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EL PROLETARIADO, CLASE IMPOSIBLE

Esta historia apaciguada, poblada de simulacros y de paraísos imaginarios, supone una noción clave que sólo he rozado superficialmente, pero que merece, actualmente, que nos detengamos más en ella. Sólo se sostiene, a decir verdad, apoyada en la existencia de una clase histórica singular, investida por la dialéctica de una misión universal. Supone, para llamarla por su nombre, la realidad de un ser que los marxistas, en primer lugar, y el movimiento socialista, a su zaga, han bautizado con el nombre de «proletariado».

Entendámonos. No son los primeros ni tampoco serán los últimos en razonar en términos de clase o en primar a una de ellas. Contrariamente a la idea consabida, no inventan «la clase histórica», ni con mayor razón la política mesiánica. Quien dice progreso, en efecto, dice, inmediatamente después, clase ascendente, y quien dice clase ascendente dice motor de la Historia. No hay optimismo en Occidente que no adhiera a una Historia que ilustran los portadores de antorchas y que no los invista de una dignidad lustral. Quesnay tenía su motor dialéctico, en un sentido cuasi marxiano: los «recaudadores» del Tableau général (Descripción general). Ricardo tenía el suyo, irresistible y triunfante: en este caso, los «fabricantes». Guizot, el banal Guizot, sólo podía mantener su «hay que enriquecerse», tendiendo la mano a los nuevos «estratos» de Gambetta. Y Schumpeter mismo, tan escasamente sospechoso de hegelianismo, tenía también su heraldo, el heraldo de su Historia: el famoso «empresario» que garantizaba la innovación. Vale decir que el socialismo perpetúa el extenso tiraje de la vieja tradición optimista. Pisa los talones de una Historia que nunca pudo escribirse de otro modo que no fuese el de vaciarse en el molde de la ingenuidad escatológica. Basta de la presunta ruptura marxiana: sólo hay una economía, clásica y vulgar al mismo tiempo, ideológica o científica, poco importa, cuyo florón más hermoso podría ser acaso El Capital, pero de la que sigue siendo un vástago. Basta ya de la vieja tesis según la cual el socialismo científico sería el hijo del siglo XIX: lo fue primero del siglo XVIII, sobre la base de un pensamiento que afirmaba que la historia tiende a lo mejor y que lo mejor se encarna en una clase, que sacó sus recursos y el resorte de la creencia que tiene. De modo que su «proletariado» sólo es, qué duda cabe, en varios aspectos, una figura tardía en el escenario secular que bien pudo montarse sin acudir a ella y en donde se contenta, a su vez, con ocupar un sitio. Sobre el socialismo todo parece haberse dicho cuando se habla de Ricardo.

Pero he aquí precisamente la paradoja, la rara sorpresa de este asunto: en este escenario él ocupa su sitio en la postura más lamentable; si hay diferencia entre el optimismo socialista y sus predecesores, reside en que ellos están en relación con lo concreto, mientras que él rompe con la realidad; lo que distingue al «proletario» del «recaudador» es que el segundo existe, que existe en carne y hueso, en tanto que el primero curiosamente no existe… Esta tesis paradójica resulta escandalosa para algunos; basta con leer a Marx mismo para encontrarla claramente enunciada. Pienso en ese fragmento de La Cuestión judía[3], donde hace la observación de que si la revolución es imposible en Alemania es porque falta el agente histórico que podría llevarla a la pila bautismal; que «ninguna clase de la sociedad experimenta la necesidad ni la facultad de la emancipación universal»; que, por consiguiente, hay que construirla a priori, darle mediante la razón la consistencia que no tiene en la realidad. Tal es nuestra respuesta, dice: «Hay que formar una clase con cadenas radicales, una clase de la sociedad burguesa que no sea clase de la sociedad burguesa, una clase que sea la de la disolución de todas las clases». Bien lo dice el imperativo: hay que remediar, gracias a la teoría, un trágico defecto del ser, hay que colmar de modo abstracto una carencia muy concreta, hay que doblegar esta concreción a las exigencias de la filosofía alemana… Terrible confesión que casi no necesita comentarios: desde su partida de nacimiento el proletariado es un imposible cuyo concepto es preciso producir y forjar contra la Historia; es la primera clase histórica que para funcionar necesita ser postulada y poblada por fantasmas; los socialistas son los primeros optimistas que se apoyan en un objeto que sólo debe su existencia al Golpe que lo profetiza.

