CREPÚSCULO DE LOS DIOSES
Y CREPÚSCULO DE LOS HOMBRES
A partir de aquí, de esta definición de la barbarie, se puede, creo yo, reanudar la cuestión clave de nuestro tiempo, la que experimentamos todos como paradoja y tragedia: la cuestión, el enigma acaso, del Estado totalitario.
¿Por qué la «cuestión clave»? Porque el totalitarismo, lo repito, no es otra cosa que lo nuevo, lo inaudito de nuestra época, su pasado que no pasa, la figura misma de su porvenir. La revolución está ahí, la única revolución lograda, en un siglo que tantas ha conocido y que tantas ha visto abortar. No hay que ir más lejos en busca de los movimientos de masas de la plebe insumisa y triunfante, aunque vuelva a marcar el paso y se encuentre salvajemente aplastada bajo la bota. No hay que ir a buscar a otra parte los nuevos modelos de crecimiento, de sociedad, de civilización, que los príncipes modernizados prometen cada año nuevo. Pues el estalinismo y el fascismo no son los procedimientos que ha pretendido creer durante largo tiempo nuestra amnesia, sino que son los alambiques planetarios donde se experimentan desde hace cincuenta años las nuevas formas del poder. Pues tampoco se trata de accidentes que se puedan repasar, de incidentes a los que rápidamente se pone término, de paréntesis que se cierran enseguida, sino de una ruptura, de una fractura histórica sin precedentes, como dicen nuestros sismógrafos, que harían mejor en releer a Carl Schmitt, teórico del Estado Nazi, que vaticinar sobre mayo del 68. Hitler y Stalin son los falsos peleles, los verdaderos pensadores de una mutación política como Occidente acaso no la ha visto jamás desde la aurora de su declinación. ¿Hitler legislador? ¿Stalin fundador de la Ciudad? Sin embargo, es esta la verdad cuya medida hay que tratar de tomar en fin de cuentas.
Porque si el hecho totalitario consiste en este radical inédito, en esta cesura en el tiempo del Poder, fue preciso, para que se produjera, que algo tuviese lugar, que un punto llegara a soltarse en el tejido doblemente milenario. Si Hitler no ha muerto en Berlín, ni Stalin en Moscú, si siguen penando en nuestras noches y acampando en una posguerra resueltamente interminable, fue necesario un desplazamiento, un deslizamiento por lo menos, en el escenario de la Dominación tal como la erigiera Occidente. Vale decir que fue necesario que la figura del Poder quedara afectada por una corrosión análoga a aquella con respecto a la cual ha mostrado que gobierna el destino de la técnica, del deseo o del progreso. Lo cual, de manera esquemática, significa más o menos lo siguiente: el Poder tiende, a su vez, a una muerte absoluta que es algo así como la pendiente o la decadencia hacia la cual se dirige —no hay Poder que no ponga la mira en el Poder absoluto; sólo se retenía hasta ahora apuntalándose sólidamente mediante un juego de reglas y de normas, de tabúes y de cerrojos —un Estado liberal es un Estado que se censura a si mismo—; no hace otra cosa, en fin, en su perversión totalitaria, que pulverizar estos códigos, romper estos frenos seculares —finalmente volviéndose a juntar por ello, con la verdad de su esencia. Aquí reside el misterio: el fascismo no es un Estado reforzado, sino un Estado amputado; se constituye por sustracción, no por adición; con respecto al Poder, no es un excedente, sino propiamente un déficit…
¿Déficit de qué? La izquierda tiene, sobre este punto, una respuesta en forma de estribillo. Allí donde hay Poder, hay Resistencia, y esta Resistencia frena y controla el Poder. Allí donde hay Estado, hay luchas de clases y de ahí procede la obstinación de los Estados en sobrevivir a sus dominios. Todo es simple para un hombre de izquierdas: si se hacen frentes populares se evita la peste parda; si se desmoviliza el proletariado se va derecho a ella; el fascismo no pasará, no pasará mientras estemos aquí; si termina por pasar el fascismo es que no hemos sabido resistir lo suficiente…
Siempre la misma ceguera ante la realidad de la barbarie. ¿Quién nos explicará, a partir de razonamientos de este tipo, por qué a la hora de una resistencia que se encarna en un proletariado hoy en este siglo, justamente, el fascismo ha pasado? ¿Por qué no en esos tiempos que suelen llamarse oscuros, en que los esclavos sólo poseían sus cadenas y ningún punto de apoyo para oponerse a los abusos de poder? El pueblo alemán resistía cabalmente y ninguna resistencia en el mundo pudo frenar la ascensión de Adolfo Hitler. El proletariado soviético estaba movilizado, tremendamente movilizado, y esto no impidió a Stalin convertir esta movilización en el monstruoso instrumento de un fascismo proletario. Los pueblos están ahí y resisten lo que pueden, combaten y mueren —y nada impide a un Pinochet cualquiera reinar sobre el planeta…
