EL ORDEN DE LAS COSAS
Pero esto no es todo y hay que acorralar hasta el fondo el optimismo, desalojarlo de sus evidencias más diáfanas e infantiles. ¿Hay acaso un deseo, un lenguaje, que escapen al Amo? ¿Hay acaso deseo y lenguaje revolucionarios? Lo que pasa a mayor profundidad es que no hay realidad ni Historia que escapen al poder, no hay realidad ni Historia revolucionarias y esto significa concretamente que anclar la idea de felicidad en el orden de las cosas y del mundo es, por desgracia, una fantasía que se engaña con respecto a la realidad; que anclar esta fantasía en el orden de la Historia y del progreso es una fantasía más que se engaña y nos engaña con respecto al tiempo. O más burdamente aún: que una política «realista», o «progresista» es siempre reaccionaria; que, de la realidad y del progreso, de sus autoridades oraculares e innovadoras nada bueno puede salir, nada que pueda escapar nunca a los apagadores del Poder, que el esclavo, el rebelde son, como ocurre en el cuento de Poe, eternos prisioneros que ven estrecharse en torno a ellos los muros de su calabozo —exiliados, como lo veremos, en sus moradas más seguras.
¿De dónde procede, para comenzar, esta pregunta que formulo del modo más abrupto e inflexible: qué es exactamente la realidad y cuál es su estatuto político? Los políticos se abstienen justamente de hacerla. Viven en la certidumbre de que la realidad está poblada de cosas, de que estas cosas son fósiles, que estos fósiles son fragmentos, concreciones de la naturaleza, congelados y solidificados desde siempre; que por más que la Historia la marque con sus zarpas y la pintarrajee con sus jeroglíficos, sigue lisa y lavada, vidriosa y cristalina, como un espejo sin azogue donde se refleja su voluntad; que no constituye, que no provoca problemas, porque está ahí, ante ellos, en una muda interioridad, materia pasiva y letárgica que se ofrece a sus cálculos y se abre a sus proyectos. Esta es literalmente la «Real-politik»: esta creencia en la realidad, esta piedad para con el mundo, esta naturalización de su espacio. En este sentido, por ejemplo, Bismarck era un «realpolítico» porque, al contrario de De Gaulle, para quien Francia era una idea y su grandeza una alegoría, creía en la realidad de Alemania y en la materialidad de su unidad. En este sentido, igualmente, lo era Stalin, puesto que, al contrario de Trotsky —quien, obligado por los hechos y el exilio,[4] veía el socialismo como en sueños, lo veía literalmente con un sueño, como el sueño de un imperativo tan aplazado como categórico—, no dejó de identificarla, de reducirla a sus condiciones, de proclamar su esencia realizada según el tema de la extinción objetiva de la lucha de clases, de la acumulación material de las fuerzas productivas, de la construcción real, muy real, del mundo nuevo…
Lo más extraño, no obstante, es que los políticos apenas si creen en esta realidad a la que se adhieren; que esta política real-politiquera es también añagaza y apariencia; que no hay Amo que no sepa, en el momento mismo en que la plantea, que esta realidad no existe. Creer en ella y no recreerla es la paradoja que harto conocen los doctos, que describen los epistemólogos: la naturaleza que es hipostasiada es una naturaleza que se ha construido; la realidad que se celebra y honra es una realidad realizada; el culto que se le rinde sólo sirve porque, previamente, ha sido cultivado y modelado; —Napoleón, anticipadamente, era discípulo de Bachelard, cuando le confiaba al bueno de Las Cases que nunca había tenido otro señor que el destino, pero que la política consiste en convertirse en señor de su señor, en dominar la fatalidad, a la que con toda propiedad llamaba su «estrella». La añagaza del proceso es la de los filósofos que la tradición llama idealistas: reconocerse cuando uno conoce, venerarse cuando uno reverencia, elevarse cuando uno se doblega, no plantear alteridad alguna que no sea una figura de la identidad, no admitir resistencia a la voluntad que no sea obra suya; —nuestros tecnócratas son hegelianos cuando introducen dentro de la sociedad los bloqueos que pretenden superar de inmediato, cuando crean burocráticamente el desorden, que ellos se dedican, de inmediato, a ordenar. La realidad no existe, esto es lo que saben, muy concretamente, en esta ocasión, los especialistas del marketing, los expertos en la expansión y en la rotación del capital: un producto no es un objeto sino una modalidad de super-objeto, no hay nada concreto en economía salvo las abstracciones concretizadas, se trata menos de explorar los recursos que de producir innovaciones, menos de reducir una escasez de hecho que de producir una escasez ficticia; —contra los ingenuos, hay que restituir el mercado a su verdad de espejismo organizado, de fantasmagoría programada, de taller infernal donde se encarna el cielo de las ideas; a los mantenedores de un capitalismo «energúmeno» y «libidinal», hay que oponer un capital «artista» y «estético», que desencadene menos energía de lo que produzca imágenes y formas…
Una vez más, por consiguiente, hay que dejar de dar coces contra el aguijón de la sociedad «desnaturalizada» y «desencantada» por el poder: la naturaleza no existe sino existe la realidad, y no hay encantamiento primigenio del mundo en las lindes de su decadencia. Renunciar, por lo tanto, a pintar la burguesía con los rasgos de un Lucifer que esterilizaría el universo y sepultaría sus orígenes: no hay origen recubierto, no hay rocío matutino que haya resecado un crepúsculo precoz. Romper, igualmente, con los metafísicos de lo propio, del fondo y del fundamento[5] —esta propiedad del mundo, olvidada y por redescubrir: optimismo tenaz que sigue imaginando una chispa inmemorial, rápidamente apagada por el logos, ángelus lejanos que han enmudecido desde hace tiempo, un poema arcaico que sigue prestando aquí su testimonio, en el presente desamparo, de un arraigamiento fundamental del hombre en un mundo virgen de desgracia. Porque el problema no reside en esto, es infinitamente más radical: el poder no se apropia del mundo, lo engendra constantemente en el conjunto de su dimensión. No expropia a los hombres sus moradas, les fija residencia, excava y fortifica sus nichos donde, literalmente, arraigan. Lejos de desgarrar con malignidad la urdimbre de su tejido social, es el sastre que corta el paño de toda realidad. No es el mundo lo que él deshace, a reserva luego de volverlo a hacer, sino que, al contrario, lo hace sin referente y sin precedente. Esto es más difícil de pensar, el tema más arduo de un pesimismo consecuente; no se trata de esta realidad que roe y exfolia al Amo, sino de la forma misma de la realidad que él siempre engendra; si la realidad del capital, es como se sabe, desesperante, vano es achacar a otro sus propios sueños y esperanzas; lo propio del poder, en una sola palabra, consiste en su función, y en su vocación de modelar y recortar la realidad en cuanto tal.
