EL PRÍNCIPE ES EL OTRO NOMBRE DEL MUNDO
Ahora las cosas están claras y la vía claramente señalada. Pero nos encontramos contra la pared, con la cabeza casi vacía. Sólo una cosa es cierta: hay que responder punto por punto a estas letanías torpizquierdistas.
¿No es nada el Poder? Hay que responder, cueste lo que cueste, que es concederle demasiado y, en cierto modo, sobrestimarlo; responder a los deseantes que el Príncipe no tiene atributo específico por el cual captaría el deseo; a los marxistas, que no tiene eminencia alguna, de donde procedería la violencia de su régimen; a unos y otros, que no es hombre ni cosa, que es una nada que carece de asiento, de lugar propio y asignable. Lo cual, pensado a fondo, significa concretamente: si en el mundo hay algo así como unos efectos visibles y precisos, físicamente experimentados por los hombres, se trataría de efectos sin causa ausente y tal vez sin causa en absoluto, de efectos primarios, no derivados, por consiguiente autoproducidos. O bien esto: si hay aquí o acullá mantenedores y agentes del Poder, por ejemplo Príncipes o Estados singulares, la idea de una clase dominante no tiene, en cambio, sentido, ni tampoco la de una ideología que contamine, a partir de su centro, el conjunto del cuerpo social. O finalmente esto: que si uno se libera de todas las imágenes clásicas, «cosistas» y sustancialistas que lo siguen lastrando con un peso ontológico, hay que esforzarse en distinguir al dueño de este mundo, quien existe en carne y hueso, del Amo en general, quien no reina en ninguna parte. Tres maneras de decir que el Poder en su esencia nada tiene de material, que no tiene esencia en absoluto, en el sentido de los filósofos, que se trata de un ente de razón en apariencia innominable.
Este ente de razón, a su vez, no es más que una manera de pensarlo. Siempre se ha definido el Poder como un principio que mana de una fuente para correr hacia sus afluentes: es preciso definirlo, al contrario, como un efecto que viene de abajo, que regresa de la periferia, que asciende a partir del fango del mundo. Siempre se ha descrito según el modelo del contagio, como una enfermedad extraña que se abatiría sobre un cuerpo sano para infundir en él el terror y mancillar su inocencia: hay que invertir la metáfora, describirlo como un reflujo, un hedor de cuerpo enfermo, mancillado desde su origen y espontáneamente aterrorizado. Siempre se ha dicho que los dominados interiorizaban la violencia, que se identificaban con el Príncipe e ingerían sus decretos: ¿por qué no imaginar, al contrario, una hemorragia, una expulsión del Príncipe, una exteriorización de la Ley? Lo cual, concretamente por lo demás, implicaría esto: no hay dominación, la opresión no existe, somos oprimidos sin opresores que nos dominen; el Príncipe no es un Príncipe que hace su nido en un mirador ni en una fábrica de deseos, sino un «ideal del yo» erigido por el sujeto y proyectado en un cielo ideal; el «poli» no existe en nuestras cabezas, desde hace tiempo no se encuentra ahí, pues 1o hemos expulsado justamente para sublimarlo y representarlo.
El poder es una cuasi nada, dice este mismo torpizquierdisrno. Aquí también hay que mantener con solidez la paradoja, abstenerse de adherirse a las certidumbres del optimismo. ¿Resistir a la desgracia? Si la dominación no es nada, si no tiene principie, no hay resistencia posible contra ella, ¿Liberarse de la fatalidad? Si el poder no tiene sitio, es porque es el Sitio de todos los sitios y que no hay sitio en la naturaleza al que se pueda retornar en busca de una naturaleza sana. ¿Destronar al Príncipe? Si el Príncipe no tiene trono ni lugar asignado, no se le alcanza en ninguna parte y desde ninguna se puede apuntar al corazón de su eminencia. Concretamente esto significa que si hace poco se le otorgaba demasiado, ahora se le otorga demasiado poco; si se sobrestimaba su ontología, ahora se subestima su poderío; y precisamente acaso porque no es una cosa, porque es una nada de cosa, puede, por lo tanto, ser todo, el todo de la realidad y del mundo. Más concretamente aún: si la dominación no tiene más resorte que este de la sumisión, hay, stricto sensu, tan poca sumisión como dominación; si no hay «dominadores» que hagan frente a los «dominados», acaso no haya dominados ni dominadores; si la autoridad no tiene raíces, localidad ni densidad, la rebelión carece de radicalidad, de emergencia y de posible advenimiento. Incluso si, como he dicho, los esclavos odian a sus amos y que el universo resuena con el rechinar de sus cadenas milenarias, su rebelión es, igualmente, un ente de razón en el sentido en que lo decía yo del Poder.
Si fuese necesario, con respecto a este punto, revestirse con el prestigio de un gran nombre, si fuese necesario iluminar aún más esta turbadora dialéctica, con el mayor gusto remitiría al admirable tratado de la Boëtie.[3] A esa «servidumbre voluntaria» que fue él el primero en poner en tela de juicio y que muy poco tiene que ver con el «deseo de sumisión», trivial y abyecto, que han inventado los modernos. ¿Pues qué dice concretamente? Que los hombres producen su sumisión, pero que no por ello la desean ni disfrutan de ella; que tan escasamente la quieren y la aman que nunca dejan, de hecho, de protestar contra su yugo; que esta rebelión, no obstante, está castigada por la maldición, transformada siempre y en todas partes en un nuevo modo de servidumbre; pues la dominación es la Ley de este mundo que ningún decreto, ningún seísmo logran nunca estremecer… ¿Qué significa esto? Que en esta Historia no hay dualidad del deseo ni confrontación de los principios duales; que no hay careo ni lucha de clases posible que no se reduzca a la Paz y a lo Uno reconquistado; que no hay contrapoder que no sea una figura definitiva del Poder expulsado; no hay alternativa ni multiplicidad ni disidencia que no se reduzcan enseguida a una mueca dé lo homogéneo… El Príncipe es el otro nombre del Mundo. El Amo es la metáfora de la Realidad. No hay ontología que no sea una Política.
