FIGURAS DEL TOTALITARISMO
Esto es, por consiguiente, lo que se refiere al plan y a la genealogía. Queda por aplicar el modelo y pasar revista a sus figuras, que no son, como ya veremos, las que nos ofrece el lugar común.
Es falso, por ejemplo, que el totalitarismo sea, como suele decirse, una versión del oscurantismo, y que elija su morada en un romanticismo nocturno, poblado de sombras y de misterio; es falso que haga su apuesta principalmente por lo irracional y que rechace la racionalidad. Pues si su proyecto, como creo haber demostrado, consiste en apropiarse, mediante el Estado, del cuerpo de la sociedad, esta apropiación supone, a su vez, la claridad más cruda, más extrema: no tolera el menor vacío, ninguna zona de sombras donde justamente se anidaría una posible disidencia. Si se trata, efectivamente, de reabsorber el intervalo que se ha mantenido siempre entre lo civil y lo político, no descansa hasta reducir al mínimo la menor mancha opaca, el menor punto ciego que exista en la superficie social: sólo concibe esta superficie como lisa y translúcida, como un espejo fiel que reflejara su propia imagen. No es por azar que los campos de concentración soviéticos se hayan concebido y organizado según un modelo racional, cuasi industrial, tomando de un ideólogo de la Iluminación, Théodor Frankel. No resulta indiferente que el Leviatán, de Hobbes, que, según nos dice Deutscher, había leído y meditado Stalin, termine con un himno a la claridad y a la luz universal. Tampoco hay por qué asombrarse de que tantas sociedades que se denominan socialistas sean sociedades de la calle, donde todo ocurre en la calle, donde las reuniones privadas son tan severas, tan rigurosamente controladas. Porque el Estado fascista es, ante todo, un Estado de la mirada: Jean Moulin es el hombre de la noche, sus torturadores son los que sostienen la antorcha. Porque las sociedades totalitarias son sociedades de transparencia, gobernadas por príncipes insomnes que sueñan con casas de cristal: ¿qué hace Lenin cuando accede al poder? Electrifica Rusia… Hitler ha ganado la guerra, decía yo; pero todo el mundo se ha apresurado a olvidar sus misas negras y sus desfiles de antorchas; se ha dado prisa en reducirlas a un caso particular y patológico del hecho totalitario.
Hay que acabar igualmente con este mito tenaz que dice que el totalitarismo es sinónimo de regímenes policiacos; que por todas partes en donde la policía impera, el fascismo va a su zaga; que por doquier donde no se ve la policía, el fascismo le lleva la ventaja. También aquí hay que decir lo contrario: el Estado totalitario no consiste en policías, sino en hombres de ciencia que están en el poder; no es la fuerza desencadenada, es la verdad encadenada; no es la represión brutal, es la ciencia y el rigor. Quien dice poder total dice, en efecto, saber total; quien dice control permanente, dice examen universal; no hay auténtica transparencia sin transparencia de la razón. Los hombres de la Ilustración también habían comprendido esto, pero mucho se guardaron de sacar sus consecuencias. Ya el viejo Bentham soñaba con una «panóptica», pero el liberalismo andaba ojo avizor, al oponerle el Estado «policía», si bien de tipo mínimal. De modo que el estalinismo no ha inventado la G.P.U., ha inventado la planificación, o más bien la ha sacado de las carpetas de la memoria burguesa: le ha dado cuerpo a la hipótesis de que la unidad de un poder supone la unidad de un saber. De modo que el nazismo no es, en primer lugar, la Gestapo, es, tal vez, la corporación; ya no la de la Edad Media, que implicaba la ceguera, que suponía la opacidad, que acotaba en sí misma la mónada económica; sino la corporación moderna, la que traduce el desorden del Mercado a un orden dominado, enmarcado, es decir, por lo demás, sabido. ¡Cuidado con la república de los intelectuales! Bien vale un régimen de soldados.
Razón por la cual tampoco se ha de comprender nada del hecho totalitario mientras se siga repitiendo esa fórmula boba y huera que se aprende en los malos manuales: el fascismo es el final, es la muerte de la ideología. ¿Qué hace un estado cuando acaricia el descabellado proyecto de confundirse con la sociedad que administra? Le impone un lenguaje, su lenguaje, su discurso, pretendiendo haberlo descubierto en ella y no haber hecho otra cosa que transcribirlo —entre los estalinistas esto se llama el «centralismo democrático». ¿Qué se entiende cuando se habla de Estado total y de su negación de la división y de la polifonía social? Se entiende, no el Estado, sino el discurso total, el que pronuncia sobre sí mismo y, de rebote, sobre la sociedad que niega —homenaje de Carl Schmidt a la palabra inspirada de un Hitler «ventrílocuo»… ¿Cuál es la política de un Estado marxista, cómo define la instancia de lo político, él, que pretende haber roto con los modelos burgueses? Se trata de una política del Verbo, del verbo encargado, encarnado y realizado, de un hacerse-verbo de la realidad, de un hacerse-realidad del verbo —consumación del sueño burgués, advenimiento de lo Universal… El Estado totalitario no es, no puede ser la gestión, la administración de las cosas: porque el saber que moviliza es un saber que produce y transforma, tanto como mira y consigna. No es un Estado infraideologizado: es, al contrario, el triunfo de la ideología, el lugar de su mayor y más espectacular poderío. ¿Pues para qué serviría en lo sucesivo? No solamente para ocultar, para disfrazar la realidad, sino también para moldearla, para deformarla e instruirla.
