LA ENCICLOPEDIA DE LAS MENTIRAS
Y, en primer lugar, por esta razón de que el socialismo no es sólo una versión, una versión entre otras, del optimismo, sino su más grave, su más burda caricatura, la suma de sus imposturas y la enciclopedia de sus mentiras. Está contenido enteramente en este simple postulado: tal como es, tal como se despliega en sus ideas más radicales y sus más trágicos extravíos, la Historia es el lugar del bien, parte de lo mejor, el camino seguro y bendito de la obligada revolución. Tanto en sus remilgos izquierdistas como en su banalidad reformista, siempre se resume en esta consigna clave cuyo carácter reaccionario es preciso admirar por poco que uno dé su sentido a las palabras: hay que adherirse a este punto, ser fiel a los laberintos, entrar en sus desfiladeros, de ello sólo podrá salir lo bueno, y de los desiertos más áridos saldrán las praderas más risueñas y fértiles.
Un socialista no olvida nada, no deplora nada y de nada reniega: todos los incidentes, los accidentes de la historia son inmediatamente reducidos a un stock en una memoria gigantesca en la que se puede ver vigilando al guardián y al archivero. Pasa por alto todo aquello que constituye una derrota, un verdadero, un auténtico descalabro, sólo lo considera como retraso, como etapa, como treta o como repliegue de un misterioso combate cuyos caminos son impenetrables, pero cuyo resultado no deja lugar a dudas. Sabe reconocer a veces que el horizonte se ha cerrado y que el presente es pantanoso: pero como buen meteorólogo espera días mejores, acecha el momento de que escampe y sabe que este momento llegará tan segura, tan necesariamente, como el sol después de la tormenta. Su vocabulario abunda en pudores exquisitos de los que habría para sonreír si no fueran trágicos: un repliegue electoral es siempre una «avanzada» o un progreso de las fuerzas populares; el aplastamiento de la Comuna figura, en primer lugar, en el memorial de las adquisiciones «irreversibles», ni qué decir tiene, del movimiento obrero internacional; los crímenes de Stalin sólo pueden tratarse como «desviaciones», es decir, como «lecciones», al mismo tiempo que como tragedias, casos ejemplares tanto como extravíos, e incluso el horror hitleriano llega a considerarse a veces como un «tropezón» de la burguesía, «error» fatal y casi feliz, gracias al cual ha sido desenmascarado y revelado su verdadero rostro. Para un socialismo no hay Mal que no sea sombra del Bien. No hay retroceso que no sea el rescate o el presentimiento de uno o de dos victoriosos pasos hacia adelante.
De modo que, en resumidas cuentas, la vieja y banal asimilación del socialismo a una Iglesia no es tan necia como parece, ni carece de sentido. Al igual que los cristianos, los socialistas creen en un Dios, que bautizan con el nombre de «proletariado» y en su resurrección, que bautizan con el nombre de «sociedad sin clases», y en su infinito martirio que llaman la «dialéctica», y la Historia Universal tiene, al menos, este punto común con la Providencia: que es el lugar de una Caída inmemorial, rápidamente sometida a un orden por el fantasma escatológico. De manera también que Garaudy tenía, sin duda, razón frente a Althusser, cuyos colores hicimos ondear muchos de nosotros en otros tiempos: el socialismo, en efecto, no es pensable sin su núcleo hegeliano, para funcionar exige un Espíritu que se recupera al perderse, un Absoluto que se demora pero que nunca se extravía, una dialéctica que no conoce la entropía y la pérdida del ser. Lo cual puede decirse concretamente así: en el momento en que reina una nueva clase que finge no creer en las fábulas hegelianas y cristianas y que, por vez primera, elude la cuestión del motivo y de la justificación de la desgracia; los socialistas son los últimos creyentes en un Sentido que se constituye sin ellos y contra ellos, los últimos en dotar a la Historia de un orden que sus propios actores ya no son capaces de reconocer; en el momento en que la burguesía contrariamente a la clase feudal o a los amos del mundo antiguo, concibe el devenir dentro de la pura contingencia de lo que adviene, en el momento en que sus representantes son más gramáticos que historiadores, más técnicos que políticos, los socialistas se convierten en los topógrafos inspirados de las tierras capitalistas, timoneles sin timón del gran navío común. ¿Serían ellos los modernos escribanos de una historia proletaria olvidada? ¿Serían además, como Marx su señor, los escribas aplicados y vagamente fascinados de la demiurgia industrial? ¿Los enterradores del Capital? Son más bien los cronistas oficiales, los historiógrafos titulados, que introducen el orden de un sentido en el caos de lo insensato, certificando con su arco iris el caleidoscopio de sus producciones. Todo ocurre como si hubiesen recibido la misión de atenerse firmemente a la brújula y tener ojo avizor sobre la proa, de localizar las posibilidades del Ser y de puntearlas a medida que va ocurriendo su eclosión, de mantener constantemente al día el derrotero y el calendario de una odisea ciega y literalmente irresponsable.