Recapitulemos. Contra los deleuzianos que están de acuerdo, a su modo, en que el Poder es una emanación, un producto de los dominados, pero que atribuyen esta emanación al perverso disfrute de servir, he intentado sugerir la idea de una hemorragia colectiva del tipo de aquella que los psicoanalistas dicen que produce, fuera del Yo, un Ideal del Yo. Contra los marxistas, que están de acuerdo, a su manera, en que el Poder es un Todo que no tolera el contra-poder, que el Estado, por ejemplo, es una máquina que absorbe y aniquila las oquedades del impoder, he intentado puntualizar una Dominación cuya fuerza absorbente, cuyo poder de aniquilación, sea el resultado de algo distinto de la violencia o la ideología. Contra unos y otros, que convierten al Príncipe en una cosa entre las cosas, que se desvanece un buen día en la nada de una liberación, creo que, simultáneamente, hay que convertirlo en una imagen irreal por el hecho de que rigurosamente no se puede situar, y en una totalidad insoslayable porque abarca con un solo decreto las diferencias y las unidades del mundo. Tres exigencias, pues, que es preciso reunir y vincular unas con otras. Tres principios que es preciso pensar de consuno y pensar en su fundamentación. Esta será probablemente la tarea de una filosofía del futuro que rehusaría los espejismos y las ilusiones de la sofística. Será en todo caso la tarea de cualquier reflexión que se sometería a la teoría de lo Político, aunque sea al precio del pesimismo más tenebroso y trágico. Será el enigma central del presente ensayo que, en esta instancia, apunta nada menos que a marcar los hitos de una nueva teoría del Poder…
Por el momento, he dicho lo bastante como para dar un paso más en dirección a esta serie de paradojas, y, si bien no a la forma, por lo menos al boceto de un ordenamiento. Este «todo o nada» que es el Poder, este simple nombre del Amo que es también el Nombre de todos los nombres, esta flotante irrealidad reforzada por una prodigiosa omnipotencia, cuya idea sólo puede encontrarse entre los freudianos y nada más que entre ellos. Usan, en efecto, una palabra y un concepto para representar esta misteriosa realidad entretejida completamente de irrealidades, esta figura innominable que, con todo, no podemos dejar de nombrar. Esta palabra, este concepto, es, quizá, simplemente lo que llaman «fantasma»… Como el poder, en efecto, el fantasma es algo imposible de encontrar, impalpable, una pura nada que forja su satélite —literalmente, su criatura. Es igualmente algo irreal, más fuerte que la realidad, que impone su ley a la realidad y perfora en ella sus vías de acceso —exactamente, su necesidad. Es, en fin, la condición de la salud, de la supervivencia de aquello que lo produce, la forma transfigurada de una enfermedad insondable y radical, sesgo obligado gracias al cual se aprende a morir y a soportar la vida —en este sentido, su redención. Digo «fantasma»: que nadie se imagine un discurso sobre la poca cosa que es la realidad; que nadie se imagine que el Amo sólo es puro humo del Poder; que nadie entienda «lo Imaginario» como una añagaza y una sombra. Pues digo justamente lo contrario, al suponer con Lacan que lo Imaginario, lugar de ese fantasma, se encuentra indisolublemente articulado, por un lado, con lo simbólico donde reina el significante-Amo. Y por otro, con la realidad, es decir, con la carencia que anima, para los seres destinados a la muerte y a la palabra, la ronda infernal del deseo. Al igual que en la trinidad agustiniana donde el Padre no está nunca sin el Hijo y el Espíritu Santo, tampoco está ahí nunca lo Imaginario sin las otras dos instancias. Véanse al respecto las últimas elaboraciones de Lacan a la teoría de los nudos. En este sentido, y sólo en este, puede verse en el freudianismo un recurso político, un modo de escapar a lo aparente del pensamiento de las izquierdas».
Pues decir que el Príncipe es un fantasma, el fantasma de sus súbditos, una comparsa que trasladan a su teatro imaginario, es concederle lo menos posible en el plano de su irrealidad; auténtica nada de ser, puro suspiro de los hombres, producción de su cerebro. Es concederle al mismo tiempo el mayor peso posible en el plano de su poder: él se ha dado prisa en convertirse en la realidad su realidad imprescindible, la liza y el vallado donde han de vivir y sufrir. Bien veían los deleuzíanos que el Poder roza por algún sitio la naturaleza de los hombres, que no les es impuesto, pero que, al contrario, procede de ellos: pero al concebir este nudo en términos de «deseo», y el deseo, a su vez, como una energía sin objetivo, sin finalidad externa, ellos imaginan que se vuelca, se invierte, se extenúa, al capricho de sus derivas y de sus viajes insensatos. Los freudianos ven, por su lado, este nudo que lo suelda al alma: pero hablar el lenguaje del fantasma ayuda a pensar la perennidad, la eternidad de ese nudo que, al apuntar a algo distinto a su embrollo, apunta precisamente a las condiciones de subsistencia de la especie, no puede volcarse, invertirse, extenuarse sin poner en peligro justamente las condiciones y el hecho mismo de esta subsistencia.
¿Habrá que seguir, en este caso, hablando de poder? Esta ilusión freudiana sugiere, al menos, lo siguiente: que el «Poder» acaso no tenga otro sentido que el de «querer vivir» o «querer sobrevivir».