LAS REDES SON LAS CADENAS
Esto es, por consiguiente, lo que queda por pensar en este lúgubre campo de ruinas en que se ha convertido nuestro pos-Mayo.[b] Tal es lo que hay que atreverse a decir acerca de la sagrada familia del marxismo bonachón y del izquierdismo juerguista: el Poder no es, tal como se nos ha enseñado insistentemente, el producto de las sociedades de clase y de sus maquinaciones perversas; no es el producto del Príncipe, ni un deseo de sumisión diabólicamente vinculado con el corazón de los oprimidos; no es ese ser precario, esa enfermedad vergonzosa, de la que los predicadores de la Ilustración querían curar a los hombres. Posiblemente, exista, y exista con seguridad, en el hecho mismo de que haya sociedades, algo que las destine a la servidumbre y a la desgracia. Posiblemente exista, y exista indudablemente, inevitablemente a mí parecer, algo en el puro hecho de reunirse que vuelva necesario al Amo. Y esta cosa misma, este enigma turbador y terrible, es lo que debe inquirir hoy una filosofía pesimista.
La indagación es ardua, bien lo sé, y la cuestión que se plantea en términos tan arduos, lleva derecho al vértigo de lo intolerable y de lo imposible. Están en juego, esta vez se adivina, la garantía de nuestras ilusiones, el duro meollo del optimismo. Tampoco son muchos los hitos de este camino, de esta lamentable calle de honor que hace la Historia a la Felicidad… Por lo cual sin duda, me siento bruscamente tentado a pedir auxilio, a convocar a mi lado a algunos raros heraldos, a aquellos prófugos ejemplares que, en la soledad de la locura, en las antecámaras de la muerte, con el cuerpo tachonado de estrellas, bañado el rostro en lágrimas, de lejos nos hacen señales, ellos que son efigies inquietantes, los únicos que se han atrevido a narrar la comedia atroz del «querer vivir», los únicos que han sabido decir el horror inagotable del puro y simple vínculo social. Pienso, claro está, en los tristes sabios del Mal absoluto, Platón, o Schopenhauer. Pienso en Artaud, en Bataille, en los surrealistas malditos y en los maestros menores del Romanticismo. Pétrus Borel o Jacques Vaché, suicidas de la sociedad, ángeles de la desesperación.
Y luego, sobre todo, en Rousseau;[4] sí, en Rousseau a quien no me atrevo a llamar mi maestro, pero a quien no temo reclutar, por lo mucho que supuso, mejor que nadie, lo que quiere decir el tormento. Él, el miserable, el mancillado, el nauseabundo. Él, el deshonrado, el difamado, el ajusticiado, golpeado y masturbado hasta la muerte por un siglo que no toleraba escuchar de su boca los miasmas de la Ilustración. Él, por lo tanto, quien nunca dejó de expresar su odio a los burlones, a la pandilla de intendentes, de cardenales, de policías que fijan las leyes del mundo y que no dejan de entonar sus alabanzas. Él, quien solo frente a su época, solo ante la edad de hierro, solo contra las teodiceas de todas las épocas y de todos los lugares, creyó que debía denunciar la infamia del modo más infamante, dar cuenta de la intolerancia en el lenguaje más intolerable. Tesis desesperada y hermosa de la socialización imposible del Bien y de la Felicidad. Sombría declaración de una paz imposible en el mundo, ante ese mismo mundo que él quiso olvidar por el mucho daño que le hiciera.
Ha llegado la hora de releer el Discurso Segundo, menos :m índice idílico de un estado original de la naturaleza que como como una implacable máquina de guerra contra el «Progreso» de Condorcet, la «Perfectibilidad» de Turgot, la «Libertad» de Voltaire y Diderot, trastrocadas en su contrario dentro de la espiral de una inmemorial servidumbre. Menos como una apología banal y friolenta de la palabra viva y plena, de la presencia del quién a quién, que, como el desarrollo, obstinado e insistente, de esta formidable intuición de que allí donde se dan la distancia, la división y la separación, ya existe el germen de las relaciones de fuerza y de poder. Ha llegado el momento de releer las primeras páginas del Contrato Social para ver en ellas lo contrario de todo lo que han visto los necios, todo lo contrario de un proyecto de sociedad, de una utopía concreta, vademécum político ofrecido a los Príncipes del momento, hoy a los polacos, mañana a Robespierre… De tomar al pie de la letra, por ejemplo, la célebre definición de ese intercambio contractual «que cada cual establece consigo mismo», que no se establece con otro, que no considera al otro como su espacio, que no es un contrato de paz, de libertad entre iguales, de complicidad entre vecinos, sino que rompe radicalmente con la idea misma de vínculo social.
