LA IDEA REACCIONARIA DEL PROGRESO
Si he escogido, entre tantas otras, estas tres figuras de la barbarie, y si, por su orden las he inventariado y auscultado, es para hacer que se muestre mejor la matriz que las sostiene, para identificar su denominador común. Sin duda, ya se ha podido adivinar lo siguiente: técnica, deseo y socialismo son tres versiones singulares de aquello que, a partir de la Ilustración, Occidente ha llamado el progreso.
Está claro, desde hace mucho tiempo, que la esencia de la técnica reside en el progreso y no voy a insistir en ello: si en Aristóteles sigue siendo una forma superior de la habilidad, un arte consumado de la acción, una maestría y un virtuosismo del oficio, es porque en el aristotelismo no existe noción de un tiempo lineal, monumental y totalizado que abarque en su cronología el envoltorio del cosmos. Si en la Edad Media ella es el otro nombre de un «habitus», de un «ars» o de una «práctica» que se aplican indiferentemente a la moral, a la retórica o a la astronomía; lo que sucede allí, también, es que no existe el tiempo irreversible, global y globalizador, la abscisa de cuyo espacio sólo logró construir ciudades técnicas y luminosas, trazadas como tableros de ajedrez y pensadas racionalmente; han existido Epidamos de Mileto, Pirene y Alejandría; han existido Bagdad, Palmira y Samarra: peor es preciso esperar a 1791 y al plan de Washington, al nacimiento de la historia, a Bacon, a Turgot y a los demás, para que tenga lugar la ciudad moderna, tecnificadora de parte a parte, expuesta y abierta.a los estragos de la técnica. Han existido en todas las culturas formas de dominación, de control del ambiente; revoluciones dentro de esa dominación, mutaciones en este control; pero por imponentes que fuesen, sólo por abusos de lenguaje podría verse en ellas rupturas de esencia y de orden técnicos, pues la esencia de la técnica sólo tiene lugar junto con la idea de una acumulación de progreso regular, persistente e inevitable.
Resulta en apariencia menos claro que la ideología del deseo, la barbarie deseante, constituyan también, con plenos derechos, una modalidad del progresismo, pero basta con leer los textos para darse cuenta y convencerse de ello. Testigo, por ejemplo, es esta observación de Lyotard con respecto al Anti-Edipo: «Si el capitalismo tiene afinidades con la esquizofrenia, de ahí se sigue que su destrucción no puede proceder de una desterritorialización (por ejemplo, de la mera supresión de la propiedad privada…); él, por definición, sobrevive a ella: él constituye esta desterritorialización. Destruir sólo puede proceder de una liquidación todavía más líquida, que de una mayor abundancia de «clinámenes» y de menos rectas y caídas, de más jolgorio y menos devoción. Lo que necesitamos es lo siguiente: que las variaciones de intensidad se hagan más imprevisibles, más fuertes; que en la «vida social» los altibajos de la producción deseante puedan inscribirse sin finalidad…».[7] Lo que importa en este texto es esta «liquidación», de la que se nos dice que debe hacerse «más líquida aún»; lo cual, de hecho, significa que el deseo nómada es una aplicación metódica, una aceleración desatinada del deseo capitalista. También estas «intensidades» deben ser «más imprevisibles y más fuertes»; lo cual significa que la intensidad rebelde es de la misma naturaleza que la otra, con la reserva de que se espera de su exasperación una mutación cualitativa. En fin, lo que se os promete es este «clinamen»[l] más radical, más riguroso sin duda y más contingente; lo cual, nuevamente, sólo puede tener un solo sentido: el de una linealidad, de una continuidad que, incluso liberada de la negatividad hegeliana, sigue presa en las redes de su necesidad. Pues aquí tenemos el porqué de los deseantes: lo nuevo está contenido en lo antiguo: basta con saber raspar para hacerlo aflorar; la disidencia es hija y fruto del orden; basta con saber hacer fuerza para provocarla y hacerla parir. La política sigue siendo una rnayéutica y la liberación el otro nombre de un conato.
Hay que decir lo mismo del socialismo, al que, pese a sus denegaciones, los deseantes piden prestado lo esencial de su esquema. ¿Qué es la revolución para un marxista sin el fantasma de una ruptura que sólo tiene de ella el nombre y que no hace otra cosa que consagrar el efecto de una sorda y tenaz continuidad? ¿Qué es el mundo nuevo para Lenin o Bernstein, para Stalin o Kaustky, sino el advenimiento de un germen que la violencia proletaria arranca al vientre de lo Antiguo, en donde él se mantenía silenciosa y solapadamente agazapado? Marx no dice otra cosa cuando escribe con respecto al comunismo que él «resulta de las condiciones actualmente existentes». Tampoco Lenin, cuando en vez de convertir al Soviet en lo inaudito de una nueva aurora ve en él el complemento de la disciplina de la fábrica. Del mismo modo actúan nuestros nuevos revolucionarios, los «radicales» tan bien nombrados, que van hasta las «raíces», es decir, hasta las fuentes de lo mismo.
