EL CAPITAL, FINAL DE LA HISTORIA
Entonces hay que hacerse a esta idea: somos los cautivos de un mundo, de un círculo sin salida, donde todos los caminos conducen al mismo infalible abismo. Este mundo no posee en su tesoro contradicciones insolubles que puedan llevarse a término hasta que ellas, a su vez, no lo lleven al lugar de su contrario. Ni siquiera hay, y esto es lo esencial, otro espacio u otras afueras hacia donde una política progresista podría hacerlo bascular…
Es más o menos lo que decía Nietzsche cuando al reconocer que «el ideal ascético expresa una voluntad», planteaba la cuestión, trágica por excelencia: «¿dónde está la voluntad adversa que explicaría un ideal adverso».[11] Tal es cabalmente el tema de la «tercera disquisición»: «El ideal ascético tiene una meta (…) No admite ninguna otra empresa, ninguna otra meta». Es, efectivamente, el problema clave del pesimismo histórico que hereda de Schopenhauer y que lo hace decir que los «dialécticos» son «charlatanes impenitentes», «malos músicos», apóstoles de un ideal que no es «lo contrario» de lo otro sino «su forma más reciente». No se comprenderá nada de su critica del socialismo si se olvida que ella procede de allí, de esa tesis constantemente repetida: el nihilismo es una conspiración tan poderosamente confabulada que logra encarnarse en un sistema cerrado, en un recinto inexpugnable; todo quebramiento que apuesta por un negativo para desajustar su coherencia, toda política revolucionaria que aspira al trono está destinada a lo «aparente» en el sentido riguroso que los psicoanalistas dan a este término; no hay eslabón flojo, ni canto rodado inestable y oscilante en que se pueda aplicar la palanca, para poder arrastrar tras él el edificio en su totalidad.
Esto es cierto de todos los modos de producción. Véase cómo la ciudad griega fundaba su legitimidad.[12] Necesitaba, en su espacio inconsciente, el mito de una naturaleza en donde repeler, confusamente, lo que está fuera y lo que está antes de la ley. Necesitaba, según el caso, una edad de oro o un estado de salvajismo para que sirviera de matriz a todo aquello que ella expulsaba. Vale decir que se defina según la modalidad de una exclusión fundamental y original. Véase una vez más lo que ocurría en la Edad Media, Foucault lo ha demostrado admirablemente: también ella poseía, si bien no una naturaleza, por lo menos una antinaturaleza poblada de sinrazón y que cercaba su razón social. En búsqueda de un suelo sobre el cual apoyarse, ella lo encontraba en sus márgenes, como un árbol cuyas raíces estuviesen en su corteza. Tampoco ella, por consiguiente, podía funcionar sin postular una exterioridad que nimbara con sus tinieblas la marca de sus fronteras…[13] De modo que con el capitalismo aparece un tipo de vínculo social fundado sobre la inclusión más que sobre la exclusión; es el primero que, sin duda porque ya no cree en la geografía, no conoce lugar que no identifique con su espacio; el primero que ya no puebla de fantasmas una naturaleza anterior a la ley, que ya no exige su «nomas» de una «fisis» que hubiese él fundado desde fuera.
Ni siquiera deja de hacer esfuerzos por incluir a sus rebeldes. Y lo hace de dos maneras que tampoco conocían las sociedades que lo precedieron. Por un lado los autoriza, los tolera y les concede un puesto; ya no se castiga, como, en tiempos de Colbert, a los perezosos y a los vagabundos; ya no se excomulga, como en tiempos de la Iglesia, a los herejes del orden del mundo; ya no se practica el ostracismo, como en Atenas, contra aquellos a quienes la Historia termina por refutar; en resumen, el Capital ya no tiene bárbaros, pero sí puebla de fantasmas una lengua universal, Por otro lado, y al contrario, si se ve obligado a excluir y a condenar a la marginación también esto constituye un rodeo para reforzar su unidad, es un medio de afirmar más aún su coherencia, es !a suprema astucia gracias a la cual extiende su imperio: nunca se interpela al delincuente cuando se le golpea, es al otro, a su víctima; se trata menos de castigar al primero que de proclamar la inocencia del segundo; no hay rebelión que no se convierta en factor de fortalecimiento del orden; no hay rebelde a quien no se le haga finalmente decir que nadie se sale de la institución porque la institución es la naturaleza.