De ahí se deduce esta consecuencia: si el fascismo es irresistible, si es preciso para pensarlo liberarse del concepto de resistencia, es necesario igualmente, en este mismo movimiento, volver a fundir y a edificar el concepto de Poder. ¿De qué poder se trata cuando se le opone una resistencia coextensiva con respecto a su espacio, contemporánea de sus efectos? De un poder que se representa con metáforas guerreras, que no es más, en el fondo, que una modalidad de la guerra. ¿De qué poder se trata cuando se dice que está arruinado por los anticuerpos, socavado por los enterradores, cuando uno cree que está detenido, inhibido por las fuerzas que le son contrarias? De un Poder militar y militarizado, de una pura relación de poder que se encarna en estrategias y en tácticas adversas, en plazas fuertes políticas y en máquinas de asedio revolucionario. Tales son la imagen y la fórmula que predominan en el presente y que son reemplazadas por el esquema caduco del contrato. Tal es el fondo común a los marxistas ortodoxos y a quienes como Foucault, definen una clase como una unidad estratégica, un texto político como un manual de combate, una relación social como una guerra de posiciones.[10] Con ello, por lo tanto, habrá que romper si se quiere dilucidar el misterio de la barbarie: si el totalitarismo guarda relación con el poder, habrá que cambiar primero de terreno para definir este Poder con el cual se relaciona.
Este nuevo terreno donde yo quisiera ahora situarme es el que señalaba Platón cuando en el célebre mito definía al político como un divino pastor que conduce el rebaño humano. Aquel que balizaba Comte[11] cuando trataba de analizar el Estado moderno como efecto o reflejo del fenómeno monoteísta. Y aquel sobre todo que exploraba un Freud ya viejo en el admirable Malestar de la Civilización.[12] Occidente no ha cesado, desde su más lejana aurora, de reflejar el Poder en el espejo de lo Divino. No ha encontrado hasta ahora mejor vínculo social que el clásico vínculo religioso. La política nunca es otra cosa que una figura de la Religión… ¿De dónde sacaba su dogmática el Estado teocrático, sino del formulario de los Padres y de los mantenedores del derecho canónico? ¿De dónde continúa bebiendo el moderno Príncipe sonriente, sino del depósito de amonestaciones y promesas que San Agustín y otros habían catalogado antaño? Si el Poder es el Mal, si desea el Mal, si piensa el Mal, han sido necesarios dos mil años de creencias y de devociones para exorcizar sus efectos y censurar su progreso. Si hay un término, un límite que lo haya preservado hasta ahora de su tendencia y de su verdad, acaso sea la Religión a secas, como vínculo y cimiento social.
¿Constituye el totalitarismo la novedad de nuestra época? Ciertamente, pero hay que puntualizar en seguida que la crisis de lo Sagrado es lo primordial y lo decisivo. ¿El Estado bárbaro es acaso el presentimiento de nuestro futuro? Sí, pero hay que enraizarlo en este oráculo inaugural que es el nacimiento del Estado ateo. El mundo, después de todo, ha conocido sociedades sin Historias y, como suele decirse, sin poder. Pensamientos sin ciencia y sin filosofía. Ciudades sin artistas y sin literatura. Pero es la primera vez, hoy, que se las arregla sin un referente, sin un enganche con lo divino. Es la primera vez que rompe con este teísmo difuso sin el cual jamás han funcionado las sociedades. Crepúsculo de los dioses, preludio al crepúsculo de los hombres. Vuélvase a estudiar la historia de las religiones para comprender lo que nos acaece y para comenzar a circunscribir la definición del hecho totalitario…
Primera definición: el Estado totalitario es el certificado de defunción de lo Político. Si es cierto, en efecto, que lo Político nunca se ha definido de otro modo que como versión de la Religión, podríamos vivir, por consiguiente, con el final de la una y con el próximo final del otro. Que yo sepa, nunca se ha podido salir, hasta Lenin al menos, del viejo esquema platónico. Desde la monarquía despótica hasta el despotismo ilustrado, desde el antiguo feudalismo hasta el ideal republicano, no veo política que no se haya subordinado a un soberano Bien y que no ofrezca un cielo para representar en él su ideal. Ningún orden de la Ciudad que no supusiera un suelo divino para anclar en él su procesión y medir en él a cordel la estela de su recorrido. «Si la multitud», dice Freud, «necesita un jefe, es necesario, además que este (…) se encuentre fascinado por una profunda creencia».[13] Montesquieu no decía otra cosa, ni Maquiavelo, ni Marx por supuesto. Richelieu, Disraeli, Bismarck o De Gaulle hicieron declaraciones semejantes. Es decir todos aquellos que han tratado de hacer o pensar la política dentro del orden de la Historia.
