EL FINAL DE LOS ENTERRADORES
¿Para qué sirve el proletariado? ¿Qué se pretende cuando se cree en él? ¿Por qué esta pasión por la ignorancia, esta obstinación en no ver? Porque en él, es sabido, se arriesga lo esencial del progresismo, porque sin él la Historia no tiene sentido ni razón que la guíe, porque el socialismo no ha encontrado nada mejor que la alegoría para representar la luz que promete su dialéctica ¿Qué ocurre, al contrario, cuando la luz se extingue, pálido resplandor de nuestros fantasmas y de una tenaz mitología? ¿Qué se lleva él consigo, de que naufragio es augurio, cuando, contemplando de cara el sol, sólo se consiente en considerarlo como la sombra de una antigua veneración? Es el ideal socialista el que, en un solo bloque, se desmorona, perdiendo su puntal; la burguesía ya no tiene elemento negativo que, hostigando sus flancos, le haría dar a luz un mundo mejor; ya no necesitamos asegurar para nosotros el presente más insostenible, que el mañana siempre será un pasado. El viejo argumento ontológico, secularizado por sus nuevos fieles, se rompe, en un último giro. El capitalismo se revela como el primer modo de producción sin clase histórica y, por lo tanto, sin enterradores. ¿Qué dicen exactamente los progresistas cuando anuncian periódicamente la agonía del capital? Simplemente lo que sigue: que el secreto de las contradicciones reside en que estas se entrelazan en «crisis», que él domina estas crisis, pero que termina por llevar el día en que le es preciso hacer concesiones. Más simplemente aún: que uno no alimenta impunemente sus propios anticuerpos, que uno no lucha eternamente con el diablo en su propia casa, que la mejor máquina termina siempre desajustándose. Suprema autoridad de la anécdota dialéctica: una sociedad tiene un motor que es el antagonismo; no hay positivo que no se corroa por la fuerza de un negativo… El siglo XVIII, siempre anclado en las blandengues cabezas marxianas: el tiempo que pasa no pasa en vano, no hay forma histórica que no quede anulada por la Historia… El Capital ha nacido: se extinguirá tal como nació. Tiene una partida de nacimiento: preparemos la partida de defunción. No hay socialismo que no pueda reducirse a este poderoso refrán: quien ríe el último ríe mejor.
¿Cómo podrá decirse esto? ¿En qué vocabulario? ¿En qué sistema metafórico? No hay socialismo que no sea un poco relojero, no hay progresista que no postule una hora en que, «al acumularse» las contradicciones, una cronología se modifica, se quebranta y se invierte. El buen revolucionario es quien aprovecha las ocasiones que le ofrece el tiempo, quien descifra el misterio de su calendario, lo detiene cuando le es menester, o, al contrario, lo precipita. La insurrección lograda es aquella que llega a su hora, la rebelión abortada es siempre prematura. El jefe proletario no es un jefe de guerra, sino un meteorólogo atento al tiempo que hace, con el ojo puesto en una clepsidra imaginaria e incansable. Releamos a Lenin, al Lenin político de La enfermedad infantil o de Un paso adelante, dos pasos atrás. En él se ve una fina concepción de la crónica que no deja de tener relación con la doctrina platónica del «kairos», como inflexión del tiempo que es preciso «descodificar» y «sorprender».
Tampoco hay socialista que, por materialista y despabilado que sea, no razone como biólogo, como zoólogo o como evolucionista. El Capital es un cuerpo vivo, sometido como todos los cuerpos vivos a una ley natural de evolución. El comunismo está esperando en sus entrañas, de él se deduce; procede, como una especie de otra, en el linaje de un género. A cada uno se le atribuye un tiempo de expansión, luego de decadencia, que bien expresa la metáfora de la madurez. El Capital está «enfermo». «Digiere» sus contradicciones, «absorbe» o «recupera» sus negaciones. Llegará el momento, sin duda, en que muera de apoplejía. ¿Es acaso un azar que Darwin sea un personaje tan importante en las escenificaciones de Marx y Engels? ¿Puede acaso pensarse en el «progreso» sin pensarlo como herencia? Condorcet pensaba que no. Y, una vez más, Marx aprendió la lección.
No hay socialista, en fin, que no actúe como médico, que no vea en la contradicción un modo de enfermedad, que no la reduzca a un absceso o a un tumor maligno. La política es el arte del diagnóstico que sabe localizar las negatividades allí donde están. La revolución es una sangría que lleva el bisturí al tejido, débil o fuerte, según el caso, del cuerpo obstruido o canceroso. El socialismo es un arte de curar bien, que «remedia» las taras o las impotencias del Capital. La crisis, la crisis por excelencia, es una «krisis» en el sentido hipocrático, el punto crucial de la enfermedad, el momento de la intervención. En esta perspectiva se podría leer de nuevo el célebre texto de Mao sobre las contradicciones «principales» y «secundarias», el aspecto «principal» y «secundario» de la contradicción, en donde funcionan de maravilla los viejos esquemas médicos… El progresismo siempre es relojero, biólogo y médico, incluso es todo esto a la vez, cuando intenta razonar su fe; sobre estos puntos hay que basar la crítica.
