EN EL PRINCIPIO ERA EL ESTADO
¿Qué he hecho, en definitiva, al denunciar una Historia ocultada pero portadora de esperanza y fuente siempre viva de un radiante porvenir? ¿Al romper con la idea de una Realidad más antigua que el más antiguo poder, adormecida en los limbos de una coacción interior? ¿Al negar que, fuera y antes de la ley, hay una forma pura del deseo, chispa de rocío en el atardecer de nuestra angustia? ¿Al demostrar que no hay discurso, que no hay contra-discurso, que jamás puedan escapar a la marca de la dominación? Creo haber circunscrito bien el tema que sirve de matriz a todos los optimismo: hay una naturaleza, un «estado de naturaleza», como suele decirse, que precede a la institución y que hay que intentar encontrar. Y creo haber comenzado, en razón de ello, a formular la proposición clave de un pesimismo coherente: no hay estado de naturaleza, la naturaleza no existe, nada hay antes del poder; hay que ayudar a la sociedad a darlo a luz con el fórceps de la liberación. Lo que, políticamente, aquí y ahora, implica determinado número de consecuencias cuya cadena voy a intentar desenrollar dando así término a lo que digo.
La primera: contrariamente a lo que siempre han dicho los demócratas, no hay contrato social, no hay pacto fundador del vínculo de los hombres entre sí, no hay derecho del ciudadano y no hay deberes del Príncipe. Porque, en fin, si no hay Deseo ni. Lengua, si no hay Realidad ni Historia que preceden al Poder y que se anticipen a su arsenal, lo cual significa evidentemente que los hombres, antes de la servidumbre, nada tienen que intercambiar, que no existe un «antes» donde tengan derecho al intercambio, donde estén en situación de hacerlo. Si no hay sociabilidad en el origen de la sociedad, esto significa, del mismo modo, que los esclavos no tienen ningún «bien» que puedan ceder, ningún recurso propio al que deban renunciar. Si el origen es un espejismo, el espejismo de un arcaísmo ya realizado, siempre historizado, el Príncipe nunca tiene por qué justificarse, nada, por otra parte, lo legitimiza y si se puede, si puede él poner en tela de juicio su excelencia, el problema de su existencia carece, en cambio, de sentido. La política de la Ilustración reza así: de un lado está la naturaleza humana, del otro Leviatán, y la tarea de las ideología consiste en acampar en el intervalo, en ese delgado y frágil espacio desde donde quiere velar por el respeto a las cláusulas del contrato. Una política pesimista debe expresarse completamente a la inversa: de un lado está el individuo, y del mismo lado el Estado, de un lado está Leviatán y del otro, también Leviatán: no hay intervalo, por lo tanto, no hay espacio intermediario donde las ideologías puedan apostarse para ejercer sobre el intercambio social su célebre vigilancia crítica.
«Reaccionarios» y «progresistas», por pensar todos en la Ilustración y en el horizonte del derecho natural, dicen, en fin de cuentas, las mismas cosas, incluso cuando invierten los términos de la ecuación. Dominadores y dominados son interlocutores o adversarios, cara a cara; en todo caso, polos cómplices o antagónicos de un puro intercambio político, trocando los unos el recurso de sus derechos, los otros la moneda de su fuerza, en provecho del Príncipe en un caso y, en el otro, del esclavo que se somete. A lo que hay que objetar, hoy en día, que, si la naturaleza no existe, si el derecho natural es tina añagaza, no hay quehacer político que tenga por resultado el compromiso social, no hay individuos libres que escojan reunirse, el Estado no es una creación de los hombres ni el fruto de sus deliberaciones. «La sociedad es causa de la sociedad», dice Montesquieu en las Cartas Persas; «el todo precede ontológicamente a sus partes», dice Aristóteles en su Política; y si contrato hay, demuestra la Fenomenología de Hegel, los contratantes son contemporáneos, por haber nacido en el momento mismo de fijar sus términos. Vale decir que los oprimidos no son acreedores, ni los opresores son deudores. Nada se comprende de lo Político mientras se persista en pensar en dichos términos. Y en este sentido, y solamente en este, se puede hablar del «formalismo» y de la engañifa del humanismo liberal…
La segunda consecuencia, que es su correlato: si la idea de contrato carece de sentido y si no hay contrato social, la cuestión de la política, con esto quiero decir la del Estado, se plantea en términos nuevos; menos, por otro lado, como problema que en forma de enigma. Pues, finalmente, si no hay voluntad ni decisión libres para fundar el Estado y su poderío, si él no es el efecto de una deliberación negociadora y de un regateo contractual, su origen se vuelve inexplicable, fortuito y arbitrario: es efecto sin causa ausente, «un mal paso» en el sentido de La Boétie, una «catástrofe» en el sentido de Platón, un acontecimiento inasignable, utópico y ucrónico. Si nada hay antes de él y si no es fruto de ningún árbol, si por más lejos que se rastreen las huellas por los caminos de su genealogía, estos caminos no conducen a ninguna parte que no sea el hecho crudo de su emergencia, es porque es primero, no derivado, no derivable: como el dios de los teólogos es creador, no creado, demiurgo, no fabricado, sostenido por la pura contingencia de su misterioso advenimiento. Vale decir que el Estado ya no tiene por qué ser justificado; ya no tiene por qué ser declarado inocente; tampoco tiene por qué ser declarado culpable.