Dueños del tiempo, por delegación y por gracia del Príncipe, son naturalmente estériles, pasivos e impotentes. Pues decir la Historia no es siempre hacerla. E incluso, en la época burguesa, es prohibírsela para siempre. No hay por qué asombrarse de que tengan tan raramente la iniciativa política: pagan su vocación de notarios con una extraña incapacidad de decir, hacer o innovar. No hay por qué asombrarse de qué funcionen tan a menudo como sucedáneos: el precio de su prodigiosa memoria es la atrofia de su imaginación. Los nietzscheanos, después de todo, no carecen enteramente de razón al definir el socialismo como resentimiento, práctica del resentimiento, relación resentimental con la existencia y con la política: pues cuando se atasca la facultad de olvido y cuando uno se queda más o menos atragantado por una remanencia enfermiza de rastros, ya sólo se produce apenas en forma de hipo, de suspiro o de tartamudeo. Hay que escuchar más bien a los sindicalistas llamar a sus contingentes al contraataque, a la defensa de sus intereses adquiridos, a la lucha contra las alteraciones de las conquistas del proletariado. Hay que escuchar a los parlamentarios de izquierda censurar al gobierno que está en el poder, interpretar a sus representantes y acusarlos. Hay que ver las campañas de movilización en que nunca se trata de otra cosa que de denunciar, reclamar e indignarse. Ténganse presentes los grandes procesos de la ultraizquierda inmediatamente después del 68, en los que se defendía el derecho burgués contra la burguesía, la verdad traicionada y la justicia burlada. El socialismo, en el fondo, nunca escoge el terreno ni las armas de su lucha. Sólo sabe responder, reaccionar y replicar, ya que es el último mantenedor moderno de la vieja ley del talión. Explica inculpando, da cuentas al pedirlas; un hecho sólo le es inteligible, cuando se instruye el proceso y se ha encontrado al culpable.[2]
De modo que, tampoco allí, es falso el lugar común que dice que el socialismo es incapaz de un proyecto de sociedad: pues su sociedad es la del Capital y, desgraciadamente, ni siquiera su figura invertida. Tampoco es falso aquel que dice su impotencia para administrar al Estado y si no para tomar el poder, al menos para conservarlo, pues su función, su misión proceden de otra parte: en el momento en que la clase dominante descuida y declina su identidad y sus títulos de legitimidad, en el momento en que por primera vez finge que ya no tiene, solamente Historia sino tampoco justificación moral, es él quien al proceder contra ella la identifica y la consagra; en la época de una burguesía que, al contrario, una vez más, de la clase feudal, ya no dice por qué se encuentra ahí, ni quién la ha puesto ahí ni cómo; él se ha convertido precisamente en este por qué y en este cómo, la razón y la conciencia de su ciego ejercicio. ¿Porqué hablarán tanto los capitalistas de «iniciativa» y por qué la habrán convertido en su emblema y bandera? Para esquivar mejor, sin duda, el clásico problema del fundamento y desacralizar con toda fuerza la cuestión de su eminencia. Ahora bien ¿qué hacen los socialistas cuando rasgan sus vestiduras de fingida inocencia, cuando desenmascaran al adversario e inculpan a la clase que este representa? Contribuyen, quiéranlo o no, a fundamentarlo y a lastrarlo con el ser: raspando la herrumbre de su pregunta sobre la contingencia, descubriendo el duro metal de su necesidad oscura… ¿Por qué la gran burguesía es, por definición, la clase que no se vé, por qué no reina nunca en su propio nombre y sin mediación? Porque inventa un Poder que funciona sin mostrarse, que ve sin ser visto, que sólo ejerce a condición de no dar la cara. Ahora bien ¿qué hacen los socialistas, también en este caso, cuando decididos a revelar el secreto, hacen salir de detrás de la pantalla de permanencia obstinada de las viejas y sólidas dinastías? Y bien, siempre hacen deslizar, a la sombra de un Poder que desconoce sus raíces, el haz luminoso de su moralismo leguleyo; y, por esta razón, confieren al amo una ontología y una conciencia que no tendrían sin ellos. El rey está desnudo, dicen: y lo condenan menos de lo que lo santifican.