Ser socialista es creer en la necesidad y creer en la necesidad es fundir lo viejo y lo nuevo en el núcleo de una invariante. Ser comunistas, según Liu Chao-Chi, es imponer a la propia conciencia una lenta sumisión, un largo perfeccionamiento, gracias únicamente a los cuales puede ella acceder a la pureza y a la ortodoxia.[8] No es por azar que los marxistas sean los últimos en haberse atrevido en este siglo a escribir tratados de educación: porque le conciencia de clase es cosa de adiestramiento, de hábitos y de pedagogía. No es por azar si los Estados marxistas son los más represivos que existen porque, tomando al pie de la letra la irreversibilidad del progreso, convierten el menor tropezón en signo de una recaída inaceptable. No es por azar, en fin, si les revoluciones socialistas nunca han sabido extirpar el viejo principio burgués de la separación de poderes, del orden por violencia, de la organización militar de la producción: al pensarse también aquí como vástagos del capitalismo, al pensar su eclosión según la modalidad de una continuidad que, aún si está puntualizada por rupturas, no deja de ser su derivación, no pueden dejar de heredar lo esencial de las limitaciones del antiguo mundo El socialismo es, a su vez, un progresismo; y, por ello, lo repito, puede hundirse en la barbarie.
Esta es la nueva idea, inaceptable a los ojos de una izquierda que hace gala de su adhesión a los principios de la Ilustración Esto es lo que resulta más insoportable para las buenas conciencias de hoy que hacen bandera de la herencia del siglo XVIII. Si el socialismo es la siniestra realidad que encarna el Gulag, no es porque deforme, caricaturice ni traicione, sino porque es fiel, excesivamente fiel, a la idea misma de progreso tal como la ha producido Occidente. Si los nuevos deseantes son los bárbaros que digo, asesinos de almas y torturadores de cuerpos, no ea, como piensan banalmente los comunistas, por efecto de un oscurantismo, de un desencadenamiento del irracionalismo; es, también, por pura fidelidad, hasta el colmo, a esta idea misma de progreso, tal como la Ilustración la pensara. Si la técnica, en fin, constituye la máquina de devastación que describe Heidegger cuyos efectos mortíferos experimentamos aquí cotidianamente, tampoco es un retroceso sino la extrema avanzada del sueño enciclopedista de la propia transparencia y del progreso gracias al trabajo. Acaso estén próximos los tiempos en que el criterio pertinente para zanjar una cuestión en política ya no será el de «progresismo» y de «reacción», en obediencia al cual hemos vivido hasta aquí. En todo caso, han llegado los tiempos de ver en el primero una modalidad de la segunda, de ver en ello, ya no una de sus figuras sino su figura principal.
Se adivina que esta conclusión no tiene gran cosa que ver con la crítica del progreso en el sentido en que se ha entendido siempre. Nada que ver, por ejemplo, con la tesis que sostiene que el progreso no existe, que se trata de un espejismo organizado, efecto de una credulidad intemporal, cuyas sombras podría disipar un saber positivo, provisto de una mirada más perspicaz. Con la posición de un Althusser, cuando explica en Pour Marx (Por Marx) y en otros textos, que la historia del saber no es la de un proceso lineal, que lo llevaría de un origen postulado hasta un fin garantizado, sino un sistema de desfases, de descolgamientos y de cesuras, desarrolladas e hiperdeterminadas de modo desigual. Con las tesis de Jacques Derrida, cuando detecta, en esta continuidad, el último avatar de la ilusión metafísica, un temible caballo de Troya dentro de la ciudadela materialista, una forma de ideología hecha para disimular el real despliegue de una historia monumental, estratificada y desfasada. Con las tesis de Foucault, en fin, del Foucault de L’Archéologie du Savoir (La arqueología del saber), por ejemplo,[9] cuando muestra que esta ideología es hija de una angustia ancestral, la angustia de una conciencia y de un sujeto que ven cómo el mundo se les escapa para perderse en un dédalo que ninguna teleología consigue reducir, que ningún horizonte previo permite cerrar, a la que ninguna constitución impone la forma de su sujeto. Tres casos, tres figuras, entre otras, de una gestión del pensamiento que algunos han denominado «estructuralismo» y que se unificó, al menos, en este punto: que denunciaba el progreso como ilusión y proponía otras maneras de pensar la prosa del mundo.