Bien sé que los marxistas también denuncian la tesis del pacto y del contrato; que pretenden hacer un análisis más fino y menos idealista; que Engels, en El Origen de la familia, se esfuerza por enraizar este acontecimiento dentro del orden de una Historia ascendente y madura, dentro del marco «objetivo» de un determinado «modo de producción», dentro del juego de las «contradicciones» en que se embrolla una sociedad. Pero este tipo de análisis ya apenas si nos hace llegar a algo,[10] sólo consigue, en varios respectos, repetir los errores del otro. Al hacer proceder al Estado de la división de la sociedad, olvida interrogarse sobre el hecho mismo de esta división, omite precisar qué ha sido necesario para que en ella se manifestase una violencia más fundamental, una política original, un modo de arqui-Estado del que habría que rendir nuevamente cuentas… Proudhon vio con mayor precisión, cuando en La Creación del orden, explicaba que una sociedad se constituye, en primer lugar, gracias a la institución de sus magistrados; que a la organización de sus poderes, precede la división de su trabajo; que su orden político precede a su economía. Pudo ver con mayor precisión porque anticipaba el descubrimiento que hicieron los etnólogos de que en las sociedades primitivas nada promete ni anuncia la forma del poder estatal; que este no es, en modo alguno, localizable, previsible en sus flancos; que no lo produce nada, que nada lo llama ni lo induce. Es un modo de decir, y ahí está el enigma, que dicho Estado, que no tiene origen ni fecha de nacimiento, tampoco tiene Historia, que no es un hecho de la Historia…
Lo cual implica una tercera consecuencia, de mayor alcance todavía, que esta vez atañe al tema optimista por excelencia, el del deterioro del Estado y de su previsible desaparición, pues, en fin, si no hay nada antes del Estado, que de cerca o de lejos se parezca a una naturaleza, si el Estado, por consiguiente, no es un hecho de la Historia, de ahí se deduce que no hay Historia antes del Estado, que la Historia sólo tiene sentido cuando acompaña al Estado, que Estado e Historia son el solo y único fruto de una revolución que con ellos se inaugura y se prolonga gracias a ellos. Equivale, por lo tanto, rigurosamente a decir que nada es histórico antes del Estado y que nada que sea histórico ocurre sin él; que antes de él la Historia no existe, y que con el el Tiempo se vuelve Historia; que antes de él la Historia es impensable y que, sin él, ya no es posible. Claramente: mientras haya Historia, siempre habrá Poder; una vez que haya advenido el Estado, resulta, hablando con propiedad, irreversible; la idea de una Historia sin Estado es una contradicción en sus términos.
Constituye, sin duda, el sentido profundo de lo que Hegel entendía por su misterioso «final de la Historia», tesis mucho más sutil que sus pobres traducciones marxianas. Por lo cual, también, probablemente ha habido, en efecto, sociedades sin Estado, si es que las ha habido al menos en otros climas y en otros tiempos, y si se han convertido en sociedades de poder, la inversa nunca es verdad, jamás las sociedades de poder se han vuelto a convertir en lo que nunca han sido: hubiese sido necesario que ellas se desatornillaran, justamente, de un devenir que siempre es Historia, de una Historia que siempre es Estado. Y esta es probablemente una razón, en fin, y no de las más nimias, del fracaso del leninismo en perpetuar su revolución: por ser el Estado coextensivo con respecto a la Historia, sólo se puede soñar con su desaparición a condición de soñar y al mismo tiempo de abolir y rebasar la Historia, como han hecho los chinos; y al olvidar esta verdad no podían los rusos dejar de ver cómo todo aquello que habían inhibido retornaba a ellos por los caminos más inesperados y, sobre todo, por los más sangrientos.
