LA LETANÍA TORPIZQUIERDISTA[a]
¿Qué dice de todo esto la izquierda tradicional, quiero decir aquella que ha comprendido que los vientos que soplan son marxistas? ¿Qué responde la nueva extrema-izquierda, esa que ha convertido en caudillo la idea de liberación? En el fondo, lo mismo. La misma sarta de trivialidades. El mismo stock de lugares comunes. Y en esta situación viven los extraviados de los tiempos presentes.
La izquierda, entonces. Arma sus tiendas sobre un terreno de certidumbres que un siglo de dogmatismo se ha dedicado a inmovilizar. Tiene una teoría del poder, tiene una teoría auténtica y coherente que puede, creo yo, resumirse en algunas proposiciones claves. Si los hombres son dominados, esto se debe, nos explica ella, a que están «manipulados» y la herramienta de esta manipulación se llama «ideología». La ideología es una «mentira» que, al caer gota a gota en el corazón de los hombres, los fuerza a «conocer poco y mal» la realidad de su opresión. Si esta mentira funciona y si uno se resigna a su violencia es por efecto de la «astucia» de los Príncipes que obligan a interiorizarla. Y esta astucia, no obstante, se puede desbaratar por poco que uno la «cale», y que uno exorcice la jugada que tenía embrujada el alma. Toda la teoría marxista del Poder reside aquí, en este esquema simple y bien anudado. Todo optimismo, toda creencia en un mundo mejor se adhiere a ella como a su mejor constitución política.
Reléase bien esta constitución, agótense sus supuestos. Se verá que desemboca en tres definiciones, más simples todavía; sin dejar de estar articuladas. El opresor, es, en esta perspectiva, un director de inconsciencia, lúcido y diabólico, quien, dueño de sus técnicas, gobierna un pueblo sonámbulo. El oprimido es, por lo tanto una especie de durmiente despierto, actor dócil e inconsciente de su propia sujeción, artesano involuntario de los instrumentos de su tormento de vivir. Y el rebelde se convierte por ello en dueño de la verdad, omnipotente por sabio y libre por conocer sus cadenas. Omnipotencia del Saber, inconsciencia de la Creencia, perversidad del Amo…: el Poder lo tiene todo para perdurar, pero también para desaparecer; es cosa de ciencia, de ciencia malévola en los unos, de ciencia solar en los otros; disípese la ilusión y se desmistificará su prestigio.
Léase, vuélvase a leer, y la impostura del esquema saltará a la vista enseguida. Por un lado, se finge tornar en serio los resortes secretos del Poder; se los lastra con el peso de la Historia que explica su perennidad; se enumeran metódicamente los conductos más tenues, por donde circula la ley y se interioriza la ilusión. Por otro, se aplica a minimizar el pavor que uno mismo se ha causado; el poder y sus máquinas, el Estado y sus aparatos, se disuelven misteriosamente bajo el peso de los poderes del saber; y cuánta sutil enumeración, cuanto melindre en el análisis fracasan, en fin de cuentas, en lo que atañe a la tesis más banal de la Ilustración, en lo que atañe a una tibia y blanda seguridad que huele a radicalismo: el poder es una masa que encierra y aterroriza, es igualmente un tigre de papel que da mas miedo del daño que hace. Hay que entregarse al saber y al progreso, hay que perseverar en el optimismo; y no hay baluarte que se resista.
Como toda impostura, esta ya casi no depende de la única prueba que importa: la de la historia concreta y de sus más crueles enseñanzas. ¿Cómo explican los marxistas, por ejemplo, que la Europa anterior a 1939 tuviese conocimiento seguro de que Hitler iba a ser el nombre de un desastre mundial inminente; que las organizaciones de la izquierda alemana hubiesen previsto, si bien no la amplitud, al menos la probabilidad de un holocausto; y que ninguno, pese a todo, pudiera lograr detener su procesión? ¿Qué aún hoy en día su proletariado, instruido concienzudamente en los misterios de la explotación, instruido por cuenta de ellos, entonces, en las mañas del Capital, haga tan buenas migas con esas mañas y prorrogue indefinidamente la hora de desenmascararlas? ¿Que de un modo general los pueblos, por más que conozcan la verdad de sus intereses, disfruten con el maligno placer de desconocer la urgencia, la necesidad de hacerla suceder? Un esclavo espabilado nunca es más que un esclavo feliz. Advertirle de su mal viene siempre a ser lo mismo que liberarlo dentro de sus cadenas. Hay algo así como un relente de estoicismo tras el optimismo marxista, una sabia resignación a la fatalidad del tormento de vivir. Hay una extraña, colosal, dimisión, en la izquierda, frente a la realidad de la sumisión.