¿Se intenta acaso pensarlo? ¿Darle al concepto contenido y comprensión? Materialista o no, el discurso se estanca en una mitología política que no es, en modo alguno, como suele creerse, privativo de los textos de juventud, sino que atraviesa cabalmente el famoso «corte». ¿En qué consiste el proletariado en La Sagrada Familia, por ejemplo? En la abstracción de toda la humanidad, en el compendio de la «inhumanidad» de una sociedad, en la pérdida del «hombre» al mismo tiempo que en la «conciencia» de esa pérdida —una morada jamás habitada, a la que es preciso volver, la notalgia de un ser al que es preciso dar existencia, una humanidad imposible de encontrar; impensable e ideal. ¿En qué consiste la «depauperización» en los textos llamados científicos? Sea «absoluta», como en La Ideología alemana, o «relativa» como en él libro primero de El Capital, se trata de la forma cientifista de esta dialéctica de lo inhumano que remonta a los manuscritos del 44 y continúa imperturbablemente hasta la Crítica del programa de Erfurt, se trata de la fianza «científica» de esta creencia insensata de que el ser se despoja, se anonada en la extrema ignominia y al que poco falta para abolirse en la muerte absoluta, pero que es también el que se recupera, se regenera, vuelve a ser dueño de sí mismo y, depositario, por lo tanto, de la más humana de las esencias humanas, se convierte en mediador de una liberación providencial. Poco importa, a decir verdad, que esta dialéctica de lo inhumano haya sido, desde hace mucho, desmentida por los hechos, que jamás en la historia concreta la revolución proceda de esta manera, que ella nunca se origine entre los más menesterosos, entre los ajusticiados de una sociedad. Poco importan, igualmente, los ecos cristianos de la gestión,[4] el parentesco de este proletariado con Cristo, que, según dice San Pablo, se «vacía de sí mismo» para volver a ser dueño de ese nombre que está por encima de todos los nombres. Pues lo esencial reside aquí: por todo un lienzo de obra, la clase histórica se define como un ser extrañado y extranjero a sí mismo, que se encuentra ausente de allí mismo donde está y presente allí donde no está —un innominable, por consiguiente, un puro ente de razón.

El procedimiento puede tener su grandeza. Tendría incluso su pertinencia si Marx se hubiese detenido allí. Pues lo propio de la revolución, después de todo, es sustraerse al pensamiento, desafiar la forma del discurso… Pero Marx no se contenta con ello y hay otros textos que dicen algo completamente diferente. Textos en que, a falta de suscribir teóricamente al proletariado, intenta circunscribirlo a lo que tiene de concreto la sociedad. Y esta vez, por desgracia, lo encarna en un cuerpo conocido, harto conocido; lo modela a imagen de una clase que existe y que sólo existe en demasía; lo esculpe simplemente según el modelo de la burguesía. Me remito en este punto al planteamiento de Françoise Paul-Lévy, en su excelente Historia de un burgués alemán,[5] que todo el mundo se ha apresurado a reducir a una lección de biografía, le remito al capítulo donde ella prueba, con el apoyo de los textos, que el proletariado marxiano sólo es la imagen invertida de una burguesía purificada de sus taras históricas y políticas por el análisis; que el estatuto del uno, en el régimen capitalista, es idéntico al del otro en el orbe feudal; que su modo de desarrollo se calca rigurosamente en contextos claramente diferentes. Si el proletariado se apodera, si debe apoderarse, de la Historia y de su sentido, ha de ser con los mismos derechos de los nuevos comerciantes de ayer sobre los gremios y las corporaciones; si el proletariado es un derecho de quien aspira a izar su singularidad al rango de lo universal, es porque es, a su vez, el heredero del 89; si se esgrime la consigna de la «organización de la clase obrera en partido político» es porque también allí el poder de la clase obrera se piensa dentro del esquema de la toma del poder burgués… ¿Es acaso asombroso? ¿Siquiera escandaloso? Es, sobre todo, inevitable, desde el momento en que se pretende dar un contenido a un concepto que carece de él, desde el momento en que se quiere identificar una clase de la que se proclama, a su vez, el hecho de que apunta a lo universal; por primera vez, lo repito, en la historia del progresismo, se ve obligado el socialismo a definir al más indefinible de los seres, se dedica a pensar en una clase que tiene tan poca sustancialidad que puede pensarse según la modalidad del lapsus.