La cuarta consecuencia cae por su propio peso a partir de esto: el individuo no existe, siempre es un doblete del Estado. Sí, en efecto, no hay naturaleza original y si el Estado es justamente aquello que he expuesto hasta ahora, ya no basta con denunciar la temática del contrato y del pacto social, ya no basta con mostrar que no hay un rebaño de individuos anterior a su reunión. Hay que ir más lejos y decir del individuo lo que dijo Nietzsche de la conciencia, que es tardío por necesidad, puro y plástico efecto de lo que adviene antes que él. «Uno se equivocaría al suponer», dice un fragmento de La Voluntad de Poder, que «sus cualidades orgánicas preexisten en el hombre; al contrario, él las adquiere todas en última instancia cuando se vuelve hombre libre. Ha comenzando por vivir como parte de un todo dotado de cualidades orgánicas y que se servía del individuo como órgano…». Vale decir que uno se equivocaría al imaginar un individuo que subsistiera frente al Estado, con el cual él entraría en componendas o del cual se compondría, que le opondría su resistencia que, al contrario, acataría su ley. Uno se equivocaría al pensar el hombre como aquello que el Amo recibe como herencia ofrecida a su majestad, que es aquello que él mismo produce en el acto del poder, lo que a sí mismo se otorga gracias al trabajo de su razón. El individuo no es, deviene y deviene Estado: tienen su importancia las palabras que aseguran que le aprieta el mismo zapato, que está cortado por el mismo paño, enteramente entretejido y urdido por el Poder. El Estado tiene una «cabeza», un «jefe», dice igualmente Nietzsche, y, a la par que el individuo, supone el «capital», el «yo», el «cogito», las mismas metáforas, por lo tanto, y el mismo campo semántico, remitiéndose una a otra en la armonía especular de una mimesis fundamental.
¿Y en concreto, qué? En concreto, no hay individualismo que no sea portador del germen o de la promesa de una forma de totalitarismo: el primero desmultiplica lo que el segundo unifica —y esto se llama democracia—; el segundo está ahí, limitando discretamente los excesos y los efectos del primero —y esto se llama constitución—; no hay sociedad que proclame los derechos imprescriptibles del sacrosanto individuo sin prescribir al mismo tiempo los medios de controlarlos o de suspenderlos —tan cierto es esto, que en la raíz de todas las filosofías políticas conocidas hasta el momento siempre se proyecta la sombra de Hobbes y, en su punto de llegada cierto cariz de hegelianismo. Más radicalmente, dondequiera que haya un individuo, desde el día en que Occidente inventó la figura del individuo, entró por el camino de la amargura y se consagró a los maleficios del Poder; desde aquella idea cristiana de que el hombre es un islote, una figura autónoma y responsable, ya no el engranaje de una máquina sino el átomo de una red, Occidente ya no ha pensado en islote que no sea islote de poder, ni en autonomía que no sea figura de soberanía, ni en red atómica que no sea el Estado en gestación. Al contrario de los Griegos, hemos convertido al individuo en la máquina que, al separar lo público de lo privado,[11] la persona del ciudadano, ha fundado lógicamente la separación entre los gobernantes y los gobernados, entre los dominadores y los dominados; con el «egoísmo», al decir de Mao, hemos trazado el camino que conduce derecho a la sumisión.
