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LA AURORA DE LA LEY

En lo que atañe al deseo, no puedo, una vez más, hacer otra cosa que remitir a las grandes tesis de la política freudiana, tal como se describen, por ejemplo, en el excelente libro de Pierre Legendre.[1] Nadie mejor que él ha sabido describir el fondo de antiguos fantasmas que penan en el derecho canónico y cuyos procedimientos no han dejado de repetir nuestros tecnócratas. Nadie mejor que él ha sabido mostrar cómo los más fríos, los más descarnados métodos de gestión se nutren de una reserva de extraños símbolos edipianos, cuyos ardides sólo puede exorcizar un análisis. Hay que leer la nota que dedica a la distinción entre derecho publico y derecho privado, simple repetición jurídica del tema de la castración imaginaria. El capítulo que se dedica al discurso de los publicitarios, a esas palabras que él nos musita y que, procedentes en línea recta de las teologías teocráticas, nunca hacen más que repetir las viejas, las viejísimas lecciones sexuales… Lo cual, a las claras, significa que no hay psicología colectiva que no suponga una psicología individual; que no hay administración de las cosas que no suponga una administración de los hombres; que no hay antroponomía, gestión del rebaño humano que no haga las veces de una antropología, de una ciencia del hombre y de sus deseos. Que al pie de la letra, por lo tanto, la política no existe, como ciencia y como instancia aislada.

O además, lo que viene a ser lo mismo, que el deseo no existe como lugar y como instancia autónoma, que no tiene sitio propio y asignable, donde llegaría a corromperlo la ley; que no precede al poder, en los limbos de una naturalidad muda y nómada. Hay que dejar de pensarlo como una realidad captada, determinada desde el exterior y fulminada por la ley: pues no hay nada anterior a la captación; desde el origen fulminado siempre, se encuentra ya señalado y doblegado por la carencia. Hay que liberarse de las imágenes fáciles y tenaces que convierten al poder en barniz, en máscara o efecto engañoso, y a la revolución en raspadura, en revoque de fachada, que levanta los desconchados de la ley y libera la naturaleza que ellos disimulan: pues el deseo es contemporáneo, coeterno con respecto al poder; sólo se somete a este porque este es quien lo modela. Hay que romper con el camino imperioso que han tomado desde siempre los filósofos políticos, reaccionarios o progresistas, romper con la problemática común a los simpáticos demócratas preocupados por fortificar, en el océano totalitario del Estado, islotes de libertad y de derechos naturales, y a los buenos revolucionarios, deseosos de preservar, fuera de la ley que lo prescribe, un foco intacto de deseos, viva fuente de explosiones libertarias: porque este foco, al igual que los islotes, carece de existencia: no hay más deseo de revolución que espacios de pura libertad; el deseo no es otra cosa que el poder y es completamente homogéneo a él.

De modo que también pueden invertirse las cosas: no hay antroponomía sin antropología, tampoco hay antropología sin antroponomía; si el poder moviliza el deseo y le administra su economía, también es porque este deseo es, de antemano, su ingeniero y le ha forjado sus figuras. De manera que, sobre todo, se tiene esta vez la llave que permite escapar al punto muerto del izquierdismo deleuziano: se puede sostener, como él lo hace, que el poder es cosa de deseo y oponer, en su contra, que no por ello se explica en términos de deseo de poder; como él, declarar que el poder está completamente henchido, mancillado de deseo, y contra él que el deseo no es, sin embargo, su resorte y su principio; como él, afirmar que el Poder toca el centro del deseo y contra él, una vez más, que el deseo no constituye el Poder, sino que el poder constituye, estructura y hace posible el deseo. Y se comprende, entonces, por qué la filosofía revolucionaria, tanto en sus formas más burdas como en sus formas más elaboradas, resulta siempre un señuelo político, una mentira organizada, una lamentable máquina de guerra contra el poderío del Amo; por qué, por ejemplo, a la gran tradición estoica, la que va desde Epicteto y su recomendación de la «abstención» hasta los italianos de hoy y sus «autoreducciones»; desde la idea que tuvo La Boëtie de un deseo que deja de dar su savia al Estado que él nutre, hasta el «hippie» contemporáneo que, cansado de esperar la «toma» del poder, decide «abandonarlo» a los funcionarios y a los paranoicos, los Príncipes siempre han sabido, sin sombra de titubeo, oponer máquinas fantásticas de integración; por qué, contra la gran tradición libertaria, la que dice con Bakunin que existe un instinto original, rebelde a todo poder, al que concurre la revolución o, como los hijos de nuestro post-Mayo del 68, que hay una libido parasitaria que corroe el estrave del navío social que retrasa su procesión triunfal, los timoneles siempre han sabido maniobrar contra ello; ni siquiera han tenido necesidad de descubrir cómo hacerlo. Tan cierto es que no existe deseo original ni parasitario, que no existe deseo rebelde ni corrosivo, que no sean simples versiones de la voluntad pura del Amo.

