LA HISTORIA NO EXISTE
La misma demostración es válida con respecto a la Historia, que tampoco escapa a las redes del poder y que, al igual que la realidad, tampoco da asilo a la rebelión. Son muchos los optimistas que, sostenidos por una «memoria» de luchas, de una «filosofía» de la Historia, de una creencia indefectible en su esencial «progresismo», hacen de ella el más sólido puntal de su esperanza en un mundo mejor. Este optimismo es vano: veamos por qué.
En primer lugar, como se dijo hace un momento, porque la Historia sencillamente no existe. Esta afirmación paradójica, tengámoslo presente, es la que los historiadores, desde hace algunos decenios, han proferido y, en cierto modo, demostrado.[8] Han dicho y repetido que la Historia nunca era el material de su trabajo, lo que presuponía sus investigaciones, el a priori de su discurso, sino siempre el resultado, la última palabra de ese discurso, el objeto que produce ese trabajo; que un análisis histórico nunca es simple tratamiento, ni traducción, ni siquiera transformación de documentos dados y convertidos en monumentos, sino, como ya decía Roussel, un «movimiento de reorganización», una «circulación mortuoria que produce destruyendo»; que el archivo mismo en que se surten de una especie de datos es un verdadero taller, un complejo tecnológico donde se forjan extraños artefactos, compuestos de la voluntad de los eruditos, de la sede de las bibliotecas, de las prácticas del coleccionismo y de las técnicas de la descodificación, que el bibliotecario nunca es un conservador sino un verdadero conformador, que coleccionar es trastornar, redistribuir, el supuesto orden de las cosas; que descodificar supone, en fin, la construcción de lenguajes, la producción de técnicas, la fijación de signos. El historiador nunca hace hablar un paso silencioso, constituye en acontecimiento el soporte hipotético del ordenamiento en que se empeña; no explica lo inexplicado, lo integra en una serie de inteligibilidades abstractas en donde representa un margen, un pivote y un eslabón; no hay pasado en absoluto, sino una operación, a la vez rigurosa y aleatoria, que produce la realidad de la que habla y el terreno en que se desplaza.
Los poetas y los novelistas ya lo sabían desde hace mucho tiempo y de ello habían sacado lecciones amargas y dolorosas. Desde Madame de Lafayette, cuando dice en La Princesse de Claves y en L’Histoire de Gonsalve la tragedia del deber que se define como escrúpulo del pasado y esto mismo como incapacidad de dar al momento brutal y fatal de la pasión una duración verdadera, una profundidad de pasado y una proyección hacia el porvenir, hasta Laclos en sus Liasions, constituyen la comprobación de un proyecto puro de seducción liberado de los azares del instante, de los ardides de la pasión de la contingencia imprevisible de un tiempo no programado —la literatura francesa nunca ha hecho más que mendigar incansablemente la dominación imposible de una historia que se esquiva. Balzac, al confiarle a Madame Hanska sus ideas sobre la novela histórica y su admiración por Walter Scott, renuncia a ella, no tanto, como es sabido, por la dificultad de la tarea, el distanciamiento material, el carácter inaccesible de un pasado hundido para siempre en la memoria de las bibliotecas, sino más bien porque esta historia por escribir es una historia que no existe, que ese pasado olvidado es un pasado sin lejanía, que el tiempo mismo nunca es más que el espacio infinitamente reversible, insensato e indiferente…
Nadie mejor que Proust,[9] en fin, ha comprendido hasta qué punto el tiempo era un vacío, la historia una discontinuidad, el pasado un puro no-ser, con paneles ruinosos por causa del olvido, cuya simple vista produce vértigo. Nadie mejor que él ha sabido decir el tiempo irrecuperable, definitivamente perdido en el dédalo de sus hiatos y en el desastre de sus traqueteos, en el espacio de sus exclusiones y de sus resurrecciones. ¿No están acaso el camino de Méséglise y el de Guermantes irremediablemente destinados a quedar para siempre confinados en los recipientes estancos de dos tardes distintas? Tampoco allí existe la historia, salvo para ser memorizada, convocada, reconstruida en el orden de un artificio: como el campanario que, según profetizaba el cura de Combray, un día permitiría abarcar de un solo vistazo «las cosas que sólo se pueden ver habitualmente una sin otra», dota al narrador, y a nosotros con él, de una reconstitución improvisada.