A decir verdad, no estoy seguro de que la imagen del resentimiento sea la mejor que exista y de que no sea preciso, sobre la marcha, abandonarla o radicalizarla. Porque, después de todo, ¿qué es la explotación capitalista y qué destino les ofrece a sus nuevos esclavos? Ahí donde el feudalismo no conocía relación de opresión que no fuese una relación personal, un hecho puro y brutal del Príncipe, sin contrato, sin compromiso, ahí donde el señor no estaba obligado en modo alguno a mantener al siervo, sino que lo hacía de buen grado y por simple alarde de gracia, el Capital, por el contrario, es un modo de producción y, por consiguiente, de explotación, que, al no hacer comparecer a simples individuos sino a grupos y clases por fronteras más o menos marcadas, ya no otorga la supervivencia a los hombres sino que la regatea y la negocia según «contratos» sutiles en que las cláusulas fluctúan según el estado del mercado: y con ello inventan necesariamente organizaciones de trabajo, instrumentos de clase, que instituyen este negocio, que garantizan este contrato, regateando con el Poder el vínculo del salario con el valor de la fuerza del trabajo.
Parece ser, que en la época feudal la explotación se transparentaba en la estructura misma del proceso del trabajo, que se llamaba «corvée»[h], «banalité»[i] o «taille»[j] fácilmente identificable, explícitamente confesada y sancionada jurídicamente —ea la época capitalista, al contrario, la extorsión de la plusvalía ya no es visible ni legible, se funda y se disimula bajo forma de mercancía, se maquilla con un salario abstracto y globalmente definido, ya no tiene existencia confesada ni soporte encarnado, constantemente se negocia, puede de derecho rescindirse y de hecho ponerse en tela de juicio, en el sutil claroscuro de las tasas y de los códigos patronales: por lo cual, el Capital lógica, necesariamente, llega a politizar la masa obrera, a hacer de esta politización el equilibrio de su balanza de poder, también en este caso a aceptar, si no a incitar, el desarrollo de los movimientos de los partidos de los sindicatos que contribuyen a organizar y a defender los intereses de los oprimidos. Doble observación, entonces, en que quisiera que se viese algo distinto a una mera aceptación marxistas, pues ella significa, en efecto, lo siguiente; el socialismo no es solamente un contraataque sentimental a la servidumbre y a la opresión, sino la resistencia programada, ordenada, suscitada, desde lo alto de las almenas y cámaras del Poder. O bien lo siguiente: no es sólo la mala consciencia desgraciada de un mundo que se las da de inocente y de inmoral sino su tribunal de justicia y de arbitraje, tribunal permanente donde se tratan y se resuelven los conflictos que los dividen.
Habrá que terminar un día por llevar a cabo la investigación que nos hace falta sobre la función del Estado moderno, intentar hacer una genealogía de esta forma, que no deja de ser reciente, de la resistencia a la opresión, preguntarse si no tiene simplemente la función de ordenar y moralizar un mercado que amenazaban el ludismo[k] o las últimas alarmas campesinas. No sé si existen estudios sobre el papel que desempeñan los sindicatos en los lugares en donde tienen el poder —las democracias populares— pero fácil sería mostrar que funcionan en primer lugar como corredores y gerentes de la fuerza de trabajo, que eliminando toda forma de propiedad o apropiación se vuelven propietarios privados, ya no del capital sino del proletariado. La burguesía francesa, en todo caso, no parece engañarse; ella, que sueña, desde hace treinta años, con entrar en la socialdemocracia, con practicar el socialismo sin los partidos que lo preconizan, de poner las bases de una sociedad «nueva» o «liberal avanzada»… ¿Por qué entonces asombrarse y, con mayor motivo, indignarse? No hay allí otra cosa que la devolución de una carta al remitente, que la reapropiación por sus autores de este medio de regulación, de policía y de control que han sido siempre la ideología y la práctica socialista.