De ahí una serie de consecuencias, de lecciones políticas y teóricas que habría que poner como epígrafe de toda reflexión futura acerca del porvenir del Capital. La primera: si tal es nuestro destino y el Capital constituye este orbe, esta morada de nuestras desgracias que no hechiza el más tenue resplandor, entonces hay que cambiar de método, de mirada y de lenguaje para dar cuenta de su estructura. Es preciso remontar río arriba la crítica marxista, es urgente la regresión, el retroceso hacia alturas superiores, hacia otros horizontes teóricos que hemos creído descalificados durante mucho tiempo. Extraña, sorprendente revolución copernicana: contra todos los pensamientos que explican las sociedades por sus principios de división más que por los de su unidad, que creen que las divisiones son más agobiantes que la armonía y la homogeneidad, que al tomar en consideración el devenir bajo el aspecto del desgarramiento —hay que volver a dar brillo a esos pensamiento arcaicos que dicen todo lo contrario—, hay que decir que la unidad prevalece siempre sobre la división, que el conflicto sirve a la armonía y que la comprensión del mundo se encuentra en la identidad. Contra los dialécticos que juzgan bueno y necesario, bajo la superficie de la paz, ir en busca de la zarabanda de las contradicciones, hay que restaurar un pensamiento por dos veces milenario que tiene la edad canónica del nacimiento de la filosofía, la de Platón, la del viejo Platón, cuando prefiere, recordémoslo, hablar de «especies de gobierno»,[14] «forma social», y entendiendo por ello un estado «unificado» como una «especie de carácter» o de «índole del ciudadano»; es preciso decir que el «dos» en esta historia se remite siempre al «uno», que la reproducción del Capital siempre es adquirida y posible, que el Estado es también aquel en el cual la Musa dice que está «constituido» de tal manera que resulta «difícil de alterar». Asumo esta regresión pues la considero fecunda. Deseo ese retorno, pues, paradójicamente, lo creo más pertinente que la interminable inmovilidad de nuestros profetas de paraísos. Reléase, por lo tanto, La República, nuestro moderno Capital.
La segunda; si el Capital es justamente eso, esa totalidad unificada sin alternativa, esa Ley que ninguna naturaleza limita ni valla, ese recinto que ninguna exterioridad nimba ni vuelve precaria, hay que volver a cambiar de mirada para localizar esta vez su sitio y su inscripción en la historia de Occidente. Siempre se la ha pensado hasta hoy como una aurora, la aurora de un mundo nuevo que nunca acaba de comenzar: todo indica que se trata de un crepúsculo, un crepúsculo sin edad que tampoco termina nunca de acabar. No se ha dejado de descifrar sus promesas, de profetizar su porvenir, de atribuirle la premisa de un nuevo horizonte: ¿no sería más bien consecuencia, conclusión y decadencia —profecía realizada, promesa cumplida y premisa respetada? Hace dos siglos que esperamos el mediodía y el mediodía no llega, enigma de un despuntar del día que nunca acaba de amanecer: sin duda, el mediodía es imposible, versión de una noche ciega que lo empuja hacia las calendas de un inasible centro de perspectiva. El Capital es el sol que brilla desde abajo y que no colorea las altas mesetas con un necesario claroscuro. No se trata de la edad de hierro, de bronce o de plata, sino de una nueva edad de tierra en que el cielo está totalmente surcado por ríos rojos y pardos. Nada comienza allí, nada acaba. Apoyada contra lo inmemorial nunca contempla otra cosa que el vacío de un mañana imposible.
