FIGURAS DE LA BARBARIE
¿Qué es entonces la «barbarie», esa barbarie con la que designo el final del Final de la Historia? ¿Qué hay que entender por ella para ver en ella el último avatar de las sociedades liberales y socialistas? ¿Cómo construir su concepto para englobar en él todos los sueños modernos de muerte y devastación? Tres observaciones, a título preliminar.
La primera: si es cierto que el Capital es algo insoslayable y una manera de acabamiento, para pensarlo es necesario olvidar la dialéctica, dejar de razonar en términos de negatividad, renunciar a atribuirle una exterioridad. No tiene entrañas de donde hubiera salido su porvenir; no tiene fronteras más allá de las cuales cambiaría de lenguaje; no es un cascarón abultado bajo el cual despuntaría ya el núcleo de lo nuevo. Si hablo de barbarie, por lo tanto, es para decir un porvenir que no es una etapa que se deduce dialécticamente de otra; es para describir un monstruo que no es el fruto afrentoso que espera su hora en los limbos del vientre capitalista; es para predecir un más allá que no es un afuera; un después, que es algo así como un atolladero. La barbarie no es el otro respecto al Capital, sino el Capital mismo, y siempre el Capital, en su verdad; la barbarie no es mutación sino que es propiamente estacionaria; ni siquiera es un estado sino que es el Capital fuera de quicio. A las claras: nada añade de nuevo a las reglas de su reproducción, se contenta con repetirlas y con atenerse a ellas.
La segunda: si es cierto que el Capital no es un cuerpo en que las crisis serían las enfermedades y las contradicciones los abscesos, hay que olvidar, por lo tanto, el discurso médico, dejar de razonar en términos de patología. El fascismo no es una «peste» parda, el nazismo no es una paranoia, el totalitarismo en general no es un cáncer que corroe la salud de las sociedades liberales. Y si hablo de barbarie es para puntualizar que esta vez es un avatar y no un desajuste, para describir menos un defecto que un exceso de vitalidad, menos una violencia autoimpuesta que una tendencia y una naturaleza espontánea. El fascismo no bloquea, no impide, no prohíbe; al contrario, lleva el poder hasta el extremo de sus tendencias. No censura, no calla, no amordaza; al contrario, desencadena, obliga a decir y a hablar. La barbarie, derrochadora, locamente derrochadora, no constituye la transfiguración sino la exasperación del Capital —el poder que no renuncia sino que persevera en su obra.
La tercera: si no es más que el Capital, el Capital en el atolladero, que exaspera sus flujos y sus pulsiones más demenciales; si, para pensarlas, es preciso, por lo tanto, romper con los esquemas del hegeliano-marxismo, propongo una vez más que se relea al más inactual de los pensadores políticos, al Platón de La República. Pues él también habla de dialéctica, pero en un sentido muy diferente, apenas homónimo y ampliamente antagónico; entiende por ello la idea de que las sociedades devienen, sin dejar de ser idénticas, que producen lo nuevo sin romper con sus principios; que tienden hacia otra cosa, sin dejar de ser las mismas. Y en este movimiento, en este proceso, ve menos la señal de una crisis que el signo de una corrupción —menos un hecho de contradicción que un fenómeno de decadencia… Ahora bien, en este sentido, hablo una vez más de barbarie; con esta claridad se ilumina la función del contexto; en este contexto ha de cobrar su eficacia teórica. Por ello no entiendo otra cosa que aquello que Platón entiende por tiranía; puesto en la necesidad de ver en ello un proceso, veo en ello un proceso de decadencia; lo nuevo que ello implica constituye la novedad de un estilo. La barbarie, decía yo, es el Capital y nada más que el Capital; es el Capital exagerado, exasperado, desmesurado: hay que decir, igualmente, que se trata de un Capital decadente y degenerado.