Releamos simplemente, en lo que atañe al tema, a los grandes clásicos, quiero decir, a Blum, Jaurés, o al Sorel del comienzo. Por lo menos, están todos de acuerdo en este punto: que si el socialismo es necesario, hay que luchar en dos frentes. A la izquierda, contra la revolución pura, contra aquellos milenarios arrebatos de rebelión que actúan, según dicen, como accesos de fiebre y que es preciso fijar, coagular, en torno a envites reales, exactos y granulares. A la derecha, contra la otra amenaza no menos temible, claro está, pero que hay que pensar correlativamente: la de la granulación integral, de un total aplastamiento del campo social que sería la forma misma de la barbarie. A los revolucionarios que no meten mucho ruido, a los fascistas que ya no lo hacen, a la cacofonía de unos y al silencio de los otros, el socialismo opone el lugar y la exigencia de un diálogo, razona en términos de arbitraje, de regulación, de sinfonía. Representa el punto geométrico en donde se ajustan las diferencias, el descanso en el conflicto, la economía en la nulidad. El internacionalismo no es la guerra. La lucha de clases no es la lucha. E incluso fue para olvidar la guerra y la lucha que Occidente inventa el socialismo.
Entendámonos bien: no estoy diciendo que, al menos, por este lado, no tenga también sus méritos e incluso, a veces, su urgencia. No niego que pueda ser, en determinadas circunstancias, un contra-juego posible con respecto a la barbarie, y, a veces, paradójicamente, aquella que él mismo desencadena. Sino que simplemente pido que se deje, en fin, de confundir los órdenes y los géneros, que se dé a las palabras su sentido y que se jerarquicen los niveles de•análisis. Sí, la izquierda socialista en su versión liberal puede representar el lugar de un mal menor en un mundo transido por el Mal: más no por ello constituye la llave de oro que abre las puertas del paraíso, no es una alternativa a la desgracia y a la eternidad de la dolencia que es la vida —«política provisional»—, fundamentalmente minimal, ya no es el camino real tal como lo pensara la tradición. Sí, la justicia social participa de este bien soberano en el que las bellas almas que somos deben ordenar sus prácticas: la impostura comienza cuando en él se ve la antecámara de la dicha y el fin de la diáspora —nada se juega allí, en efecto, que no sea de la incumbencia de la ética, que no esté suspendido a un Bien moral que no es lo Justo en política. Descalificar lo Político, atenerse a lo Provisional, rehabilitar la Ética: he aquí los tres órdenes, los tres niveles de análisis que es absolutamente preciso deslindar, a riesgo de hundirse en los espejismos mortíferos de lo aparente. Y esto significa muy concretamente que si el amo socialista puede ser, aquí y ahora, el mejor o el peor de los amos, en una Historia en que vaga la sombra del Amo en general, él puede serlo más de lo que es, y lo es en la coyuntura más que por necesidad…
Su vocación profunda es, por otro lado lo siguiente: al negar el Mal radical y lo trágico en la historia, atragantado por un pasado cuyo rastro él resumía, sólo pensando entonces la política bajo la forma de la réplica y haciendo de esta réplica el tribunal de la sinrazón burguesa, cuyo historiador, moralista, a la vez que policía, es el socialista, quien hace dichosos a los ahorcados, bienaventurados a los ahogados, quien dora las ciénagas y limpia los establos; al iluminar con los mil fuegos artificiales del optimismo los cadáveres que somos, cuerpos flotantes como perros putrefactos a merced de las mareas del poder, pajarracos fulminados en el cielo del mal absoluto, él es el Apolo de este inundo, la forma que sublima su caos atroz y perenne, el artista industrioso, quien incansablemente lo maquilla con los colores del simulacro. Imagen invertida del e pita] y fantasma de los dominados, el socialismo adopta, una ve más, la forma del poder: al igual que él es una mentira, pero un mentira que hace vivir.