¿Qué es lo que aquí, precisamente, llega a término? Una historia que con ello se urde y alcanza su verdad. Jean-Paul Dollé, en su Haine de la pensée[15] (Odio al pensamiento), plantea la cuestión clave: ¿por qué surge en Occidente, a dos milenios de distancia uno de otro un determinado manejo del discurso que se ha bautizado con el nombre de filosofía y una determinada gestión de las cosas que se ha bautizado con el nombre de capitalismo? Y él responde, como obstinado lector de Nietzsche y de Heidegger: lo uno es efecto de lo otro, las cosas son allí efectos del discurso, el capitalismo no es nada más que el estadio supremo del platonismo. ¿Qué es la realidad del Capital, se pregunta, esa realidad descarnada, universal porque es intercambiable, general porque es liberal, sino la réplica exacta de las ideas platónicas, desprendidas de sus cualidades secundarias y de la exuberancia de lo concreto? ¿Qué es el mundo moderno, ese lugar plano y sin fronteras en donde se emplean hasta el infinito las leyes de la equivalencia, sino el espejo y el reflejo del espacio desvitalizado, identificado con toda propiedad, con que Descartes y Galileo sustituían, con un último gesto profanador, el cosmos presocrático? Marx no se equivocaba al anunciar el fin próximo de la filosofía; nuestros ministros creen expresarse con igual justeza cuando censuran su enseñanza. Pues hoy el mundo entero habla el lenguaje de los filósofos; el Capital, en su conjunto, se modela gracias a su pragmática; ya nada existe que no sea un avatar del viejo Logos. Lo esencial: se trata del final de una odisea que tiene que ver con esta larga historia; si representa un estuario es el de ese río que alimentan dos mil años de Amor y Odio, en conjunción con el pensamiento; si el Capital es el final de la historia, es en este riguroso sentido de que constituye la verdad y la consecuencia de Occidente.
Última consecuencia: decir esto del Capital obliga a romper con los lugares comunes de la sociología oficial que, al obstinarse en describir sus orígenes, a partir de Marx y de Weber, anda descaminada.
El origen del Capital no es, no puede ser el nacimiento del protestantismo y de su pregunta ética del trabajo; remonta mucho más allá, a la edad canónica del advenimiento de Occidente. Muy a menudo se olvida lo siguiente: esta ética tiene, a su vez, la edad de un catolicismo infinitamente más antiguo; antes de la Reforma, el Concilio de Letrán, al consagrar la noción de penitencia y de libre albedrío, convierte al hombre-peregrino en un ser para el trabajo. En el seno de la Ecclesia toma cuerpo la idea de una comunidad de hombres, a la que la unción de los sacramentos ofrece el poder de ejercer su voluntad y el deber de usarla. Entre los benedictinos y, antes, con Benito de Nurcia, se encuentra esta idea revolucionaria de que el trabajo es un imperativo absolutamente fundamental en la vida cotidiana del cristiano. Reléanse sencillamente las reglas de los conventos medievales: en ellas se descubre una preocupación por el orden, un alarde de rigor y una organización codificada que haría palidecer de envidia a los actuales seguidores de Taylor. El origen del Capital no puede ser tampoco la revolución industrial, tal como Marx y Engels se complacen en describirla: pues allí también es más antigua la revolución que hace posible el advenimiento de la industria y de la nueva técnica; era preciso un humus, un suelo fantasmagórico que halla mucho más arriba sus raíces y sus imágenes. Era necesaria, en efecto, la lenta penetración que practicaron Vinci o Peregrini, Buridan, Alberto de Sajonia, Nicolás de Orense y tantos otros, copernicanos anticipadamente o profetas de la muerte absoluta. ¿Cómo podría nacer el Capital gracias a Denis Papin, ya que este, a su vez, es griego, judío y cristiano? ¿Cómo iba a ser hijo del mercantilismo la manufactura, ya que fue necesario, para que llegase el mercantilismo, que el cosmos se ordenara en catedrales y que los palacios ambulantes se establecieran en ciudades luminosas?
Si el Capital es un final, es porque tiene un origen que no es su comienzo; porque este origen sólo se despliega en forma de historia; y porque esta historia es, ni más ni menos, el despliegue de Occidente como mundo y como historia.