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EL DANTE DE NUESTROS DÍAS

He aprendido más con la lectura de Archipiélago Gulag que con muchas cultas glosas sobre los lenguajes totalitarios. Debo más a Soljenitsin que a la mayoría de los sociólogos, de los historiadores„ de los filósofos que reflexionan, desde hace treinta años, sobre el destino de Occidente. Enigma de este texto que, apenas escrito y publicado, bastó para hacer bascular nuestro paisaje y nuestras referencias ideológicas.[1]

¿Qué dice exactamente que resulte tan decisivo y tan turbador? ¿La verdad sobre la U.R.S.S.? Conocíamos esta verdad, otros ya la habían formulado, desde Koestler y Camus, desde Rousset y Merleau-Ponty. ¿«Informaciones» sobre los campos de concentración? Poseíamos estas informaciones, disponíamos de las cifras, aproximadamente, más !qué pesa un cero cuando se calcula en mega-muertos! ¿Un testimonio inaudito? También sabíamos esto, habíamos escuchado a London, habíamos leído a Medvedev, los supervivientes habían hablado y se había consignado su relato… Con Soljenitsin pues, y gracias a André Glucksmann, se trata de otra cosa. Un efecto, unos efectos, que ya no constituyen solamente «la verdad». Un texto que ya no busca «enseñar» ni dar una «lección». Sino una obra de arte en primer lugar, que, como toda obra de arte, literalmente no prueba nada sino que da figura a lo irrepresentable, da nombre a lo innominable, obliga sobre todo a creer aquello que nos contentábamos con saber. Soljenitsin es el Shakespeare de nuestra época, el único que ha sabido presentar los monstruos, que ha obligado a ver cara a cara el horror, y forzado a contemplar fijamente el Mal. Nuestro Dante, igualmente, porque ha recibido del Poeta ese fabuloso poder de convertir en imágenes y en mitos lo que se sustrae por naturaleza al análisis y al concepto. Era necesaria una Divina Comedia para representar el Infierno, el moderno Infierno del Gulag, cuya atroz topografía traza él, libro tras libro…

De ahí sus efectos en cadena y, en primer lugar, en lo que se refiere al marxismo. Bastó con que Soljenitsin hablara para que despertáramos de un sueño dogmático. Bastó con que apareciera para que se clausurara una larga, demasiado larga historia: la de aquellos marxistas que, en busca de un culpable, remontaban desde hace treinta años el curso de la decadencia, pasando dolorosamente del «fenómeno burocrático» a la «desviación estaliniana», de los «crímenes» de Stalin a los «errores» de Lenin, del leninismo en fin a las equivocaciones de los primeros apóstoles, atravesando una tras otra las capas del suelo marxiano, sacrificando en cada instancia una víctima expiatoria, mas conservando siempre, por encima de toda sospecha, aquello que él se atreve a denunciar por primera vez: al padre fundador en persona, Karl Kapital, y a sus sagradas escrituras. Fue necesario este acontecimiento, por lo tanto, para que fuese posible decir a los nostálgicos de la edad de oro, a los puristas impenitentes, que no hay, en mitad de la pendiente, un vivo manantial de fe en donde nada hubiese tenido lugar, en donde todo fuera posible, lo mejor y lo peor, en una virginidad matutina y primordial hacia la cual, cada diez años, se nos ordenaba volver. Fue necesaria esta obra para que se volviesen decibles, simplemente decibles, esas palabras que teníamos en la punta de la lengua pero sin atrevemos a proferirlas, que presentíamos sin saberlas o que sabíamos sin decirlas: no hay gusano en fruto, no hay pecado tardío, porque el gusano es el fruto y el pecado es Marx.

Piénsese, entonces, en esta impostura colosal en la que vivimos desde hace casi cincuenta años. Si se trataba de juzgar y de criticar los principios del liberalismo, nunca había demasiada Historia, Historia concreta y sangrante, para oponérsele; nadie se abstenía de medir la Declaración de los derechos del Hombre por el rasero de la matanza de los indios o de la ley de Le Chapelier[m]; no había libertad formal que se enfrentara al escándalo y a la mentira de sus encarnaciones. Cuando se trataba, por el contrario, del marxismo-leninismo, una misteriosa impunidad parecía presentarlo; un extraño privilegio lo retenía en las cimas, no valía ningún argumento histórico cara a la autoridad doctoral de su doctrina. Dos pesos y dos medidas. Lo que es verdad en el Oeste resulta falso más allá del telón de acero. Ha sido necesario, además, que apareciera Soljenitsin el Zek, el miserable Soljenitsin, para enderezar las cosas. Proclamar lo que, una vez cerrado el libro, aparece como una evidencia. Evidencia de tal calibre que uno se asombra de haber podido desconocerla durante tanto tiempo El campo de concentración soviético es marxista, tan marxista como Auschwitz era nazi. El marxismo no es una ciencia, sino una ideología como las demás, que funciona como las demás, para disimular la verdad al mismo tiempo que para modelarla. El horror no es una desviación, una verruga, un absceso, en el costado del Estado proletario, sino un efecto, entre otros, de las leyes del Capital. ¿Por qué haber tardado tanto en tomar al pie de la letra el artículo doctrinal que hiciera grabar Beria en las puertas de la Kolyma?[2]