Para comenzar, el primero. Cuando los comunistas predican la espera y la paciencia, cuando invitan al proletariado a prepararse para la guerra y a curtirse, cuando suspenden la irrupción revolucionaria para un momento que no llega nunca, pero con respecto al cual pretenden saber que un día podrá leerse a las claras según la clave del Capital, de hecho sólo olvidan una cosa: un momento que no llega es un momento que se eterniza; una contradicción que va madurando es una crisis que se resuelve; una Clase que se prepara para la guerra es siempre una clase que se integra; enseñarle a tener paciencia es enseñarle la «colaboración». Cuando Lenin rechaza la tesis de la maduración, renuncia a esperar y a dejar pasar el tiempo, cuando determina, a su modo, el momento de la insurrección, cuidadosamente sopesado, a su vez, y tan sutilmente calculado como aquel, tan infinitamente distante, de los temporarizadores de la Segunda Internacional, no deja por ello de fracasar al sancionar con una fecha la agonía del mundo antiguo: pues, hoy se sabe, la hora de la revolución soviética fue, en realidad, una aceleración de la historia industrial de Rusia; creyendo poner las bases de un calendario socialista, no hizo más que desequilibrar el segundero del capitalismo mundial; el leninismo no hizo otra cosa que un colbertismo a escala oriental.
Decía yo, por otra parte, que el Capital es una lógica del Tiempo. Esto significa tan sólo que no hay crisis en ese tiempo que no se resuelva en su espacio; que no hay contradicciones en su «crónica» que no se resuelvan en su «lógica»; que no hay crisis ni contradicción que no acompañen, aunque sea por el rodeo estalinista, la fatalidad de su dominación. La revolución no tiene hora: tal es la grandeza de los anarquistas al rechazar el error simétrico de los predicadores de la paciencia y de los doctos del «kairos». Al capitalismo no se le ha otorgado un tiempo: la inteligencia del reformismo consiste en saber que al dejar pasar el tiempo se hace la economía del trastorno. La idea de crisis revolucionaria carece de sentido: por ello, sin duda, la burguesía es la única clase dominada que haya jamás vencido —razón por la cual sólo hemos conocido en este siglo revoluciones burguesas, capitalistas en el sentido amplio del término, «antisoberanas» en el sentido de Bataille.
Concebir el capitalismo como una especie de gobierno sumiso, como todas las especies, a la ley implacable de una evolución biológica, es conocer de manera impropia, esta vez, lo que lo distingue de todos los modos de producción que lo han precedido históricamente; es olvidar que inventa un tipo de sociedad que se atreve por primera vez a renegar de su propia muerte, a rechazar la muerte absoluta y a proclamar para sí mismo un modo de eternidad del alma. No se ha reflexionado lo suficiente sobre esta extraña paradoja: es, al mismo tiempo, la más formidable máquina mortífera que haya producido la historia y rehúsa, con todo, pensar, representar, esta esencia mortífera. No se ha prestado suficiente atención al hecho de que allí donde la época feudal mantenía con la muerte una familiaridad turbadora y oscura, en la edad moderna ella se convierte, más que el sexo, por ejemplo, en el verdadero tabú y en la prohibición principal del inconsciente social. Esto es así porque el capitalismo es contemporáneo de una revolución científica que, al inventar el tiempo lineal y el espacio identificado, ha podido creer que ella representaba al fin la imagen de la eternidad. También es que al enterrar sus propios orígenes en un pasado inmemorial y que olvida tan pronto como pasa, sólo puede hacer retroceder otro tanto la edad de su propia muerte, negar que su enloquecida carrera haya tenido una meta. Es, finalmente, por esta razón, el primer modo de producción que nunca puede ser instituido, que se sigue pensando constantemente a sí mismo como si estuviera en trance de serlo, que se puebla de fantasmas según la modalidad de una perpetua falta de conclusión. «Las civilizaciones son mortales, salvo la mía», dice el Capital. «La historia existe», añade, «porque la he inventado, pero escapo a ella de cierto modo, yo, el creador que se ensaña con sus criaturas perecederas, yo, el eterno adolescente que, sin tregua, mata al anciano que lleva dentro».