La misma demostración vale para la lengua, y sus efectos como ya lo veremos, son perfectamente análogos. Hay una relación manifiesta entre la forma del poder y la figura del lenguaje, entre los derechos del Príncipe y el tropo de la frase.[2] ¿Se ha hecho acaso alguna vez el análisis de todo lo que el latín de Cicerón debía a aquellas grandes maniobras de poder que fueron las batallas romanas? ¿Se ha preguntado acaso alguna vez lo que hubiese sido la teocracia si las Sagradas Escrituras no hubiesen sido escritas en griego? ¿Se ha medido acaso todo lo que la Pax Romana debió a la difusión de una misma lengua desde el núcleo central hasta las Marcas bizantinas? ¿E igualmente la Pax Americana actual bajo el dominio de una misma lengua desde Nueva York a Singapur, pasando por el «espanglish»?… Existe un Capital lingüístico, sometido a estrictas reglas de conservación y transformación. En este capital aparece el rastro vivo de la tradición, la marca de la razón de los Príncipes, la cicatriz mortífera de sus contratos. El discurso no puede ser, como quería Aristóteles, ese lugar neutro y pacífico donde se enuncian los comportamientos; tampoco, como pretenden los marxistas, un instrumento de la política que opresores y oprimidos ponen, alternativamente, a su servicio; tampoco, como dicen los foucaultianos, un envite, por más que sea decisivo, en la lucha por el poder. Es poder sin lugar a dudas, es la forma misma del poder, completamente henchido de poder hasta en las formas más discretas de los giros de su retórica.

Los Príncipes, por lo demás, bien lo saben, advertidos por un instinto certero y por las lecciones de sus preceptores: hacer la guerra es significar; y la gramática es la ciencia del poder. Desde Condillac, cuando hablaba indiferentemente del «comercio» con respecto al cambio social y del circuito lingüístico, hasta los procedimientos de los miembros de la Convención, cuando proclamaban el 8 Pluvioso del año IV que los decretos y actas notariales deberían redactarse en francés, se ha enunciado y hecho la prueba de la importancia del tropo como herramienta y vehículo del poder. Desde Richelieu, cuando funda la Academia Francesa y le confía la redacción de un diccionario, de una gramática, de una poética y de una retórica, hasta Leibniz, filósofo allegado al Príncipe, cuando imaginaba una «Característica universal», código de todos los códigos posibles, ley de todas las leyes del mundo, lugar de todos los lugares pensables, sabemos que la reglamentación del lenguaje es la mejor propedéutica para la reglamentación de las almas. Desde el mismo Pericles, cuando envió al gramático Protágoras a dotar a la colonia de Turioi de las nuevas tablas de la ley, hasta Saussure, fundador de la lingüística, cuando descubría, para fundamentar la lengua, la antigua imagen del «legislador» y para definir el signo, la metáfora política de lo «arbitrario», nunca se ha dejado de pensar en la gramática come legislación y en la legislación como trabajo sobre la lengua. De Gaulle, cuando comentaba el Diccionario Robert, Pompidou, profesor estatal de gramática, Francisco I, al promulgar sus decretos en francés, Chiang Ching al proyectar una refundición de las estructuras de la lengua china, los jefes de Estado africanos cuando intentaban sustituir las tremendas lenguas indígenas por la unidad de una lengua capital —todos lo dicen a su manera: hay una ciencia idiomática del poder, un álgebra de la dominación; no hay política que no sea de antemano una lingüística.