De ahí que la pregunta fundamental, que rige silenciosamente la práctica de los historiadores, que supone, sin que ellos se den cuenta, la labor de los novelistas: si la historia no existe y que stricto sensu sólo existe el trabajo de los hombres que artificialmente le proporciona una trama, si el pasado no existe y sólo existe, literalmente, un laberinto de fango insensato y conjetural, ¿por qué Occidente se ha forjado esa memoria, por qué se ha empeñado tanto en dotarse de un alma historiadora, por qué ha alimentado esta ilusión de un tiempo irreversible, totalizado y lleno de sentido? Misterio insondable del que, después de todo, muy poco se sabe; tanto es así que se confunde con la existencia misma de las sociedades y de su genealogía más arcaica y original. Por lo menos algo se puede decir y anticipar aquí, al modo mítico, en todo caso: que la primera historia que se conoce es la de las dinastías; que los primeros historiadores han sido, sin duda, en Occidente, historiógrafos de los reyes; que con la voluntad de seguir a través de los siglos los vericuetos de una sangre principesca, de atestiguar documentalmente el origen de sus antepasados, de fundar en la duración su derecho y su legitimidad, ha nacido la idea de un tiempo que transcurre, fluye desde el comienzo hasta el fin, en virtud de una oscura, si bien segura, necesidad. O bien esto: que con el Estado, la Ciudad, en el sentido antiguo, esta práctica ha cobrado la forma que nos es hoy familiar; que en Atenas y en función de Atenas y de Esparta, en el momento de la guerra del Peloponeso, el mundo griego comienza a romper con el discurso mítico y, sin inventar todavía el concepto moderno de causalidad, produce la idea de un tiempo lineal, radicalmente tendido, fundador de la duración de una historia; que en Roma con César —y no en Macedonia, por ejemplo— se pueden ubicar el centro y el foco de la Historia del Imperio romano, del Imperio romano como Historia, de un mundo sometido a la ley de un tiempo totalizado, ordenado según una cronología y suspendido de un «telos». O en fin esto: aquello de lo cual los etnólogos, al hablar de los pueblos «sin historia», no han podido proporcionar otro concepto que no sea aquel que ya empleaba el mundo antiguo con respecto a sus «bárbaros»; que, en Lévi-Straus, en Clastres o en Balandier, se trata siempre de pueblos sin Estado, sin ciudades, sin escritura, desprovistos, es decir, de aquellas insignias del Poder sin las cuales los establecimientos de los hombres no tienen necesidad, sin las cuales sus vicisitudes se reducen a meros incidentes. Es decir, que allí donde hay Historia, allí donde hay voluntad historiadora de doblegar el desorden del incidente al orden de un tiempo lineal, siempre hay, de una manera u otra, la marca y el zarpazo de la dominación.
Vale decir que por todas partes donde hay un Amo, por todas partes donde hay dominación y, por consiguiente, servidumbre, siempre hay, de una manera u otra, manipulación del tiempo, fina labor sobre el tiempo, gestión metódica de su desenvolvimiento y de su cronología. Reléase en esta perspectiva a los historiadores de la decadencia del helenismo: si Grecia fracasó en coaligarse contra sus enemigos, si las ciudades abdicaron y dimitieron ante Filipo, no es tan sólo por el hecho de la crisis económica o de la decadencia política, no es tan sólo por la degradación moral o la derrota militar, es también, más profundamente, porque Atenas jamás pudo unificar los calendarios de sus ciudades, porque nunca pudo construir ni instruir al tiempo, al tiempo de su Imperio.
Reléase a Malaparte, más próximo a nosotros, para quien, muy explícitamente, no existe otra definición del Poder, de la toma y la conquista del Poder, que no sea la toma y la conquista del Tiempo, la proclamación que algunos han hecho del discurso historiador que una sociedad tiene de sí misma. ¿Qué hicieron, por otro lado, los miembros de la Convención tras haber derrocado a la Gironde y consagrado la caída de la monarquía? Inventaron un nuevo calendario y fundaron el orden de la República sobre un nuevo orden del tiempo. ¿Qué hizo Napoleón después de Brumario, cuando aprende la lección de Thermidor y congela el curso de la Revolución? Bien se guardó de modificar este logro de la Convención y siguió por largo tiempo escandiendo la epopeya de su reinado según el orden litúrgico de la nación laica.
Reléase también a Lenin en quien se ve que la acción y la estrategia política son, en primer lugar, asunto de cronología, que el famoso «eslabón flojo» es el más débil eslabón de una cadena de temporalidad; que tomar el poder es, en primer lugar adueñarse de las reflexiones y de las censuras de los hiatos y de las ocasiones que riman el transcurso de la Historia. ¿Qué le responde el 5 de octubre a Volodarsky, quien teme forzar demasiado los acontecimientos? Que «esperar, esperar es un crimen» y que hay que actuar enseguida, «sin perder un minuto». ¿Qué dice el 8 de octubre a las delegaciones bolcheviques de los Soviets de la región norte? Que «el momento es tal que contemporizar es ir a una muerte segura». ¿Y el 15 de octubre a Joffé, escéptico, a su vez, en lo que se refiere al calendario de emergencias? Que la «hora» de la insurrección es un hecho político, que es cabalmente algo político, el nervio mismo de la política, el saber descifrar precisamente esta hora. El revolucionario es un relojero y la historia que se hace, es un trabajo sobre la historia que se dice. De dónde, a medio siglo de distancia, dirigido a los herederos de Lenin, fundadores de la época nueva, apóstoles de otra historia, el célebre apóstrofe de Soljenitsin: «limpiad vuestros relojes, ya es hora de cambiar de tiempo».