También en este caso lo sabíamos. Bastaba con leer.[3] Estaban disponibles los textos que lo decían claramente. Se conocía la participación que instaura el marxismo entre los responsables, por un lado, los funcionarios de la Historia, los confidentes de la providencia, eternos herederos de Kautsky quien es acaso el verdadero «auctor» del Estado socialista —y por otro, los ignorantes, los juguetes y las marionetas, los ciudadanos de la sombra y la carne de cañón, el infame rebaño que, desde Pedro el Grande hasta Stalin no ha dejado de doblar la cerviz. No se podía desconocer esa cuchilla sangrienta que, desde los Manuscritos hasta El Capital, excluyó a los marginados, los desclasados, los campesinos, todos esos miserables, esa canalla a la que los doctores Marx y Engels no permitían que pudiesen ensuciar las radiantes avenidas del mundo nuevo. Se sabía por dónde pasaban las alambradas de clases, no sólo, ni siquiera esencialmente, entre la burguesía y sus enterradores, entre los partidarios de lo Antiguo y los de lo Nuevo, sino también, sobre todo, entre estos y la crápula, la plebe y el lumpen que constituyen algo así como su negativo y su grado cero. Se sabía pues, pero se olvidaba, se rehusaba y se omitía ver. Y en elle también reside el mérito de Soljenitsin: en obligar a ver. La fuerza de su texto consiste en prohibir la ceguera. Luminoso Archipiélago, que prueba con letras de sangre que el marxismo también es una policía.

¡Y qué policía!: el terror, la consigna mental. ¿Se ha visto alguna vez a los policías servir a la causa de la liberación de los hombres? ¿Se ha visto alguna vez un orden que se justificara, con semejante fuerza, sobre la necesidad de una Historia y la verdad de una Dialéctica? Vichinsky y Bakarin tenían, al menos, en común este punto de ser ambos marxistas: y en nombre de estos mismos principios, por consiguiente, el primero acusaba y el segundo confesaba. Jamás Príncipe alguno supo enseñar con semejante eficacia la resignación y el consentimiento: entre el Poder rojo y sus víctimas existe, al menos, este lugar común, esa lengua de hierro y de granito que es la adhesión, exhaustiva o apasionada, al cuerpo mismo de los principios. No existe marxista encarcelado que no crea en la profunda legitimidad marxista de su reclusión. No hay sometido a quien el vigilante Marx no recuerde que uno tiene siempre razón al someterse. Cuando se piensa en los tesoros de casuística que ha necesitado la Iglesia para justificar la matanza de los Santos Inocentes, cuando se recuerdan las polémicas en torno a la intervención norteamericana en Vietnam, uno se ve obligado a reflexionar sobre este prodigioso discurso de servidumbre voluntaria. No se puede dejar de pensar en la razón universal que no se cansa de echar la culpa a los fusilados contra los fusiladores.

Marx, por lo tanto, Maquiavelo del siglo. La U.R.S.S., o la filosofía en el poder. Se ha hecho la prueba, en to caso, de que socialistas no son solamente unos soñadores, unos mansos e infatigables utopistas, que proyectan en el cielo de las ideas el suspiro y el tormento de los humildes y de los humillados: que el estalinismo es un modo de socialismo, el modo de ser del socialismo, el socialismo en la medida en que se encarna y toma cuerpo en la realidad. Que la sociedad sin clases, por ejemplo, no es tan sólo un fantasma optimista y mesiánico, irrealizable e inaccesible como todos los sueños políticos: que ella existe, al contrario, que es el otro nombre del Terror, el otro nombre de la exterminación del campesino acomodado mediante la colectivización de la tierra en la U.R.S.S., el remate muy real de ese proyecto inaudito de arrancar un pueblo a su anclaje, a su linaje y a su geografía. Que el Gulag ni es una tachadura ni un accidente, que no es simple llaga ni secuela del estalinismo: sino que es el correlato obligado de un socialismo que sólo puede realizar lo homogéneo rechazando hacia sus bordes las fuerzas de lo heterogéneo, que sólo puede apuntar a lo Universal acorralando a sus rebeldes, a sus irreductibles singularidades, en las tinieblas exteriores de una no-sociedad. No hay campos de concentración sin marxismo, decía Glucksmann. Es preciso añadir: no hay socialismo sin campos de concentración, no hay sociedad sin clases sin su verdad terrorista.[4]

¿Ha entendido Occidente la lección? Somos muy pocos, en todo caso, los que hemos escuchado a Soljenitsin. Por ahora, las miradas se dirigen más bien hacia Marx y hacia Stalin. Porque, en fin, esta sociedad sin clases que linda con el infierno concentracionario ¿no es, acaso, la realización práctica del más antiguo, del más tenaz proyecto del Príncipe liberal? ¿No se ve en ella, a las claras, lo que puebla de fantasmas, desde hace dos siglos, pero que no se atreve a llevar a término, el estado de lo Universal y la sociedad de lo Uniforme? ¿Qué es el socialismo sino la prueba concreta de que el sueño de aplastar el espacio y el vínculo social no es un sueño demente sino que puede, efectivamente, ocurrir? La Kolyma no se encuentra detrás de nosotros como el vestigio lejano de una representación rudimentaria. Se encuentra, quizá, delante de nosotros, como la terrible premonición de la desocialización bárbara y de sus condiciones de posibilidad.[5] El estalinismo no ha muerto, ni se encuentra enterrado en la conciencia culpable de sus renegados: él da figura acaso al horizonte de esta humanidad desarraigada, abstracta y equivalente, cuyos Príncipes risueños quisieran convertir en materia de Poder. Cuidado con el estalinismo con rostro humano, que bien podría tener el cuerpo de aquello que nosotros llamábamos antaño las sociedades de libertad y que adopta hoy la forma de una «tecnocracia» peripuesta.