Y con todo, se dirá, los textos son una cosa y la realidad es otra. A pesar de todo, en nuestra sociedad de hombres que sólo poseen su fuerza de trabajo, hay trabajadores encerrados en fábricas que son prisioneros, miserables que viven una vida insufrible, fulminada por la desgracia cotidiana. ¿Quiénes son estos hombres, quiénes son estos productores de la plusvalía, quiénes son estos satélites del infierno capitalista sino justamente el proletariado, las eternas víctimas de la máquina que alimentan? Sí, ciertamente, esto es verdad. Háblese de humanismo tanto como se quiera. De moral, todavía más. Pero digo simplemente que entre esta miseria y lo que entiende el socialismo cuando habla de proletariado se abre todo el intervalo que separa la realidad de la ilusión, que los socialistas dicen algo muy distinto cuando recortan científicamente los estratos y las luchas de clase; que suponen, no solamente una comunidad de vida sino también defectos políticos e ideológicos que vienen a coronarla. Si el proletariado es una clase, si tiene sentido bautizarla de esta manera, es, nos dicen, porque tiene intereses comunes que defienden sus sindicatos y desencadenan sus rebeliones; pero es también porque contribuye con su sola presencia a modelar un paisaje político que sin él sería diferente; que tiene, en fin, una visión del mundo, una cultura original que enriquece o agobia nuestro patrimonio ideológico…[6] Léase, leáse a los teóricos del socialismo: no hay proletariado que no se defina a estos tres niveles. Y simplemente hago la observación de que, al entenderlo en el sentido que ellos le dan, al seguirlos fielmente, el proletariado, por desgracia, todavía no existe.

Pase todavía que la comunidad de intereses haya explotado hace tiempo; que en nuestra nueva Edad Media los intereses llamados «de clase» dejen paso a los intereses particulares: el fenómeno no es nuevo, remonta a los orígenes del movimiento obrero francés. Pase también que nuestros juegos políticos no demuestren con toda evidencia los «efectos pertinentes» de la existencia del santo proletariado; que los partidos «obreros» se vuelvan pobres máquinas estratificadas, atragantadas por su manteca burocrática; que tal o cual partido de derecha pueda reivindicar la etiqueta casi con la misma legitimidad: constituye, en todo caso, una constante de estos últimos años el hecho de que el movimiento obrero sólo se haya consolidado puntualmente con respecto a consignas defensivas y que la defensa en semejante asunto hace cuajar más los particularismos de lo que unifica las «contradicciones» en el seno del «pueblo». No reside ahí lo esencial. Lo que ocurre es que el proletariado no tiene, ya no tiene, cultura original; que su memoria ha muerto y con ella la tradición que lo hacía verse, en el doble sentido de ser espectáculo y de saber reflejarse. A comienzos de siglo, quizá, él ocupaba un sitio singular en la economía de los puestos capitalistas; arrancado a sus raíces, a partir de entonces, salido de su antigua morada, ya no tiene asignado un puesto, ya no tiene un «genero de vida», ya no tiene política. En otros tiempos se leía El Derecho a la Pereza de Lafargue, o los primeros textos de Sorel; dominada por el marxismo, aplastada por su política teórica, la clase obrera ha reprimido el anarco-sindicalismo que fundamentaba su «visión del mundo».