Bien se ve el espacio que deja esta «profunda creencia» desaparecida. El pastor loco e inconsciente, el rebaño desenfrenado y «desmoralizado», el Dios que se ha retirado, de una vez por todas, a su «puesto de frontera». Se acabó lo simbólico que instituye desde fuera el orden del orden y del movimiento. Se acabó el borde, la ultraestructura que justifique y santifique la división social. Se acabó la sublime viñeta en que se proyectaban las creencias y se fijaban las adhesiones. El Estado desacralizado, despojado de su objetivo, sólo tiene una opción entre dos caminos. O bien la red del abandono, la deriva de una política que, desprovista de sus enseñas, ya no logra producir el hacer-crecer: Luis XI podía atravesar París a lomo de mula, pues creía en Dios; no Valéry Giscard d’Estaing quien, al pasearse a pie por los Campos Elíseos, olvida que la transparencia sólo adquiere valor con un trasfondo de opacidad. O bien, y esto es más grave, el desencadenamiento bárbaro de un Estado que no responde a nada, que no responde de nada, que ya no tiene quien le responda ni tampoco un imperativo trascendente: no se puede comprender en absoluto el hitlerismo, si se olvida que uno de sus blancos era justamente el más allá, como recurso del súbdito y como límite del soberano, la figura de la trascendencia y de los delirios asesinos del poder.
Puntualizo y con ello emito una segunda definición: el Estado totalitario no es exactamente el Estado laico y sin creencia; es, con mayor exactitud, el Estado que seculariza la religión y que origina creencias profanas. El hitlerismo, una vez más: si lo que se trata de destruir es la religión del más allá, lo reemplaza por otra cosa que es la religión de la Vida, de la Naturaleza y del Infierno. Reléase Mein Kampf: apología de la muerte y de los muertos, de la sangre y de la raza, de la tierra y de la tradición. Toda una inmanencia agobiante y compacta que se diviniza, mejor dicho que se diaboliza, para convertirla en el nuevo culto del Estado totalitario. Si hay, desde Nietzsche a Hitler, si bien no una coherencia al menos sí una sorda connivencia, es allí, solamente allí, donde se encuentra: en este «sentido de la tierra» que proclaman de consuno Aurora y Mein Kampf, en este difuso vitalismo del que el alucinado de Sils-Maria nunca supo desprenderse. Si lógica hay en la adhesión de Heidegger al Reich reside igualmente aquí, en esta religión de lo propio, del fondo y del fundamento, en este apego paranoico al origen y a la morada. De hecho, cada vez que una Religión se encarna y que lo Sagrado se clava en la Tierra, cada vez que se la convierte en el suelo de lo político, en vez de su cielo y de su lejanía, la barbarie no está lejos como tampoco la demencia asesina. El Estado totalitario no es el Estado sin religión, es la religión del Estado. No es el ateísmo sino, literalmente, la idolatría.