Tal vez habría que replantear, sobre todo, el lugar que ocupa el Emilio en el conjunto del corpus; renunciar a ver en él el tradicional tratado de educación que aneja en su apéndice a toda teoría de la sociedad; restituirle el lugar central que es, en verdad, el suyo y que le designara su autor en una célebre carta; el lugar donde precisamente se enuncia, contra la Ilustración por lo demás, que no hay ni puede haber felicidad para la Institución; que la simple relación con otro, al suponer una «comparación», al transformar en «amor propio» el puro «amor a sí mismo», al distender en el hombre su «ser» y su «parecer», constituye el teatro maldito donde se eslabonan las cadenas de la sujeción. Rousseau no es en modo alguno un Liu Chau-Chi; ni un Montaigne; tampoco era un preceptor de reyes. El Emilio no dice otra cosa que lo siguiente: la idea de una sociedad sana es un sueño absurdo, una contradicción en los términos; la idea de Bien público, de la que pronto harán sus delicias los miembros de la Convención, es una idea de soñadores que rápidamente se convierten en asesinos.
Hay que reconocer, hoy en día, a dos siglos de distancia, la originalidad de este paso; es lo que lo distingue, al mismo tiempo, del pesimismo de derechas y del optimismo de izquierdas —de la problemática del derecho natural en su doble vertiente. Por un lado suele decirse: el poder depende de la naturaleza y, por consiguiente, es eterno; por otro, el poder depende de la cultura y, por consiguiente, es perecedero. Rousseau, por su parte, es el primero que no dice esto, que es mentira; ni aquello, que es abyecto; escapa a la alternativa que sólo permite escoger entre la maldad de origen y la bienaventuranza prometida; dice, lo cual es del todo diferente, que el poder es eterno y, a la vez, perecedero, eterno como la sociedad y, al igual que ella, también perecedero. No pretende que la desgracia haya de durar tanto como la naturaleza humana, sino tan sólo mientras esta naturaleza siga estableciendo una coalición con el vínculo social. No afirma que mañana será mejor porque la Historia habrá cambiado y la cultura habrá progresado, sino que mañana será como hoy mientras haya historia y cultura. No declara que la Salvación es impensable pero la adivina en suspenso hasta el final de las sociedades, el final de la Historia que a ellas nos encadena, con riesgo de cercarla provisionalmente dentro del recinto inestable y soñador y del soliloquio solitario. Es decir, su pesimismo inestable ya no es el de Bossuet, doctor en galicanismo y teórico del poder divino de los reyes, quien atribuía la realidad del Príncipe a la fragilidad del hombre y a su «natural ignominia»: es ya el de Hegel cuando lo atribuye a ese acontecimiento inasignable que constituye el nacimiento de la Historia y de la humanidad como rebaño.
Se trata aquí, en efecto, me parece, de una tesis política que ocupa una posición central en el hegelianismo, una de las que, en todo caso, valen para los tiempos presentes. Urge retornar a una idea, que consignaba la Fenomenología, de una «objetivación» de sí mismo que, siempre y de modo trágico, se transforma en «alienación»; de una conciencia que no apunta al mundo, que no se acuña en obras, que sólo se ensambla con otras para en ellas perderse, dividirse en sus obras, anularse en este mundo; este mundo que nunca es otra cosa que negatividad y contradicción, separación y desgracia, sin tregua y sin reserva prolongadas y dialectizadas. Volver, por lo tanto, a Hegel contra Marx, contra Marx crítico de Hegel, contra el Marx que sostiene que hay «objetivaciones» que no son «alienaciones»; que se confunden de hecho pero que se distinguen de derecho; que la Revolución es justamente, en esta hora de la verdad, la que anula la raíz de la confusión y abre las fuentes de la felicidad. La Lógica no dice otra cosa que esto, si uno se empeña en leerla con mirada política: mientras el mundo su historia será la de la dialéctica —de la Dominación, diríamos. Mientras el mundo sea mundo, es decir, socialidad, este mundo, esta sociedad han de suponer desposesión, distancia con respecto a sí mismo y con respecto al otro —diríamos simplemente Poder. El profesor de Jena no se equivocaba cuando veía en el Estado moderno la consumación de Occidente. No se equivocaba, pues la época de mayor sumisión es probablemente la de la socialización más fuerte y más lograda.