Un socialista notorio me objetaba un día que decididamente yo no había entendido nada, que el marxismo nunca había planteado el problema de ese modo. Me explicó que lo que constituye una clase es menos su estructura interna que la lucha en la que ocupa un lugar; que la lucha de clases, como suele decirse, prevalece en su existencia; que es ella, y solamente ella, quien autoriza y quien obliga a la ubicación topográfica. Si el proletariado existe, me decía, es porque existe la burguesía; si existe proletariado, y, cara a la burguesía, es que hay un «proceso» que los contrapone, un proceso de producción y antagonismo; si el proletariado no es nada —y si es el último mono— es que la lucha de clases es el motor de la Historia, que toda la historia conocida hasta hoy ha visto enfrentarse dos campos que, sin duda, entran a veces en componendas, pero sin pactar jamás. Me asestó, con esto, referencias sutiles a la Respuesta a John Lewis.[7] Me aturdió con finas alusiones al estructuralismo en política. A lo cual respondí, en primer lugar, que bien querría yo creer que la lucha ha preexistido a la existencia de las clases y que estaba dispuesto a suministrar la prueba con respecto a la época feudal e incluso al mundo antiguo. Pero que, en segundo lugar, ya que me obligaba a ello, yo no creía que el capitalismo, a su vez, se plegara a la vieja regla; que me parecía que él era el primer modo de producción que ya no funcionaba según ese esquema; que él se ordenaba enteramente según el imperativo de pacificar la guerra y de domesticar la lucha; que en este mundo negociante, tratante y liberal, el conflicto es un señuelo que se abandona en el umbral de la calle para hablar mejor después.

Referencias por referencias, le recordé, por mi parte, ese texto magnífico de Aurora[8] donde Nietzsche habla de la «servidumbre impersonal» de los obreros modernos, esa relación de servidumbre que se trama menos con conflictos que con complicidad objetiva y ausencia de «jerarquía». O también las palabras desesperadas de Rimbaud en Una Temporada en el Infierno («Me dan horror los oficios, / amos y obreros, campesinos todos, innobles. / La mano con su pluma vale la mano con su arado. ¡Qué siglo de manos!») que bastan para descalificar las fantasías acerca del «potlach» cuya forma exacerbada,[9] según parece, es la lucha de clases. Y para oponerles la sombría realidad de una equivalencia, de un regateo generalizado que reducen nuestros vínculos sociales a las formas sutiles del contrato y del convenio. Galileo, más que Marx, es quien dijo, le explicaba yo, la verdad acerca del Capital. En los «movimientos voraginosos» de Descartes se puede representar mejor la distribución de su campo social. ¿No es acaso el contemporáneo de una revolución científica, que, al antiguo cosmos, a su tópica, a su geografía, sustituye el color plano indefinido y, de parte a parte, idéntico de un gigantesco Lugar que absorbe todos los lugares pensables? Vivir el capitalismo es vivir un universo en donde una loca rotación descalifica lo singular y lo reduce a lo Mismo. Vivir bajo el imperio de la mercancía es vivir en un espacio donde las clases se vuelven atópicas, atípicas, mezcladas de abigarramientos falsos y de reales, muy reales, uniformidades. En este «cerrojo» de la identidad el juego social se mantiene en reserva y apunta a un cero, a una isonomía absoluta donde se anulan las propiedades y las diferencias. Tiende a la ecuación, a la media y al medio, fascinado y, en cierto modo, mordido por una equivalencia que no deja de postular sin alcanzarla nunca del todo. Valor igual de los tipos. Esterilidad de los confrontamientos.

Muy bien, me respondió mi socialista. Pero hago una distinción, amigo mío. Parece que usted confunde «clase» y «conciencia de clase», clase «en sí» y clase «para sí». Siempre hemos afirmado que el proletariado nunca se constituye espontáneamente; y ya Lenin decía que su tendencia lo lleva al tradeunionismo, es decir, a la colaboración de clase y al rechazo del poder Tampoco hemos negado nunca que, fuera de los momentos de gracia, se estanca en una media, en un estiaje político que algunos caracterizan como «prácticamente inerte». Lo sabemos tan bien como usted: él consiste espontáneamente en este cúmulo de egoísmo y de voluntad de vivir, en esa mezcla de pequeñas envidias de voluntades siervas que tan bien saben puntualizar los teóricos de la servidumbre voluntaria. Pero también sabemos, pues la experiencia histórica lo atestigua al mismo tiempo que la teoría: le ocurre una vez por año, una vez cada diez años, acaso una vez por siglo, convertirse en ese grupo «en función» que sabe pulverizar los pesados batientes de la opresión y presenta al proletariado como candidato a la hegemonía. Le sucede, cuando lo traspasa la Historia, cuando recibe la gracia de la conciencia, cuando sabe fecundar la ciencia revolucionaria, ser insurrección pura, heroísmo inaudito, voluntad de romper, más allá de sus propias cadenas, las de toda la sociedad. La clase obrera es, efectivamente, el filisteísmo, pero también la insumisión. Conglomerado constituido por deseos de supervivencia, puede, a veces, soltarse, coagularse milagrosamente y desencadenar una formidable capacidad de subversión. El proletariado sólo es excepcionalmente proletario, pero es la excepción lo que cuenta y lo que le otorga su dignidad. Sólo adviene a su verdad al final de una larga marcha, pero en este término pensamos cuando consideramos la historia en términos de lucha de clases.