¿Podrá así percibirse?, se dirá; ¿es así, en efecto? ¿No se conocen acaso civilizaciones que, como el Imperio Romano, han tardado siglos en darse cuenta de que su muerte se había consumado? ¿No fue la época feudal la primera en aspirar con toda su alma, con todas sus leyendas, a la inmovilidad? Sí, claro está, pero no se trata de esto cuando llega la época industrial. Pues téngase cuidado: negar la muerte absoluta ya no significa que uno trate de atajar el curso del tiempo; es justo lo contrario lo que tiene lugar: ya no se deja de apresurarlo, de precipitarlo, porque ya no tiene embudos de inmovilidad cuya resistencia no se pueda quebrantar. Tampoco se trata efectivamente de detener el proceso de la muerte; no se termina de provocarlo, de programarlo bajo la forma de «lo obsoleto de las mercancías», de la «rotación» del capital o del «ciclo» de la producción. Tampoco es que uno viva después de esta muerte como si estuviéramos en compañía de un monstruo que llega a tranquilizarnos a fuerza de codearnos con él; el capitalismo vive la muerte y vive propiamente de la muerte, a la par que reniega de ella y rehúsa representarla… Este es el misterio. Y esta es la verdadera revolución. A esta muerte que él organiza al rehusar pensarla, la convierte en el paradójico rodeo gracias al cual afirma su propia existencia. De la destrucción que practica al fingir ignorarla hace el taller de sus pirámides. Apunta a una eternidad cuya cifra es lo perecedero. Piensa una inmortalidad que se acuña en la muerte. El capitalismo es el primer modo de producción que maquina sus coherencias menos a despecho que en virtud de la entropía que lo socava.
Todo esto se entiende mejor reflexionando en la naturaleza de esta entropía y abordando la tercera y última de las ilusiones progresistas. La izquierda no comprende o finge no comprender nada de lo que propiamente constituye una crisis; allí donde ve lo patógeno, las clases dirigentes, por su lado, tienen la lucidez de ver la prueba de su salud y de su vitalidad; por todas partes donde ella descubre el estancamiento, la asfixia, la catástrofe, los otros ven la redoblada oportunidad de metamorfosis y de nuevos despliegues. Hay crisis que el capitalismo desencadena para tratarlas enseguida a su mayor ventaja: la historia de nuestros «planes de reforma» demuestra que estos «putchs» son fecundos. Hay crisis que padece sin haber sabido profetizarlas: la historia de los «new deals» demuestra todo el provecho que sabe aún sacar de ello. Hay crisis de estructura, esas célebres contradicciones insolubles que deberían derrocarlo: véase simplemente cómo la decadencia de la idea de trabajo, por ejemplo, ha sabido responder a una modificación de la composición orgánica del capital. Hay una crisis permanente, que Marx analiza, entre la apropiación privada y el carácter social de la producción: pero lejos de urdirse, nunca hace otra cosa que resolverse, resolverse para volverse a urdir, en resumidas cuentas, para desplazarse. Hay crisis sociales, en fin, las que contraponen continuamente a los agentes sociales entre sí: pero probablemente fue Parsons quien juzgara certeramente contra Marx, cuando demostró la función de integración de esos antagonismos latentes cuyo juego combinado logra soldar completamente la máquina. El capitalismo en acción y en efecto consiste en todas estas cosas, en todas estas crisis. Un capitalismo sin contradicciones sería una contradicción en sus términos. Un capitalismo sin tensión sería, en verdad, un capitalismo agonizante.
De manera que la burguesía, es, quizá, finalmente, más marxistas que los marxistas. Sólo cree en la ley de la mercancía, pervive y la práctica cada vez que al vivirla introduce la muerte, cada vez que se empeña en romper las obras que ella misma modela. No cree en la dialéctica pero la entiende mejor que nadie al redoblar el menor de sus flujos con una íntima contradicción que simultáneamente la hace entrar en crisis. Sobre todo, es más optimista que los optimistas patentados. Lleva hasta el fondo el pensamiento del «todo marcha bien». En el mayor desorden sabe profetizar la figura de un orden por venir; en el extremo de la errancia localiza los primeros signos de una sorda finalidad. Ya no hay que decir que sus contradicciones la merman, sino que ella se nutre de ellas y en ellas se baña para restablecerse mejor. Ya no hay que decir que ellas pertenecen al orden de la enfermedad, sino ver en ellas algo así como un seísmo, la emergencia muda de un sordo derrumbe del terreno. Tal vez sea preciso dejar de hablar de una alternancia de equilibrios o de desequilibrios, sino más bien, como en el sistema arcaico, de dones y contradones, de una regulación armoniosa del intercambio social. La explosión política no es otra cosa que el modo dramático de la reproducción ampliada del Capital. Una crisis social no es más que la homeostasis de los flujos de una sociedad.
Basta ya de gritar victoria cada vez que la tierra tiembla: un sistema que lleva en sí la muerte y que la pone, no ya en los márgenes sino en el centro de su funcionamiento, es, al pie de la letra, imperecedero.