Bien lo saben, por lo demás, los rebeldes de los tiempos modernos, los rebeldes de todos los tiempos, aquellos que se han quemado las cejas a fuerza de mirar fijamente al horror, aquellos que han agotado sus fuerzas y muchas veces su voluntad de vivir en atacar con obstinación las murallas de la Dominación. Bien saben que la rebelión no es pensable en el sentido del mundo real, que es vano pretender socializarla, que ella es negación de la sociedad, de la que hace que en sociedad se pueda vivir —no hay rebeldes en esta historia que, de antemano, no hayan sido prófugos. También lo saben aquellos que en la U.R.S.S., por ejemplo, han pagado con la vida su oposición al Príncipe del momento, a un Príncipe que había sabido atar como nunca los cordones del vínculo social. Se ha dicho y repetido: hay un extraño misterio en el mecanismo de los procesos de Moscú y en la actitud de sus víctimas, en su muda aceptación del papel que se les hacía representar; en su tácita aprobación del principio de su derrota; en las letanías que seguían entonando en el momento de subir al cadalso, sobre el partido que «jamás se equivoca» y contra el cual nadie tiene razón… Este enigma sólo se aclara si se comprende que, comprometidos en una lucha a muerte contra el poder establecido, sólo podían, al quedar vencidos, perder su ser mismo, su realidad de hombres, de hombres que hablaban y deseaban, de hombres reales e historiadores. No es que la tortura y el terror les quitasen su fuerza: sino que ellos se condenaban a sí mismos, por el mero acto de oponerse, al silencio y a la desocialización… Viejos bolcheviques que sin nombre y sin rostro, sin la seguridad de la tierra, sin preocuparse por su época, pagaron su rebelión con una muerte social absoluta. Estas «bellas almas» de la Fenomenología sólo podían disolverse como un humo en el aire, erradicados de sus moradas, ya sin lumbre y sin lugar.
Casos límites, ciertamente, pero que esclarecen más sobre lo que es el Poder que muchas disertaciones. El poder no es el alógeno de la sociedad: hace cuerpo con ella, es el que instituye sus estados. Hay que dejar de pensarlo como parásito o dilema, ornamento o insignia: es aquello por lo cual una sociedad se ordena, se da a sí misma el ser que quiere, se dispone en su armonía. Símbolo más que efigie, sirve menos para coronar que para fundar la sociedad. Véase, por ejemplo, el Estado moderno y su modo de funcionar. Sólo reproduce su asentamiento, suscitando, reproduciendo la disidencia contra su línea natural; engendrando la alternativa contra la inhibición de lo simple; induciendo la multiplicidad en las playas de la identidad. Sólo se ejerce A continuación, transformando esta disidencia simbólicamente instituida, en un simple modo de diferencia; vaciando esta alteridad, que es su vida misma y su energía en el molde de la muerte y de lo Uno; convirtiendo lo múltiple en lo Mismo recobrado… El poder no es un veneno, un bacilo, que corroen una salud social arcaica: es el demiurgo sin el cual la sociedad no es nada, ni su salud tampoco. Tampoco es el instrumento que describen los marxistas, destinado a reprimir y a mantener en orden la maquinaria de los conflictos sociales: o más bien, sólo sería instrumento en este sentido muy preciso de que sirve a la socialización, a la constitución de la sociedad. Ni siquiera es el lugar de una legitimidad, en el sentido de los weberianos: la legitimidad le es otorgada como si fuera de antemano y su función fundamental es convertirse la «multitudo disoluta» en el cuerpo del Soberano y en la trama de un vínculo social. ¿Qué hace el Poder? Hace, no deja de hacer, que las sociedades existan. ¿Qué es el Príncipe? Aquello por lo cual sólo se unen los hombres al separarse del Bien.