De ahí la quinta consecuencia: si el individuo, al llegar solo, sólo llega como satélite y soporte del Poder, hay que desprenderse de los conceptos trasnochados y afines de opresión y de liberación. ¿Qué opresión? Sólo se oprime lo que existe y que existe con existencia propia; ser oprimido es estar alienado, y alienado es quedar desposeído: ahora bien, el hombre no posee nada, ya que el Estado lo posee; por vocación es ajeno a sí mismo, ya que carece de propiedad que se le pudiera o se le quisiera quitar. ¿Qué liberación? Uno sólo libera para devolverse a sí mismo lo que le pertenece, no se libera jamás otra cosa que una potencia propia, un fundamento ontológico: ahora bien, el hombre carece de fundamento, porque sólo hay una ontología del Estado; tampoco tiene «ser en sí mismo», ya que todo lo que es, lo es y lo recibe a partir de otro lugar. No hay nombre genérico sino un proceso de humanización al que no es ajeno el arqui-Poder; no hay pulsiones de instintos originarios sino una institución del deseo que constituye la existencia de la socialidad; no hay «naturaleza humana» en general que no sea naturalización, es decir, un artificio más. En el principio, decía yo, era el Estado y es por lo cual el sueño de cambiar el mundo nunca ha pesado excesivamente frente a la verdad de peso que es preciso llamar con toda exactitud Mal radical.
¿Se dirá, y esta es la sexta consecuencia, que la «revolución» sólo es pensable a condición de romper de una vez por todas con este conjunto de prejuicios? ¿Que la rebelión no es más que la negación pura de la Realidad y de la Historia, del Deseo y de la Lengua? ¿Que supone, por consiguiente, el rechazo del linaje agobiante de la individuación? Tal es la conclusión a la que han llegado finalmente mis amigos, los autores de El Angel; es el punto extremo de una represión que sólo tolera la desesperación para ensamblar en ella la apuesta metafísica más desnuda y más descabellada; es, ciertamente, en todo caso, la lección de la admirable investigación de Lardreau sobre las rebeliones cristianas y chinas. Sí, hubo rebelión bajo Lin Piao, en la medida en que se quiso romper en dos la historia del mundo e implantar la propia voluntad. Sí, los primeros cristianos fueron auténticos rebeldes, en la medida en que fueron, en un momento dado, la prueba consciente y anárquica de la imposibilidad radical del yo. No, la revolución no será pensable ni posible mientras se lo sigan impidiendo la perseverancia de la Historia en su proceso, de la Realidad en su materia, del Deseo en su forma, de la Lengua en su gramática, y del Yo en su propia voluntad. Sé todo esto. A ello adhiero. Y lo he dicho a mi manera. Suscribiendo de buen grado la célebre frase de Breton sobre «el carácter desesperado de la revolución por emprender».
Pero además hay otra cosa. Algo que hay que pensar también para inscribirlo en el frontón de nuestra política provisional. Que el individuo no es otra cosa que el Estado, sea: pero la experiencia demuestra, por desgracia, que el Estado, sin el individuo, constituye la violencia desnuda y los campos represivos. Que la propia voluntad no es otra cosa que el relevo de la voluntad del Amo, sea también: pero la experiencia demuestra siempre que sin la ilusión de esta, aquella no tarda nada en hundirse en la peor de las barbaries. Ofrecemos como prueba el totalitarismo estalinista, el fascismo o el terror jacobino. Ofrecemos como prueba, por ejemplo, ese personaje poco estudiado de la época de la Ilustración, uno de los raros intelectuales que en aquel siglo de optimismo haya aguantado y extremado la apuesta del pesimismo, quiero decir, Chamfort, el joven que, mucho antes de las Máximas, soñaba con un recomenzar absoluto que no consistiese en un retorno al origen perdido. El moralista que nunca dejó de afirmar que primero hay que acondicionar en los cerebros esa nada del recomenzar. Este puro producto de la desesperación, quien quiso clavar primero en el fondo de su propia mente las picas y las guillotinas. El terrorista, por lo tanto, quien con una saña y un odio glacial, no descansó hasta perseguir judicialmente, hasta encarcelar y ejecutar a quien fuera antes Chamfort, símbolo único ante sí mismo del antiguo régimen deshonrado. El bárbaro que pudo un día anunciar que había asesinado para siempre la «pasión» que había en él, casi como un hombre violento «mata a su caballo por no poderlo curar». Pues la tragedia estriba justamente en esto: esta voluntad que es satélite del poder sigue siendo, en las horas más negras, un refugio de la supervivencia contra el Estado total; el antinaturalismo filosóficamente necesario puede igualmente, llevado hasta el fondo, significar la barbarie… Turbadora alternativa, a la que sólo puede responder la distinción marcada entre el orden de la política y el de la ética.