Nada que ver tampoco con este otro esquema, también muy de moda en Francia en la década de los años 60, que mostraba sustancialmente que si existe el progreso, si es la máquina política que el Capital impone al mundo, no funciona como se cree y no causa los efectos que se le atribuyen. Pienso esta vez en la izquierda tercermundista cuando nos explica cómo el imperialismo sólo ve el destino del planeta en forma de una procesión, de una lenta y paciente gradación, hacia los paraísos del crecimiento, a lo largo de una escala por la que cada nación debe subir gradualmente en un orden prescrito y según un ritmo impuesto. Pienso en Bettelheim, en Samir Amin y en otros, cuando demuestran sin mucha dificultad el carácter ideológico de un esquema que de hecho sirve para maquillar la profunda diversidad de los desarrollos desiguales, injustos y desarticulados, centrados en el desarrollo de los unos y en el subdesarrollo de los otros. Pongo la mira, efectivamente, en este viejo razonamiento en el que se resumía finalmente toda la doctrina de la izquierda antiimperialista: si se quiere hacer padecer hambre al tercer mundo, reducirlo a su merced, reducir a inanidad su voluntad de independencia, bastaría con recitarle la fábula rostoviana de las «etapas de crecimiento»; pues, estas etapas, no cabe duda, sólo significan felicidad para los unos porque implican miseria para los otros… sería preciso, claro está, afinar el análisis y habría mucho que decir sobre la función histórica, que suele ser bastante positiva, de las tesis de este género; pero aquí también sólo retengo lo siguiente: hemos vivido mucho tiempo con la idea de que el progreso es, en sí, una realidad, pero que el discurso que se le aplica es un discurso erróneo.
Nada que ver, en fin, con esta tercera crítica del progreso que sostiene, sustancialmente, que al no existir el progreso, al ser erróneo su discurso, no hay nada que contraponerle en absoluto, nada tampoco por lo cual sustituirlo, y que el mundo carece sencillamente de orden y de coherencia. Se trata de una posición de escéptico, de observador atento a la persistencia de las creencias, a la densidad de las instituciones, al resurgir del pasado bajo los oropeles de lo antiguo: y tiene aparentemente en favor suyo esta evidencia histórica: que el mundo marcha hacia atrás tanto como hacia adelante, que el pasado resulta a menudo rico en extrañas premoniciones y el porvenir completamente atestado de nuevos medioevos. Es una posición de pesimista que ve el destino de los hombres menos como una línea plana que avanza triunfalmente hacia la luz, que como un caos donde alternan sin necesidad la apariencia del bien y la necesidad del mal; y tiene en su favor esta otra evidencia: la del horror que nos amenaza y sobrecoge a las puertas de la armonía. Pero es también una posición optimista, por el hecho de que, al renunciar a introducir en este caos la menor preocupación por el orden, al rehusar, por consiguiente, a prever y proyectar el porvenir, ella dice igualmente que la historia es, mirándolo bien, el lugar del «todo está permitido»: y tiene por ello en su favor los prestigios de un voluntarismo que ve por doquier lo posible allí donde los demás ven lo probable y, a veces, lo inconcebible. Hay un modo de heroísmo en esta gestión; pero creo que tampoco ella toca el fondo del problema.
¿Cuál sería entonces el fondo del problema? ¿Qué habría de nuevo en la tesis que expongo con respecto a estos tres gestos críticos? Si es cierto que la barbarie es el otro nombre del Capital y que esta barbarie, a su vez, no es más que un progresismo, es preciso decir contra los estructuralistas, que el progreso no es un simulacro ni un capricho de la conciencia desgraciada, que es una auténtica realidad, la realidad misma del mundo, que rinde cuentas de este integralmente y sin reservas; es decir, que de nada sirve hacer valer en contra suya una presunta dispersión de los discursos y de las historias. Si es cierto, también, que, en su figura técnica al menos, arrastra a hombres y a cosas hacia su destino nihilista, y no deja a nada ni a nadie escapar a su espacio, habría que decir contra los tercermundistas que el discurso que profiere sobre sí mismo es más riguroso de lo que parece y que las desarticulaciones y distorsiones del desarrollo no inician una unidad fundamental, una tendencia fundamental a la unidad; que Rostov, por lo tanto, tiene razón, a excepción de ciertas chapuzas, y especialmente de la que afirma que progresar es en primer lugar, avanzar en la decadencia… Si es cierto todo esto, en fin, y si el Capital es, como creo haberlo demostrado, un modo de final de la Historia, preciso es decir, contra los escépticos, que avanzar y declinar son dos modos de un mismo proceso y que si el mundo ha podido errar, hasta atascarse y estancarse, entra hoy, de verdad, en el ámbito y en la época del progreso que es el otro nombre del horror y de la barbarie.
No tiene sentido, por consiguiente, «criticar» la idea de progreso. Ni tiene sentido denunciar sus «ilusiones». Ni tampoco contraponerle otras máquinas y otros procesos reales. Hay que creer en el progreso, creer en su infinito poderío y darle todo el crédito que se merece; pero hay que denunciarlo sencillamente como una máquina reaccionaria que conduce el mundo a la catástrofe. Es necesario decir lo que él dice, ver el mundo como lo ve, comprobar, por todas partes donde reina, la señal de su devastación; por ello, justamente, es necesario desprestigiarlo; en este sentido, solamente hay que analizarlo como una progresión uniforme y lineal hacia el Mal. No, el mundo no anda errante ni se pierde en el laberinto de lo posible, va derecho a lo uniforme, al estiaje y a la medida; y para protestar contra ello es necesario, hoy, por vez primera, proclamarse antiprogresista.