Lo mismo vale para los súbditos, que dentro de él tampoco son los reprimidos que suele decirse, los silenciosos en que se suele creer. Lo mismo, por lo tanto, en lo que atañe a su propia palabra que el Estado no amordaza, no censura ni asfixia. Porque si pone efectivamente la mira en el poder absoluto, si apunta al dominio de las almas al mismo tiempo que al de los cuerpos; si pone la mira en el dominio de las almas, tiene que sondear el corazón tanto como torturar la carne; y ese corazón cuya adhesión desea, mejor no lo puede sondear que obligándolo a charlar, haciendo acopio de su palabra libre para confiscarla enseguida. Kautsky es el verdadero fundador del Estado leninista porque es el primero que describe el esquema de este acopio y de esta confiscación. La teoría maoísta de la verdad que viene de las masas para retornar a ellas es, probablemente, la piedra angular de la dictadura china. No hay dictadura lograda, en efecto, sin la colocación de estos procedimientos, gracias a los cuales, se invita, se fuerza, a hablar. El totalitarismo es la confesión sin Dios, la Inquisición con la denegación del súbdito por añadidura. Allí donde la era cristiana tropezaba con la voluntad propia de los fieles, él la convierte en el instrumento mismo de su proyecto de avasallamiento. Stalin hizo asesinar a Kirov en la oscuridad de Leningrado; pero Kamenev, Zinoviev y Bujarin mueren por declarar contra sí mismos, tras interminables procesos que no tenían otro objeto, justamente que el de hacerles hablar… O bien se comprende, más próximo a nosotros, que existe una amenaza de totalitarismo cada vez que una sociedad nos obliga a decirlo todo: peligro de la sociología y de las prácticas que con ella se vinculan. Que existe una sorda intención de poder y probablemente de poder absoluto, cada vez que se esgrime el eslogan de «la liberación» total y de la palabra desencadenada: peligro de izquierdismo necio, redundante y reiterativo. Que la libertad, en fin, es amenazada cuando un magistrado considera justo y bueno reclamar que se rompa el sigilo de un proceso: como el juez Pascal, figura totalitaria de la justicia llamada popular. ¿Cuándo habrá una constitución que haga del derecho al sigilo un imprescriptible «derecho del hombre», menos baluarte que refugio de nuestra soberanía?
¿Habrá que decir por ello que el Estado totalitario es un Estado omnipresente, molesto y colosal? ¿Habría que atenerse a estas otras imágenes del Estado como «monstruo frío», «Moloch» y Leviatán? Una vez más hay que hacer aquí una distinción y refinar el análisis. Es omnipresente, en cierto modo, porque apunta al poder total, por el sesgo de un saber total. Pero sólo consigue y ejerce este poder total, este saber universal, haciéndose invisible y casi ausente. ¿Qué es, en efecto, lo Político cuando el Estado se proyecta integralmente sobre la trama del tejido social? Es cierto, o caso, que no se trata del viejo modelo platónico del orden de la «polis»; que tampoco se trata del esquema hegeliano de una gestión de lo Universal localizado en un punto del edificio; que tampoco se trata, por lo tanto, de un modelo a la Clausewitz, ni siquiera a la Nietzsche, de la paz y de la guerra entre unidades aisladas, relativamente autárquicas. Un Estado es totalitario cuando, al diluir lo Político, finge anularlo y abolirlo; cuando, al multiplicar los focos de dominación, disuelve la figura del Amo; cuando proclama al mismo tiempo que «todo es política» y que «la era política llega a su término». Su figura ideal es el Estado evanescente, discreto e imprescindible; su figura consumada es el estado que ya no se ve, que está presente en todas partes; el totalitarismo dice, a su vez, en cierto modo, «la menor cantidad de Estado». ¿Paradoja? Véase a Lein en El Estado y la revolución: hay que hacer la distinción, dice, entre la «abolición» y el «deterioro» del Estado; el Estado proletario es un Estado que languidece, sin que por ello quede abolido. Véase simplemente a Stalin, quien sostiene hasta el fondo esta doble tesis: el Estado socialista es un estado en vías de extinción, pero esta extinción se considera como su reforzamiento; una vez más todo está el Estado sólo puede reforzarse y absorberse, por consiguiente, el cuerpo de la sociedad, aceptando el hecho de languidecer, es decir, de extinguirse como estructura espectacular.