El ejemplo de la burguesía es, sin duda, el más elocuente. No es por azar tampoco que su advenimiento haya coincidido con una nueva historia. Era inevitable que invirtiera nuestra relación con el tiempo, en la medida exacta en que ella revolucionaba la relación del mundo con las reglas del poder. Si el capitalismo, en efecto, no es más que una política de la reserva, una economía del acaparamiento, una religión de la acumulación, necesitaba para surtir efecto el teatro de una historia que, a su vez, reservaba sus momentos, acaparaba sus incidentes, acumulaba, si bien no el capital, al menos sus vestigios y etapas: vale decir que necesitaba romper con las metafísicas del ciclo o de la reversibilidad que admitían, en la línea de Platón y de la Edad Media, la idea de retroceso, de retorno o de decadencia; necesitaba ocupar su puesto dentro del marco moderno, inventado por Vico y Hegel, de una historia que es memoria lineal e irreversible. Si luego el mercado es aquella imagen misteriosa de un desorden fundamental que espontánea y milagrosamente termina siempre por ordenarse; si se trata del lugar donde la más descabellada, la más local de las microdecisiones termina siempre por cobrar sentido en la armonía macrológica de un universo total, suponía, a su vez, la construcción de una historia, aunque deambule y se confunda en los médanos de la realidad, aunque se extravíe y se ciegue en las tinieblas del azar, no deja por ello de simplificarse, de unificarse, de alinearse, a la luz refleja de un porvenir que gobierne entonces el pasado: no hay «trato» posible cuando se cree, como Nietzsche o los sofistas griegos, en la esencial irregularidad del curso de las cosas y de los hombres; no hay mercado pensable sin la sorda y secreta convicción de que este curso tiende a ser el mejor, que no acaba nunca de reducir su entropía —que la historia tiene un sentido, como decía en cierta ocasión, Leibniz.
Y si el imperialismo, en fin, es la verdad del capitalismo, si consiste en una ampliación de la forma de sus leyes, si actúa universalizándolo y mundializándolo, esta universalización suponía de antemano, otra, la del Tiempo, una vez más, y la de la Historia donde ella se despliega. Los Griegos no inventaron el imperialismo, porque creían en la geografía y vivían en la ilusión de unos tiempos dispersos y singulares, propios' a cada sustancia y a cada lugar singular; la confederación ateniense no era, no podía ser imperialista, en el sentido en que nosotros lo entendemos, porque sus mantenedores pensaban que el tiempo no existía y que Tebas, Atenas y España tenían cada una su crónica propia, natural y consustancial. Los modernos, en cambio, podían inventar la idea de imperio, porque ya no creían en la naturaleza y en la geografía, sino en un espacio infinito, uniforme y homogéneo, reducido a la misma ley de una temporalidad idéntica; Jules Ferry y los radicales tenían que colonizar África e Indochina, porque, fieles discípulos de la Ilustración, alimentaban esa otra ilusión de un gigantesco reloj que funcionaba de un cabo a otro de las tierras inexploradas hasta entonces —lo que Marx llamaba, por su lado, la Historia universal… La burguesía sólo tiene poder porque ejerce un poder sobre el tiempo, sólo tiene ascendiente sobre el mundo porque tiene ascendiente sobre la Historia; la Historia, en la edad moderna, no es otra cosa que la realidad fuera de las redes del Capital.
