LA EDAD PROLETARIA
Si todo esto es exacto, hay que sacar, concreta y precisamente, sus consecuencias políticas y, en primer lugar, la siguiente: nuestros sociólogos, politólogos y futurólogos andan descaminados la mayoría de las veces cuando pintan el porvenir de las sociedades industriales.
¿Qué dicen exactamente? Que nos dirigimos derecho a un mundo de «burócratas», de «técnicos» y de «terciarios». Que el Occidente de mañana estará poblado de banqueros, de rentistas, de funcionarios. Que este es el horizonte obligado de la lenta desaparición de una clase obrera vencida por la presión del progreso y de la automatización. Que por todas partes domina una «pequeña burguesía» de contornos mal definidos, de estatus impreciso, indeciso, de la que tanto más se habla cuanto menos se tiene que decir de ella… Todos cómplices en este asunto: los tecnócratas modernizados, tanto como los marxistas más perspicaces, los izquierdistas adaptados tanto como los sociólogos del trabajo, los profetas de la edad posindustrial y los apóstoles de las clases medias. Todos mezclados: los discípulos de Aron, de Fourastié o de Touraine. Poulantzas con los mismos derechos que Mallet, Reynaud o Duvignaud. Ni siquiera Deleuze y Guattari dejan de dar, con el Anti-Edipo, su fianza al estribillo al declarar que sólo existe una clase real en el régimen capitalista y que esta clase es la burguesía. Ya nos sabemos la tonadilla. Está harto conocida y, manida. A lo cual quisiera oponer la tesis exactamente inversa: ya sólo habrá, en efecto, una sola clase en la barbarie que se prepara, pero esta clase será sin duda y, contra todo lo que espera, la clase obrera o, si se prefiere, el proletariado.
¿Paradoja? Creo que no. Más bien veo en ello incluso la conclusión necesaria de todo esto que he intentado decir acerca de la «técnica» bárbara. Una de las condiciones, sobre todo, de la investigación teórica que llevara a cabo la gran filosofía alemana de entreguerras. Aquellos textos heideggerianos o para-heideggerianos sobre los cuales me ha tocado, más de una vez, basarme, pues en ellos, de manera ejemplar, se plantea la cuestión, no solamente del destino sino del ser mismo de Occidente como objeto y como objeto del pensamiento. Los Holzwege, por lo tanto, la Carta sobre el humanismo y Sein und Zeit, pero también el autor maldito de La Movilización total,[6] ese pensador de dudosa y siniestra posterioridad, aquel a quien ningún Niekrisch[7] absolverá jamás del crimen de haber producido a un Räuschnig[8]: Ernst Jünger, él mismo, a quien habrá algún día que ponerse a leer, dígase lo que se diga. ¿Por qué? Porque en él se lee claramente, con medio siglo de antelación, la descripción teórica de lo que promete el mundo moderno. El efecto «historial» de ese «invierno sin fin», de esa «noche del mundo» que anuncia el apogeo de las técnicas. El paisaje singular de un Universal mundializado por la obstinación conjugada del Capital y de su Sombra, la tradición socialista.
¿Qué es, en efecto, la movilización total? La esencia, claro está, de la carnicería de 1914 a 1918, pero también, más profundamente, el advenimiento de una figura inédita sobre la superficie del planeta. La generación, de un extremo del mundo al otro, de un «estilo» que no han conocido ninguna de las civilizaciones anteriores. La figura del Trabajador como estilo y destino del hombre, del hombre nihilista contemporáneo… El trabajo, dice más o menos Jünger, no constituye el lote de los condenados solamente: se ha vuelto el de la tierra misma en su íntima relación con nosotros que le damos forma. Ya no es la suerte reservada a los humillados, a los explotados, a los oprimidos: es el horizonte de una literatura en la que socialistas y capitalistas tienen los mismos derechos y del mismo modo que los sacerdotes y los sirvientes. No hay región del ser que escape a su ley. No hay individuo que no se pliegue a su imperativo. No hay grupo social que no reparta ese pan de cada día. Ciertamente, la lucha de clase subsiste y sigue marcando el ritmo a la cacofonía industrial. Es probable, incluso cierto, y empíricamente evidente. Pero se ordena enteramente esta lucha al compás idéntico que el historicismo burgués no se cansan de repetir con su registro propio: el canto ronco y monótono de este estilo «obrero» en que las singularidades de antaño han hallado, por fin, su milagroso melting-pot.