¿Un ejemplo más? El Terror de Robespierre y su sueño de descristianización. Primer acto: los decretos laicos que pretenden abolir un aparato institucional que tuvo, y esto se olvida muy a menudo esta función esencial de derivar y de canalizar, a través de los cauces del culto, de la liturgia y de la confesión, toda la zarabanda infernal, todos los delirios luciferinos del alma atormentada y torturada: el único que lo comprendió en su época fue Sade y dedujo de ello las lecciones de abyección que se conocen. Segundo acto: se ha sustituido al culto ya mencionado, el culto a un Ser supremo que resulta demasiado Ser como para ser creído, demasiado supremo como para funcionar, religión de árboles plantados y ya no divinidad sublimada, religión abierta, francamente terrena, que lejos de obstaculizar la pulsión de muerte colectiva, la galvaniza al contrario, y la arraiga en el suelo de Francia: Novalis, creo, dijo de Robespierre que hacía de la religión «el centro y la fuerza de la república» — su «centro» y su «fuerza», en vez de su «símbolo» constituyente. Tercer acto: la sustitución explícita de la idea de «Bien público» por la de «soberano Bien», tolerando esta el Mal, justificándolo y conservándolo, negándola aquella simbólicamente, anulándolo por el pensamiento y no tolerando, a pesar de ello, la menor alteración del Orden que no fuese un escándalo merecedor de castigo ni ofensa que no mereciera represión. Robespierre siempre cometió, según la expresión de Hegel, el error de tomar en «serio» la virtud —no dudó en aplicar una sanción, mediante la guillotina, a los recalcitrantes y a los bromistas. Temible tentación de esta virtud que se tomaba en serio, aterradora imagen :le los árboles de la Libertad: aprendices de brujos, los miembros de la Convención aprendieron, a sus expensas, que no se manipulaba a lo Sagrado sin incurrir en el supremo riesgo.
Porque —y en esto consiste la tercera definición— el totalitarismo es un estado de lo Político en que, por vez primera, el Príncipe se considera el Soberano. Reflexiónese, por lo demás, sobre el estatuto de los Príncipes en el Occidente cristiano. No hay Estado que no se haya obstinado en sojuzgarlos, en desvalorizarlos, en suspender el principio de autoridad. No hay sociedad que no crea que está en favor de Otro,[14] su auténtico soberano, cuyo lugarteniente pálido y provisorio es el Rey. No hay filosofía política que no se haya aplicado a exteriorizar su fundamento, a expulsar su legitimidad, a proyectarla en Otra Parte que se cierne como una gran sombra sobre el azar del curso del mundo. Durante mucho tiempo fue Dios en persona el autor del texto de la Ley, primer motor ausente del movimiento cósmico, padre benévolo y distante de los que ocupaban el trono. Fue, a continuación, el Pueblo, tal como lo definían los demócratas, pero del que hay que recordar que nunca fue descrito de otro modo que como sustituto de Dios, invisible como él («el pueblo en sí», de Hegel), descarnado como él («purgado de sus pasiones», dice Kant), presencia imposible como él («el pueblo unido» de Rousseau). Cara a lo cual el totalitarismo dice lo siguiente, que él es el primero en proferir: no hay instancia suprema de la que el Príncipe extraiga su razón de ser; no hay soberano ausente, al que pueda referirse; él es el único Soberano, quien gobierna sin límites y sin participación sobre el reino terrestre.
Con frecuencia se olvida que esta disyunción entre el «Príncipe» y el «Soberano» es la que fundaba las monarquías llamadas absolutas. ¿Estaban los reyes de Francia tan «desligados» de las leyes como lo pretende la etimología? No cabe duda de que reinaban sin participación, pero su reino estaba limitado por las «leyes fundamentales», consignadas en los tratados de Coquille o de Loyseau[15], por la «benevolencia natural» que Pasquier[16] les atribuye como deber, por el poder de los Parlamentos, por sus «disposiciones de ordenamiento» o sus «juicios de equidad».[17] La monarquía era de derecho divino, pero constituía menos la prueba de sus abusos que la señal de su relatividad, de la extrema relatividad de su poder en relación con lo divino que le otorgaba el derecho a reinar. Luis XIV nunca dijo «el Estado soy yo» por ser demasiado consciente de que el Estado era Dios, cuyo «puesto» ocupaba, puro reflejo de su «conocimiento tanto como de su autoridad». No podía imaginar que pudiese ser autor y garantizador de las leyes, él, quien declaraba, por ejemplo, que «la perfecta felicidad de un reino estriba en que un príncipe sea obedecido por sus súbditos y que el príncipe obedezca a la ley». Admirable figura de la meditación que, vuelvo a decir, sólo ha sido repetida e invertida por los posesores del Estado democrático. Traspóngase esta arenga de Achille de Harlay a Enrique III y se obtendrá la fórmula misma de la legitimidad patriótica: «Tenemos, señor, dos géneros de leyes, unas son las leyes y ordenanzas de los Reyes, otras son las ordenanzas del reino que son inamovibles e inolvidables y, por las cuales, habéis subido al trono real. De este modo, debéis observar las leyes de Estado del reino que no pueden violarse sin poner en duda vuestro propio poder y soberanía».[18]