Me tocó entonces, a mi vez, predicar la distinción. Estoy plenamente de acuerdo, porque en el fondo se trata de una de las hipótesis de este libro, del dualismo de las voluntades, de las almas y de las historias; convengo en que los mismos hombres pueden ser al mismo tiempo, o incluso sucesivamente, siervos voluntarios, atrapados en la viscosidad del negocio social, y rebeldes heroicos rehusando por ello la resignación al tormento de vivir. Pero argumenté que este dualismo no era privativo de un trastrueque del deseo, de una maduración de la voluntad, de un progreso de la conciencia; que es preciso, al contrario, la coexistencia, el debate y el enfrentamiento en el corazón de cada hombre, de dos deseos, de dos voluntades, de dos conciencias distintas y profundamente rivales. Vale decir que me atuve a la tesis antinaturalista que niega la subsistencia de una sana naturaleza, ahora caduca, que retorna de la lejanía de su origen ignoto; y le oponía la de una duplicación antihistórica, de un desboblamiento angélico del alma sin dejarle a la insurrección ninguna vía de acceso que la llevara al poder y al proletariado instituido… Esta vez pasé en serio al comentario de la frase de Nietzsche que titula este capítulo: una rebelión, en el sentido en que la entiendo, apunta más a desunir que a soldar y a unir; su eterna consigna es dividir al pueblo más que reunirlo; lo que bien demostró en su momento la rebelión maoísta en Francia —y más tarde el excelente análisis que de ella hizo El Angel… El proletariado en el poder es rápida y necesariamente la farsa siniestra de los tanques en Budapest y en Praga, la opresión prorrogada en beneficio de un nuevo Príncipe nacido en el estiércol de las ilusiones populares defraudadas. No cabe duda de que el «proletariado», apenas constituido, tiene enseguida que deshacerse y someterse una vez más. No cabe duda de que su poder mismo es, en cierta manera, la forma exacerbada de su voluntad de sobrevivir, por lo tanto, de servir. Clase imposible, claro, en ese sentido riguroso y preciso de que el gesto que lo inaugura es también el que lo anula. Que apenas asciende desaparece como clase. Nietzsche, una vez más, dice: «Él quiere, a su vez, ejercer el poder, obligando a los poderosos a ser sus verdugos».[10]

Entiéndase bien el sentido de esta «crítica» No he querido pisarle los talones a los pobres ideólogos del deterioro del proletariado y de su agonía histórica. Por el momento no tomo partido en el enojoso debate que contrapone desde hace veinte años, a los comunistas y a los no comunistas, sobre la cuestión del papel que desempeña el sector terciario o la de la proletarización de los burócratas. Estoy dispuesto a admitir la importancia numérica o histórica de eso que se llama el mundo obrero e incluso mostraré más adelante cómo, a falta de encarnar el sueño mesiánico, él es portador del destino de Occidente: pero simplemente digo que sería preciso disponer de otra cosa para que se pudiese hablar de proletariado en el sentido de los optimistas —otra cosa que no está ahí, que no está necesariamente ahí, en el régimen capitalista. Tampoco he dicho que este régimen fuese el mejor de los mundos humanos, que al intercambiar los signos de guerra en vez de hacer uso de ellos, nos preparara la sociedad feliz del contubernio y del «todo va bien»: sólo he querido mostrar que para comprender los dramas y sufrimientos de los hombres de hoy los instrumentos teóricos son inoperantes. No he dicho, en fin, recusando los repartos marxianos, que en lo que atañe a su ropa de confección para las singularidades que la rechazan, me he abstenido de buscar otra más adecuada: creo, por el contrario, que es urgente pensar de nuevo el espectro de nuestras sociedades según las nuevas plantillas, los nuevos sistemas del poder, los nuevos regímenes de conceptos. A lo cual me voy a dedicar más adelante en el análisis de la «barbarie».