Tal era ya la intuición de Nietzsche cuando profetizaba en un fragmento de La Voluntad de Poder esta «blanca generación de liberales» que iba a acumular los atributos de los siervos y de los «hombres de más» del ayer: y sólo se equivocó al pintar esta generación con los colores de las «finanzas» y del «comercio».[9] Tal será la de Bataille al diagnosticar en el moderno olvido de las insignias del derroche, la aurora de un mundo sin soberanía: con la reserva de que él seguía viendo, a su vez, en la lucha de clases «la forma superior del potlatch».[10] Es, más próximo a nosotros, la de Klossowski cuando describe, respecto a Nietzsche justamente, un universo donde los amos ya no serán los amos, ni los esclavos tampoco serán los esclavos, donde todos quedarán uniformemente confundidos en «la eterna necesidad» de una «fermentación» desprovista de sentido —y desprovista del sentido del Poder[11]: pero él también comete el error de no ver, en dicho estado, el sello de la más implacable dominación que haya inventado Occidente, pues hay que profundizar más todavía la verdad de esta blanca generación de liberales, de este poder desprovisto de su soberanía de esta certidumbre generalizada. Hay que pensar hasta su último fundamento esta uniformidad en lo Medio, este equilibrio en el Estiaje. No como advenimiento de una seudo «nueva clase» en la que cada cual comulgaría en su misma lúgubre media. No como la forma degenerada del antiguo enfrentamiento del lobo con el lobo. Tampoco, en fin, como la desaparición «acéfala» del constreñimiento y de la fuerza considerados como los únicos o principales atributos del poder. Sino más bien como la forma absolutamente inédita de una barbarie proletaria, como ejemplificación de esta tesis en la que me siento inclinado a ver el principio de comprensión del nihilismo contemporáneo: el proletariado es la clase que ha fracasado en dar a luz la sociedad sana, pero que prevalece, al contrario, al consagrar el estado bárbaro.
De modo que hay que puntualizar, afinar lo que exponía yo anteriormente. «Clase imposible», decía yo, entendiendo por ello la imposibilidad de una «clase», de un polo antagónico que socava con su negatividad el equilibrio del cuerpo social —e intentaba con ello acosar al optimismo histórico en su más solido baluarte político—; pero añado ahora: «estilo» posible, muy posible, si se entiende ya no como negativo sino como positividad, ya no como un miembro sino como el cuerpo entero, ya no como «ideal adverso» sino como lengua y característica del Orbe y de la edad modernos —y no hago aquí otra cosa que llevar hasta el fondo la hipótesis del pesimismo. El proletariado, decía también, no tiene, no puede tener la unidad política que le atribuyen sus devotos, es una nada de identidad, una ausencia de diferencia, un total indiscernible; pero digo más: la confusión no excluye la homogeneidad, la uniformidad en la nada, el color plano en lo innominado —e incluso se necesitaba de aquello para que esto tuviera lugar. He sostenido que todas las revoluciones de este siglo son revoluciones burguesas, que no hay 1871, 1917, 1949 que no se reduzcan al modelo histórico que se produjo en 1789; pero la paradoja se invierte y se puede sostener por ello que no existe burguesía que haya reinado jamás en su propio nombre y en persona, que no haya dominado sino en la ausencia y el retiro —es decir: que no "hay revolución moderna que no sea plebeya y obrera en el sentido amplio del término. ¿Es el proletariado la única clase que no puede verse? Ciertamente, pero esto constituye la prueba, no tanto de su desaparición como de su omnipresencia. Sin cultura, pero rodeada de cultura por todas partes. Sin representación colectiva, pero por todas partes rodeada de representaciones colectivas. La ideología dominante, para parodiar a los marxistas, se está volviendo tal vez la ideología de las clases dominadas.