Tal vez se pueda objetar que esta Historia que describo no ha sido inventada por los burgueses, que en todo caso los ha precedido; que la idea de un sentido de la Historia, a partir de los orígenes y de camino hacia una meta, era ya, para los teólogos, una garantía de la revelación de las perspectivas de redención; que, desde San Agustín a Hegel, de Joaquín de Flore a Marx, hay más continuidad que real ruptura, que ya se encuentran rastros de la idea de la Historia irreversible y lineal en más de un texto de la Edad Media, si leemos las genealogías en el orden de una sucesión, y que de la guerra del Peloponeso a la Historia de Francia, de Michelet, no hay más que afinamiento y puntualización de los métodos clásicos. A lo cual respondo que la Historia de la burguesía, la Historia que ella ha promovido se diferencia, al menos en dos puntos, de los esquemas que la precedieron. El primero: si los cristianos concebían, en efecto, algo así como un sentido de la Historia, lo referían a una providencia, a un «deus absconditus», a un «intellectus archetypus», que rendía íntegramente cuentas y eximía al historiador de buscar en los acontecimientos otra cosa que no fuera un ejemplo, una confirmación del mensaje divino. Si los modernos innovan, es, al contrario porque al secularizar esta providencia, al humanizar esta trascendencia, originan esa idea nueva del Hombre sujeto de la Historia, haciéndola en este doble sentido de que en la Historia hace él la Historia, asignando a los historiadores la tarea de interpretar en los acontecimientos, menos el lugar donde ocurren que la obra que producen. Y bien se ve la diferencia: designando al hombre como el peregrino de un destino que él ha edificado, interpretando la Historia como la conquista de un mundo que se hace a medida que se recorre, esta concepción sólo es posible en la época de una clase dominante que funda en el trabajo el principio de su dominación; y que legitimaba, en cambio, el poder de ese trabajo y la dignidad de un nuevo Príncipe que fundaba en él su eminencia.
Segundo punto: si los Griegos, y sobre todo los medievales, concebían, en efecto, una manera de Historia lineal, si habían roto globalmente con la concepción cíclica y reversible del tiempo, esta linealidad era más bien mítica que razonada, esta irreversibilidad era más contingente que necesaria y la historia de las dinastías, por ejemplo, galería de máscaras fantásticas que componían el cortejo de los muertos en el momento de los funerales, tenía que ver más con el esplendor que con la verdad. Los modernos, por el contrario, justificando estos cortejos y razonando sus sucesiones, inventan con Bacon la idea nueva de «causalidad», vinculan unos con otros los diversos momentos del tiempo, los articulan científicamente dentro del orden de una cadena ajustada y producen el esquema inédito de una concatenación verdadera, necesaria y obligada. Y bien se ve, una vez más, la diferencia y la innovación: designando al hombre como actor de una génesis interminable, pensando el tiempo en forma de una continua implicación de causas donde todo se desarrolla como una aplicación necesaria de principios, esta concepción sólo resulta posible en tiempos de una burguesía que cree en la técnica y en sus poderes demiúrgicos; era, en cierto sentido, el reflejo de esta creencia de sus esfuerzos por llenar el infinito espacio humano. Doble revolución, pues, que demuestra por sí sola la complicidad íntima de lo que llamamos «sentido histórico» con los mecanismos del Capital; que termina probando que la Historia, tal como la explican Hegel, Fuster y Voltaire, es la misma que la de Turgot, Thiers y Bismarck. Los amos son, en primer lugar, los propietarios privados del Tiempo.
De modo que el error de los socialistas, su equivocación fundamental, depende acaso de su más inquebrantable, de su más positiva convicción: su creencia en la Historia, su adhesión al progresismo. No han dejado de decir que, al revés de los «reaccionarios», hay que renunciar a considerar el mundo bajo el aspecto de su eternidad, sino siempre en su esencial movilidad, en sus rupturas y sus cambios: con ello sólo han logrado calzarle las botas al Príncipe, volverse los inquilinos de un espacio-tiempo del que es propietario el Príncipe, encerrar lo nuevo dentro del orden de una duración que el Príncipe domina cabalmente. No han dejado de hablar de estos acontecimientos, de estos hechos de rebelión que rasgan la trama de una Historia y socavan la regularidad de su transcurso; pero sin ver que estos hechos, que estos acontecimientos, sólo extraen su realidad de su puntualidad efímera; que lejos de henchirse con las vibraciones de una presunta memoria, solo son una mera nada, una nada de la memoria y del tiempo; que lejos de eslabonarse dentro de una sucesión de etapas, de momentos irreversibles, rechazan las cadenas de una Historia que nunca sera otra cosa que el doblete de la de los oprimidos. Thomas Münzer y sus rebeldes no luchan en nombre de la «Historia»: pensaban confusamente en el final mismo de la Historia. La rebelión de la «gabelle»[g] ya no era «progresista»: lo que rechazaba, en primer lugar, era esto precisamente, ese tiempo lineal y acumulador del que el Estado monárquico hacía el más firme puntal de su poder. De Espartaco a los chinos de la Revolución Cultural no se conoce rebelión alguna que no sea, en primer lugar, rebelión contra el tiempo, amnesia y olvido del tiempo, voluntad de saber y deseo de no perdurar. La Historia no existe, decía yo. Habría que precisar: la Historia no existe como proyecto y lugar de revolución