De lo que se pueden deducir rigurosamente alguna de sus figuras entre aquellas que son las más notorias y las más espectaculares. En primer lugar, claro está, la barbarie técnica, la figura de la técnica como estilo bárbaro del Capital. ¿Qué dice Heidegger cuando habla del mundo moderno? Que es la pura realización de una voluntad acotada durante largo tiempo, el desencadenamiento brutal de fuerzas hasta entonces encadenadas, el devenir real de una técnica que ha alcanzado su esencia. El universo, bajo su égida, se convierte en un espacio homogéneo, en un campo neutralizado, glauco y tétrico desierto donde reina en fin como dueña y señora la ley secular de la equivalencia de los lugares y de la indiferencia de las cosas. La Máquina apunta completamente a la constitución de esta tábula rasa, de estas moradas de la nada, hechas de asperezas erosionadas, de singularidades borradas, pobladas de zombis sociales y de banderolas descoloridas. El Capital, en este régimen, se convierte en el príncipe lunar de una vasta llanura asolada por la hybris, en donde pena el espectro de la muerte entre las cuatro paredes de su insignificancia. ¿Se trataría acaso de una crisis? La idea misma pierde su sentido en esta obra en construcción, fofa y blanda, surcada por un proyecto que ya no conoce límites: el mundo está en crisis, es el mundo de la desgracia. ¿Sobra acaso tiempo para indignarse y oponer a esa devastación los pobres eslóganes humanistas? El estrago es tan grande que humanistas y tecnócratas son, con el mismo título y de modo simétrico, los servidores alocados de un espacio pálido y vacío, sin aristas y sin fronteras. La barbarie técnica constituye la novedad de nuestra época, pero la novedad en que consiste es una forma de lo antiguo. Y, lo he demostrado suficientemente, no es que una naturaleza original haya sido desflorada de esta manera; la barbarie misma se encontraba ya en el origen, es el origen mismo en cuanto se despliega. Bien lo dice además Dollé:[1] en el gran frío boreal que petrifica nuestro destino el capitalismo no es más que la realización del nihilismo.
¿Pues, en fin, qué ha podido pasar para haber llegado a este punto? ¿Qué hay en ello de nuevo si es cierto que el Capital se ha alimentado siempre de la muerte y que nunca ha dejado de sacar de ella los recursos de su supervivencia? Ha ocurrido simplemente que esta muerte que llevaba consigo, y que sigue llevando siempre, ha cambiado de estatuto; que, acotada antaño por su contrario y enteramente acolchada de sombras que subliman sus efectos perversos, se ha desencadenado a partir de ahí y ya no conoce límites con respecto al frenesí de su ejercicio; que ha pulverizado las balizas sordas y discretas que constituían algo así como su pliegue o su nervio vital y que lograban que, a pesar de la miseria y de la desgracia, lo vivo no dejara nunca de estremecer a lo muerto. Estos límites eran, por ejemplo, la ilusión sustancialista, el fantasma de una naturaleza de la que se sabía, claro está, que no existía propiamente, pero que se suponía, de todos modos, en la oquedad del mundo labrado como fundamento definitivo e insondable de la labor capitalista. Ahora bien, esta naturaleza ya no existe, la labor ha desflorado el fantasma, descalificado la ilusión —la burguesía ha dejado de creer en ella—, dedicada enteramente a venerar, en los espejos de la cosa, su pura veracidad. Estos límites eran también, lo eran sobre todo, el lugar y la estancia de lo divino; intocable motor de un movimiento cósmico que a él se subordinaba: ahora bien, Dios ha muerto, a su vez; ha abandonado el puesto que el saber le habilitaba, su silueta ha vacilado con una última mueca fuera del círculo de lo visible y de la clausura de nuestros fantasmas —llevándose consigo el referente obligado al que se plegaba la técnica… No más naturaleza, no más Dios: a partir de aquí, y a partir de esta doble fractura han podido nacer la Fábrica moderna, el Estado moderno y la Ciudad moderna. A partir de esto y a partir de este doble abismo se ha podido preferir esa consigna inaudita: morid, morid cada vez más y haced morir en derredor vuestro, pues la muerte absoluta es el presente objetivo de la humanidad.