Lo cual, también en este caso, puede invertirse: no hay lingüística que no sea, de un extremo a otro, una política. La lengua no es un zumbido libre, esa proliferación desordenada que describen tantos falsos poetas y apóstoles iluminados del desenfreno de todas las palabras. Hablar es, inevitablemente, decir y articular la ley. No hay palabra plena que no esté colmada de prohibición. No hay discurso libre que no esté señalado por el sello de la tiranía. Los lingüistas dicen:[3] la lengua es un «sistema» y una «estructura», una red de prohibiciones y de obstáculos, una manera de no decir, un diccionario de impensables; la gramática es una policía, la sintaxis, un tribunal; la escritura es el broche de una unidad fundamental que balbucea de modo torpe y sordo el abigarramiento aparente de las palabras. Los filósofos dicen: hay que entender al pie de la letra este tribunal, esta policía; esta lengua disciplinada, ordenada y disciplinante supone un legislador, supone lo arbitrario y el decreto; si los hombres y los pueblos hablan es porque se han vuelto parlantes gracias a otro, y este mítico otro tiene todos los rasgos del Príncipe. Y concluyen los freudianos: este Príncipe no es el Príncipe concreto, sino el satélite y el soporte de todos los príncipes posibles; el legislador es la red en que se encuentran atrapadas todas las lenguas; hablar, por consiguiente, consiste, en todos los sentidos del término, en convertirse en súbdito.[d]

¿Qué puede entonces, cara a estas razones tenebrosas, crueles, el pobre eslogan izquierdista de una liberación de la palabra y de una reconquista de sus poderes? La palabra sólo goza de libertad cuando tiene la libertad de intercambiarse; el discurso sólo tiene poder cuando se encuentra al servicio de las figuras del poder. ¿Qué valían las tesis del 68 que se referían a una toma de la lengua anterior a la toma del poder, de una guerra de graffiti como preludio a la guerra de guerrillas? No se equivocó la burguesía cuando permitía a los revolucionarios aullar en las «sorbonas» y se dedicaba a sus serios negocios mientras nosotros perdíamos el tiempo haciendo gráciles «tazubaos». ¿De quién se burlan en el presente los expertos de la izquierda oficial cuando, con diez años de retraso, juzgan bueno y elegante «restituir» al pueblo la palabra, como si unos genios taimados se dedicaran a hacérsela perder? No hay palabra confiscada, nadie amordaza a nadie, los pueblos hablan, hablan sin parar —pero jamás han dejado de hablar el lenguaje de sus amos. ¿Saben siquiera lo que dicen, saben lo que quiere decir decir, las lechuzas del marxismo oficial, las marmotas de la vulgata izquierdista, cuando repiten la vieja cantinela sobre la inaudible murmullo de las masas y su rarefacción maligna? Sólo se oye este murmullo de un cabo al otro del planeta; no conozco nada más parlanchín que esta supuesta rarefacción; de la práctica de la «confesión» al izquierdismo del Estado giscardiano, los dominadores nunca han hecho otra cosa que recoger piadosamente el discurso de los dominados… Sin duda alguna, la fascinación china ha durado demasiado y más que nada la incomprensión de lo que fue la revolución cultural. Si se reduce su concepto al de una revolución de la cultura, de un acontecimiento dentro de la cultura, del advenimiento de una contra-cultura, entonces la revolución cultural resulta un mito, el más absurdo, el más insoportable de los mitos, la guarida más moderna del optimismo.

La verdad es que habría que saber renunciar con todo rigor a las imágenes elocuentes, si bien demasiado fáciles, de una ocultación o de una represión de la palabra, vocabulario un poco simple del tribunal y de la policía, a la idea de una palabra resistente, enterrada en los arenales de la Historia. Hay que admitir que no hay lenguaje dominado, tal como no había deseo con bozal. Tampoco un lenguaje dominado, tal como no había un poder sobre el deseo. Que la palabra, en el fondo, hace una sola cosa, desde los cielos pontificales donde la profieren los doctores hasta las forjas donde los rebeldes tratan de deshacerla: repetir incansablemente el puro nombre de lo Uno que la funda, cantar desesperadamente la eterna loa del corifeo, domesticar el enigma de su trascendencia insoslayable. O más bien que ella sólo tiene un poder, que sólo tiene una manera de efectuarse y de modelar la realidad del mundo; desplegar la superficie de la dominación, medir paso a paso las playas de lo imposible, recorrer los círculos cerrados de las grandes reclusiones de la desgracia. ¿Después de todo por qué hablar de ello? Harto lo han repetido los filósofos: porque los hombres viven juntos y no logran comunicarse. Lacan lo ha demostrado a su manera: porque los hombres tienen un cuerpo y los cuerpos no pueden conjugarse. Si palabra hay, hay socialidad y la socialidad es la guerra. Si lenguas hay, si hay lengua, existe la carencia y la carencia no es más que la desgracia.