocaba. También él exhala ese suspiro, al mismo tiempo que se convierte en puro lector de esos tormentos, impotente para remediarlos. Uno puede denunciarlo y desmitificarlo como se quiera: hay algo al menos que no se le puede quitar: su aptitud para alimentar partidos y pensamientos, que no llamo revolucionarios sino simplemente «populares». Aunque se le puedan rehusar las patentes de subversión que él se otorga abusivamente, en todo caso tiene un mérito que no ha usurpado: el de saber encarnar, en determinadas condiciones, la resistencia de los «pequeños» contra el poderío de los «grandes», la protesta de los pueblos contra los excesos de los Príncipes. Empleo deliberadamente el vocabulario de Poujade.[n] Pues esta es, y no otra, la virtud del marxismo: poner al orden del día la vieja, la viejísima función de regulación de los confrontamientos que los Antiguos llamaban «poder tribunicio». Mantengo, por supuesto, que los partidos marxistas son los adoradores deslumbrados de lo que es: esto no impide que en este orden, y en Occidente al menos, resulten a veces los únicos en decir, sin ficción y sin maquillaje, los intereses de los desheredados. Nadie sería capaz de negar su incapacidad de dar a luz un pensamiento cualquiera de rebelión: pero esto no excluye que la rebelión «pase» a través de su incapacidad. Pensamiento reaccionario, por consiguiente, pero que hay que entender del modo más estricto: reacción, ciertamente, ante la amenaza de la revolución, pero reacción igualmente ante el agobiante rigor de la ley.
En este sentido y sólo en este se puede aceptar el lugar común de «Iglesia comunista». ¿Cómo no pensar, en efecto, frente a esta consigna mental que, paradójicamente, pretende tomar partido en favor de los humildes, frente a este discurso que se apoya de hecho en las capas plebeyas de las sociedades, en la célebre frase de San Pablo, antepasado involuntario de los «compromisos históricos»: dar al César lo que es del César, es decir, el poder mundano y la policía de los cuerpos, y a Dios lo que es de Dios, es decir, fe en el más allá y la gestión de las almas? Cómo no pensar frente a estos partidos autoritarios, metódicamente purgados de sus disidentes en todos los sentidos, locos por la revolución, inoportunos e impenitentes, en la participación instaurada por la cristiandad triunfante entre el servicio del Príncipe, que exige una comunidad homogénea, liberada de sus alumbrados, y el servicio del pueblo, que consiste simplemente en recoger sus suspiros piadosos, sus quejas y sus desgracias, para convertirlos de inmediato en la lengua radiante del mesianismo escatológico. ;Qué habrán podido decirse Pablo VI y el alcalde comunista de Roma al entrevistarse a finales de 1976?[22] Pundonores espirituales de un poder que se disgrega, suplementos de alma igualmente desprovistos de acólitos y de coartadas, ¿habrán examinado acaso la posibilidad de un nuevo Concordato, ya no entre la Iglesia y el Estado, sino entre la Iglesia y el Partido? Lo que sí es cierto, en todo caso, en el momento en que escribo, es que Roma está en vías de convertirse en la capital de Occidente. Ciudad eterna de la cristiandad al mismo tiempo que del marxismo, es, con toda exactitud, el lugar de su compromiso histórico. Pax Romana, una vez más, entre el Príncipe eterno y el futuro Príncipe de este mundo.