Es el mismo esquema que funcionaba con respecto a esta otra figura de la barbarie y este otro modo de decadencia que se ha bautizado en los cenáculos con el nombre de ideología del deseo. ¿Es bárbaro el deseo? Sí, cuando obliga a decir que «el niño existe para ser raptado» y que «su pequeñez, su debilidad, su lindo aspecto invitan a ello».[2] Sí, también, cuando se dice en su nombre que los oprimidos sufren, pero que «disfrutan», por añadidura de este sufrimiento, de sus excesos «cuantitativos».[3] Sí, además cuando se considera al fascismo como algo que atañe a la libido, a la microíibido que se propagan universalmente por la superficie del cuerpo social, cristalizándose en un punto luego en otro, a merced de los flujos y reflujos, de los puntuales vehículos de fuerza…[4] Sería preciso, bien lo sé, entablar el debate con respecto al fondo, mas no pretendo lograrlo con unas cuantas observaciones. Carecemos de una crítica auténtica del libro clave del movimiento, El Anti-Edipo, y habría que tener tanta sutileza, al menos, como la que él mismo posee. Tampoco estaría de más una indagación genealógica que nos llevaría probablemente por los caminos de Stirner, de Sade, de Nietzsche ciertamente, e incluso también por los de Bergson. Pero la urgencia no reside en esto; y esto no constituye lo esencial. Pues sostengo que un pensamiento se mide también, sí no en primer lugar, con el más vulgar de los raseros: el de los efectos de su verdad, es decir, de sus efectos a secas; que no hay mejor criterio que el más inmediato y trivial, el tipo de inscripción concreta que él provoca en la realidad. Ahora bien, en este caso, las cosas están claras y no se necesita ser docto para descodificar esta clave. De la ideología del deseo a la apología de lo podrido en el estiércol de la decadencia, de la economía libidinal a la acogida inocente que se hace a la violencia brutal y descodificada, del «esquizoanálisis» mismo a la voluntad de muerte contra un fondo de drogas fuertes y de placeres transversales, la consecuencia no es solamente buena, es, sobre todo, necesaria. Ir a ver Portero de noche, Sex-o’clock, La naranja mecánica, o más recientemente, La sombra de los ángeles. Escuchar cómo esos pobres desechos que toman el camino de la muerte se extenúan en una última toma. Léase el abierto racismo que no hace mucho se desplegaba en las producciones de la «Cerfi»… Se sabrán más o menos todos los efectos y los principios de la «ideología del deseo».[5]
Todo descansa, de hecho, en algunas simples premisas que se pueden esquematizar fácilmente. Una hipótesis filosófica: el deseo existe antes que la ley, sustraído a toda ley, energía nómada y libre que corre como un hurón sobre la superficie social. Un postulado político: el Capital no es más que una gestión de esta energía, un juego con sus flujos, una codificación y una descodificación de su libertad galopante. Sobre todo, una idea preconcebida: volverse, en el juego en donde uno se destaca, más astuto y más listo, correr más rápido que él y precipitar sus flujos, exagerar e hipercodificar el deseo que él metaboliza… En donde se ve fácilmente que el procedimiento es idéntico al de los técnicos, o, más exactamente, simétrico y nuevamente trastrocado. El técnico dice: tachemos la instancia de la naturaleza y el imperio de nuestra ley ya no tendrá límites; el deseante responde: tachemos la instancia de la ley y el desencadenamiento de la naturaleza no tendrá límites. El primero adhiere a la máquina porque ya no cree en Dios; el segundo cree en la vida porque rechaza la norma. Allí se negaba la trascendencia que regulaba a voluntad del hombre; aquí se niega a Edipo, que amalgama el deseo a la carencia. En un caso, salto el cerrojo sustancial que sólo daba jaque el sueño tanatocrático; en el otro, se rompen los frenos normativos que nos siguen reteniendo en las antecámaras de la muerte. Los frentes se han invertido pero el dispositivo es análogo: el objetivo es siempre el de derribar las fronteras invisibles que cortan el desarrollo de la locura capitalista; el resultado es siempre el de desencadenar también el nihil cuando uno imagina que se pretende adorar la plenitud. La economía libidinal es una economía vulgar: la consigna no ha cambiado —empujen, empujen más y de ello sólo saldrá la dicha. El capitalismo energúmeno es otra versión del capitalismo tecnocrático: al igual que él convierte su negación del límite en un camino de devastación que llama en este caso «perversión». La ideología del deseo es una figura de la barbarie, en el sentido muy riguroso en el que yo la definía al comienzo: partiendo de una adoración sin reservas del orden del mundo tal como anda, no hace más que hacerlo girar con mayor rapidez y con más fuerza.