Compárese, en cambio, con el «Discurso del Augusteo», de Mussolini, el 22 de junio de 1925. La temática se ha invertido con la mayor precisión: el «poder ejecutivo» es el propio «autor de las leyes», sin rastros de Ley fundamental que contenga el abuso de la ley, sin autoridad superior a la que aquella deba plegarse. Bien sé que existe una tradición suprema a la que refiere esta ley y que, entre los estalinistas, en todo caso, presenta la faz de la teoría marxista; pero totalitarismo comienza precisamente cuando se concretiza esta tradición, cuando se da nombre al autor de la ley, cuando se encarna una legitimidad que era hasta aquí innominable. ¿Por qué el culto de la personalidad es un fenómeno fascista? Porque con ello se pone en práctica el gesto inútil que es la confusión del cuerpo del Príncipe con el del Estado, el culto con] sagrado al uno es igualmente consagrado al otro. ¿Qué se entiende cuando se dice que Stalin es un autócrata? Que en vez de creerse investido de una unción sacramental, gobierna por sí mismo, reina motu proprio y se otorga así el derecho, no sólo de hacer sino también de deshacer sus decretos. ¿Qué hay que entender cuando Mussolini declara que el «duce» está por encima de las leyes? Al pie de la letra, que las domina, que reina en las cumbres y que, por lejos que remonte la mirada, sólo descubre el texto arcaico que constituye la Ley de leyes. ¿Qué ocurre, por lo demás, cuando los estalinistas o los chinos hablan del «padre de los pueblos» o del gran timonel? Que el jefe totalitario ocupa ese lugar mítico, exterior a la sociedad, pero a partir de donde, sin embargo, se supone que ella se contempla y se conoce,[19] con un ver y un conocer que sólo pertenecen tradicionalmente a Dios. La clave del hitlerismo: «Seréis como dioses».
De ahí se deduce esta cuarta y última proposición: un Estado totalitario es un Estado que se puebla de fantasmas para instituir la sociedad, que sólo ha rebajado el Poder en lo que a su fuente se refiere, al precio de otra degradación del Poder en lo que se refiere a lo social. El Príncipe se considera como Soberano y, de rechazo, se considera como la sociedad civil. Sólo ha abolido la distancia entre la Autoridad y su lugartenencia para salvar mejor el intervalo entre la unidad política y la multiplicidad civil. El Estado ateo es, en primer lugar, un Estado que asume integralmente la vida y las pasiones de los hombres. Este jefe idólatra es, en primer lugar, aquel que no deja hueco alguno en que puedan albergarse la división y la contradicción. Los «sans-culottes» sólo criticaban la «riqueza» como obstáculo a la «voluntad general», sólo denunciaban los bienes materiales como refugio del hombre privado contra el ciudadano. Stalin creía en la sociedad sin clases y no se equivocaba del todo cuando, en 1936, la declaraba realizada: no se equivocaba del todo porque ella era la expresión socialista del sueño totalitario del advenimiento de lo Uno, de lo homogéneo, de la Universal. Y en esto consiste, acaso, la gran ruptura con respecto al liberalismo: si este tolera la división y se alimenta de ella, así como de la desviación y de la disidencia, es porque su Príncipe, disgregado del cuerpo social, significa y remedia, a la vez la pluralidad de los mundos; si el totalitarismo, al contrario, no tolera la menor diferencia, a no ser que la aplaste y la absorba, es porque en él el Príncipe se convierte en un ogro hambriento de sus criaturas, como gran padre mano-dura que dilata su propio cuerpo hasta adquirir las dimensiones de la sociedad.
De ahí se deducen ciertas referencias simples. Se reconoce un Estado liberal por el hecho de que acepta, por ejemplo, la separación de poderes en el sentido de Montesquieu, como condición y garantía de la separación del Poder y de lo Social; se reconoce, en cambio, un Estado totalitario por el hecho de que, ciego ante la función simbólica del Poder, sólo ve en su división una añagaza y una impostura. La ley totalitaria es la que funciona y se piensa como pura reglamentación, simple gestión de la división del trabajo; en cambio, la ley ideal es la que reconoce ese otro papel que consiste en la institución simbólica del vínculo social. La división social, a su vez, es siempre para un liberal un hecho primordial y ontológico; lo propio del estalino-fascismo consiste en reducirla a una simple división técnica del trabajo. Allí, el Poder es la figura misma de lo Sagrado, que juega con su retraimiento para preservar el juego del mundo; aquí, se piensa más como función de coerción y relación de fuerzas entre dominadores y dominados.
El. Estado totalitario es el primero que ya no divide para reinar.