¿Qué pruebas hay de ello? Las proporcionaré un poco más adelante con respecto al marxismo, promovido hace poco al rango de cultura hegemónica en las sociedades occidentales. Señalo por el momento algunos síntomas, a título de referencias y de índices. La persistencia, por ejemplo, de temas políticos tan trasnochados, tan poco creíbles, sobre todo, como el de la nacionalización. El retorno de esos viejos espejismos que nos llegan del fondo de los tiempos de la modernidad y que cada cual, sin embargo, tanto a derecha como a izquierda, cree justo y bueno enarbolar como bandera: conjunto de accionistas, participación, autogestión… La fuerza nueva de sus poderes casi feudales, de estos auténticos «privilegiados» que son los sindicatos. La extraña y paradójica vitalidad de estos partidos fósiles de los que regularmente se anuncia una decadencia que no ocurre jamás: los partidos estalinistas. ¿Dónde se ha visto que estén en decadencia? Jamás han sido tan poderosos ni han estado tan próximos a ejercer el poder. ¿Dónde se ha visto que estén desalentados? Hablan mejor que nunca su célebre doble lenguaje: la adhesión de principio a la «alternancia» por un lado y, por otro, la obstinada creencia en un socialismo irreversible tan pronto se haya desencadenado su proceso. ¿Se trata de una contradicción? Más bien, es una fina, finísima intuición del devenir previsible de las máquinas capitalistas. George Orwell predecía un porvenir proletario donde los obreros serían los esclavos; Georges Marchais, por su lado, apuesta por un porvenir proletario en que los obreros serán los amos y los grandes organizadores. El proletariado; último avatar de la burguesía decadente.
Hoy ya casi no hay «clases peligrosas»; ya nadie cree seriamente en la amenaza que representan. Se encuentran sencillamente en trance de ocupar el centro y el trono de las máquinas de producción. La edad «posindustrial» cuyos elegantes reformistas nos calentaban diariamente las orejas, consiste en la embriaguez de la técnica y en la religión de la gestión: sus sacerdotes serán un día los mantenedores directos del procedimiento técnico, las clases laboriosas. ¿Se trata del peligro comunista? Lo llaman eurocomunismo, socialismo con rostro humano, poder de los trabajadores: todo parece dar razón a la obstinación de los P. C. occidentales. ¿Se trata del capitalismo? No está próximo, lo he dicho ya, a extinguirse ni a deteriorarse, ni siquiera se ha alejado hasta el punto que creen los análisis economistas del Capital: pero con esta reserva de que sus condenados ya no son los excluidos. Pues, profecía por profecía, echemos aquí la buenaventura: un capitalismo que ya no es el reverso, un proletariado que ya no es el anverso, un capitalismo proletario, un proletariado capitalista, un modo de producción que, sin dejar nunca de ser lo que Marx decía de él, quedará en lo sucesivo totalmente empapado de valores y de representaciones proletarias.
Esta idea no le era, por lo demás, ajena al mismo Marx. Veía en ella uno de los posibles porvenires del Capital. En los Estudios filosóficos existe un texto poco conocido que, precisamente, la elabora. Este texto evoca un modo de producción del que, por lo que yo sé, apenas si volverá a hablar y que es difícil integrar en el clásico ensamblaje. De un modo de producción que él denomina «comunismo burdo y vacío de pensamiento».[12] ¿Por qué «comunismo»? Porque ha abolido la propiedad privada y porque ha abolido por ello las diferencias de clases. ¿Por qué «burdo y vacío de pensamiento»? Porque sólo ha abolido aquella generalizándola; porque sólo ha abolido estas extendiendo a todos los hombres la condición de obrero. «La comunidad», dice Marx, «sólo es la del trabajo y del salario pagado por el capital común, por la comunidad en cuanto es capitalismo general»… Existe allí una especie de socialismo ya que la lucha de clases ha desaparecido y el campo social se unifica; sigue existiendo allí, por lo tanto, una especie de capitalismo común y general, sin duda, pero que no deja de ser capitalismo, porque subsiste el Capital. Existe también allí un régimen «proletario», ya que el salario se ha vuelto el destino común; pero además, se ha convertido, no obstante, en un régimen ,burgués», ya que el capital no ha hecho más que dividirse o uniformizarse, lo que de hecho significa lo mismo —lo mismo que su permanencia. ¿Se dirá acaso que el proletario ya no existe porque el vínculo de explotación no se ve claramente en el contrato de trabajo? Existe más que nunca, ya que no necesita contrato para consagrar su vida al trabajo. ¿Se dirá acaso que ya no se trata de proletariado porque no tiene frente a él fuerzas antagónicas? Es asunto de definición, pero constituye, en todo caso, la prueba de que se encuentra en trance de convertirse en el nuevo amo de la tierra. El «comunismo burdo y vacío de pensamiento» sigue siendo el viejo economismo cruzado de humanismo socialista. Tal es la profecía marxiana de la doble hegemonía que evocaba yo al comienzo.