Reléase, en esta perspectiva, a Nietzsche,[6] el primero que presintiera esta verdad y que ayuda a pensarla en la esencia de su pesimismo. Reléase, aceptando pasar por alto, en esta circunstancia, el sólido fondo «naturalista» que impregna evidentemente sus textos. Reléase, traduciendo como «Poder» lo que él llama «fuerzas reactivas», viendo el sello de lo que denominó el «Amo» en la descripción que él hace del proceso de la «decadencia». Este proceso, por un lado, consiste en un devenir que cuaja, fija y compone las «fuerzas activas» en conglomerados «reactivos», que registra el juego fluido de las primeras sobre las superficies rígidas de las otras; por otro, un gesto que corta, disuelve y descompone las jerarquías «positivas» en migajas «negativas», que parte en trozos a aquellas dentro del espacio granular de estas. O bien, si se quiere, un movimiento que osifica, construye y organiza un devenir rebelde a toda forma de composición; o bien, al contrario, un movimiento que deshace, divide, desorganiza los conjuntos rebeldes a toda forma de descomposición. Lo cual significa concretamente que, en ambos casos, tanto en este del máximo de integración, como en aquel del máximo de desintegración, en este de la organización «monocéfala», como en aquel de la desorganización «policéfala», el poder nunca hace otra cosa que componer supuestos o descomponer en supuestos, que cortar elementos o dividir en elementos, que producir átomos o reducir a átomos. Más concretamente aún, por oposición a la perspectiva, a la mentira, a la ficción, contrariamente al estilo artista, jugador y apostante que es el de Zaratustra, el hombre de Poder, el mantenedor del Estado, nunca hace más que concretar, realizar, realificar; la realidad no es el lugar que él domina, que mide paso a paso, que deforma, sino el espacio que baliza y que puebla, el teatro que erige antes de recorrerlo. En un sentido cuasi kantiano, la forma a priori de la realidad.[7]
De ahí, una vez más, el error de los progresistas, quienes, al dejarse embaucar por la fingida humildad del Amo, al tomar al pie de la letra la sumisión a un seudo-orden del mundo que él proclama, al creer en la bonita fábula de las presuntas coacciones con las cuales dice que usa de ardides, no ven que, detrás de la humildad existe una prodigiosa ambición demiúrgica, que él constituye el orden de las cosas, y que es él además quién dispone de las coacciones; que él ya no rivaliza con el estado civil sino con Dios en persona, primer motor del planeta: «seréis como dioses», dijo Hitler a la nación alemana, exasperando sin darse cuenta la verdad más profunda del Poder. De ahí el error de los utopistas, que al postular una realidad que escaparía a las mallas del Poder, apostando por una realidad de la que se vería obligado a desprenderse, fantasmando un lugar que ya no estaría marcado por el sello de su voluntad, subestimando, a su vez, su infinito poderío, olvidan que no hay lugar que no porte sus blasones, que no hay realidad que no haya desplegado ni cuadriculado con sus instrumentos; hay que desertar, huir de prisa a otro sitio, tal es la divisa de nuestros nuevos utopistas, nómadas y decadentes, que salen de Vincennes[e] para meterse en Corrèze[f]; es, sobre todo, la simple repetición de los viejos adagios estoicos sin su grandeza y con la abyección por añadidura. De ahí, claro está, la pobreza, en fin, del sueño ecológico, la indigencia de las teorías en boga acerca del «asalvajamiento» a la Moscovici o de la «convivialidad» al estilo de Mich: en este mundo fulminado sólo hay negros amaneceres, crepúsculos sin aurora, y la naturaleza es más lívida aún que la cultura que remeda. Que relean a Rimbaud y el admirable presentimiento que consignaba en Una temporada en el infierno, la descripción de este mundo desflorado hasta en sus cavidades más protegidas, de esta realidad estéril, charlatana y mortífera que no permite otra salida que la huida más desesperada: «He terminado mi jornada, me voy de Europa»; ¿para qué? Para dedicarse al comercio, es decir, a la técnica también y a la realidad realizada.