La misma demostración, en fin, se aplica a aquello que, a partir de mediados del siglo XIX, se llama, con razón o sin ella, la «tradición socialista». El socialismo, he dicho, es, en varios respectos, algo aparente y una impostura; miente cuando promete; se equivoca cuando descifra; no es, no puede ser la alternativa que pretende ser. Pero añado esto ahora: que en este error justamente produce también efectos concretos; que si es incapaz de proporcionar la felicidad a los hombres, al obstinarse en hacérselo creer puede igualmente proporcionarles la desgracia; que no es sólo una añagaza, que la añagaza puede convertirse en catástrofe. No voy a repetir las precauciones acostumbradas; me limitaré a señalar que tomando al pie de la letra su discurso y en la raíz de sus prácticas, tampoco hace otra cosa, a su vez, que decir y encarnar, con la mayor seriedad, el sueño del Capital; que es él quien, paradójicamente, lo piensa y lo formula; él, quien nombra lo innominable y lo fundamenta ontológicamente; vale decir que es él quien, allí donde la burguesía titubea y retrocede ante el horror, lo pinta despreocupadamente y lo convierte a los c lores de su paleta, y al mismo tiempo de su porvenir…
Es bien sabido, por ejemplo, que la sociedad sin clases es, en cierta manera, la realización trágica del sueño totalitario del advenimiento de lo universal; que una política marxista no es otra cosa, a menudo, que la promesa de esa autotransparencia, de esa última reconciliación que al reducir el intervalo entre la realidad y el discurso, consagra el mundo a la unidad, a lo amorfo y a lo equivalente; que incluso la teoría marxista, por el hecho de que santifica el sueño hegeliano de un devenir-mundo de la verdad y de un devenir-verdad del mundo, remata en el ideal que es, como se verá, una de las definiciones de la tiranía moderna. Si es cierto que el Capital es la conclusión de Occidente, el stalinismo es, a su vez, la conclusión de esa conclusión; si es cierto que el primero es la declinación de una decadencia, el segundo es, por lo tanto, la decadencia de esa declinación. ¿Qué es el Gulag? La Ilustración sin su tolerancia. ¿Qué es el plan quinquenal? El economismo burgués, más el terror y la policía. El socialismo en el poder constituye el saber de las ilusiones liberales; el socialismo en activo es un lapsus del Capital.
Pues, también aquí ¿qué es lo que ocurre, que es preciso que ocurra, para que se produzca la llegada del socialismo? Esta vez no puedo hacer nada mejor que retornar a las fuentes, es decir, a Marx mismo. Conocido es el texto de El Capital donde se opone a Darwin, quien, «ha hecho que se preste atención a la historia de la tecnología natural», otra historia, paralela y complementaria, que describiría «los órganos productivos del hombre social, base material de toda organización social». Se conocen las referencias dispersas en la totalidad de su obra a esta «naturaleza social», que, lentamente, sustituye a la otra con sus máquinas, sus artificios y sus instrumentos. Abolir la propiedad privada en esta perspectiva nunca ha significado otra cosa que reducir el menor fragmento de mundo a un taller de explotación. Abolir la miseria material ya no es más que generalizar el imperio de la técnica. Expropiar a los expropiadores, apropiarse integralmente de la superficie de la res extensa y reducirla por ello a una sobrenaturaleza abstracta que es la misma que administran los tecnócratas…
¿Qué es la igualdad social para un socialista, si no el resultado político del incremento de las fuerzas productivas en el que se han atrevido a soñar los más diabólicos capitalistas? ¿Qué es el trastrueque del hegelianismo para un marxista sino la sustitución del Espíritu, amo de lo Absoluto, por el hombre, amo de la técnica? Todo sucede como si a la vieja pregunta por el ser el socialismo respondiera con una apología del Trabajo; como si a la cuestión de la revolución respondiera, en primer lugar, con un despliegue inaudito de herramientas y máquinas. Marx no es solamente el pensador de la técnica,[6] es también y más que nada el pensador de la Fábrica, el único que se haya atrevido a pensarla en sus colores más tétricos. No basta con señalar su fascinación por la revolución industrial y por la burguesía de su tiempo, hay que ir más lejos y señalar que él sólo imagina el mundo nuevo como su verdad y su figuración total… Vale decir que el socialismo en el poder no es solamente una modalidad del Capital: es su modalidad bárbara y no teme ningún escorzo, ningún cortocircuito histórico que le permita llevar las sociedades a la esterilidad que el otro les prometía.
La técnica, el deseo y el socialismo constituyen las tres figuras matrices de la tragedia contemporánea. Estas son las tres amenazas que pesan sobre el destino de Occidente. Cuidado con el totalitarismo con rostro tecnocrático, sexual o revolucionario. Yo diría el buen grado, parodiando a Nietzsche, que se prepara un siglo de barbarie y que ellas estarán a su servicio.