Todo esto es cosa sabida, por lo tanto no insistiremos más. Lo que, en cambio, se conoce menos es que después de 1968 hay una nueva ola izquierdista que cree haber roto con la vieja ceguera, pero que resucita de hecho lo esencial de sus procedimientos. Bien se conoce a estos caballeros de la alegre figura, apóstoles de la deriva y chantres de lo múltiple, endemoniadamente antimarxistas y jubilosamente iconoclastas. Están a punto de llegar, ya están aquí estos bailarines de la última ola, maquillados, recamados con las lentejuelas de los mil reflejos de un desenfrenado deseo, mantenedores de una «liberación», aquí y ahora. Tienen sus timoneles, sus marineros, de la moderna nave de los locos, San Giles y San Félix, pastores de la gran familia y autores del AntiEdipo. El poder, nos aseguran, no tiene secretos para ellos: han encontrado por fin la piedra filosofal; ha bastado con poner a Reich a la escucha de la libido materialista. La servidumbre, ellos lo han comprendido, es una fatalidad anudada, soldada al corazón humano: si los hombres son siervos es porque sirven voluntariamente; si Hitler ha ganado es porque así lo deseaban las masas alemanas… Los llaman justamente los «deseantes», porque por todas partes donde la izquierda clásica piensa en términos de aparatos, de estructuras, y de instancias, ellos ven una sutil y perversa microfísica de flujos, deseos, disfrutes.
Todo los distingue, en apariencia, a estos Copérnicos de lo Político. Han roto amarras y bogan hacia alta mar. Pero aquí también hay que leer, leer bien y saber escuchar. Pues todo depende, también aquí, de algunas proposiciones simples en las que el solo enunciado prueba que son, en lo que se refiere a lo esencial, el reverso de las precedentes. Si los hombres son dominados, dicen, no es porque se los manipule, sino porque, al contrario, lo desean —y en el meollo de este deseo se encuentra el disfrute y nada más que el disfrute. Esto no es una mentira impuesta a sus víctimas, sino la verdad pura de sus pulsiones más secretas—, las «intensidades serviles» de Jean-François Lyotard. Si estos fantasmas se eternizan no se trata de una cuestión de astucia sino literalmente de una historia de amor —amor del súbdito al soberano, del oprimido a su desgracia. Y si se puede esperar desprenderse de ella, no es a fuerza de verdad, sino nuevamente a fuerza de deseo— de deseo abstenido, invertido o parásito. Todo el izquierdismo moderno depende de dicho esquema. El esquema mismo del marxismo, salvo con esta diferencia de que ahí donde este habla de «verdad», el otro habla de «libido»…
Más que articulado, clasificado y ordenado, se acuña en tres definiciones simples que repiten, falsificándola, la vieja triada optimista. ¿Qué es, en efecto, el opresor en esta nueva perspectiva? El que representa, esta vez, al durmiente despierto, objeto involuntario del enigmático amor del pueblo, ídolo dócil e inconsciente de un culto que en verdad no ha suscitado. Es el oprimido, quien, en cambio, lúcido y diabólico, dirige su propia inconsciencia, amando con amor activo a un Príncipe vagamente soñoliento. Y el rebelde se convierte, por lo tanto, ya no en dueño del saber sino en dueño del deseo, omnipotente por liberado y liberado por ser deseante dentro de sus cadenas. Omnipotencia del Deseo, extrema Voluntad de creer, relativa inocencia del Amo…: el Poder, también aquí todo lo tiene para esquivarse, tanto como para incrustarse; es un caso de adhesión, de simple voluntad de servir; inviértase esta voluntad, retírese la adhesión, y él se desplomará de golpe, como una vejiga que se desinfla.
¿Parece forzado el paralelismo? Véase además el juego de manos que por debajo mantiene tirante el dispositivo. Por un lado, una vertiente pesimista donde se finge tomar la medida del fenómeno en sus dimensiones más tenebrosas y radicales, donde se aborda de frente el enigma de la sujeción sabida y, por lo tanto, aceptada; donde se movilizan tesoros de sutileza para pensar la liga con que el Poder atrapa, esa extraña cualidad oculta que colorea el cuerpo social, a pesar de los suspiros y protestas de los hombres. Y, por otro lado, al contrario, una vertiente radiante y luminosa donde se ve cómo se disuelve bruscamente la servidumbre bajo el efecto de un deseo ondulatorio y misteriosamente desoxidante; donde el Poder aparece súbitamente como un cuerpo fofo y vacío, rama muerta y quebrada del gran árbol de la vida; donde no le basta al rebelde con embocar las trompetas de la esquizofrenia para abatir con un soplo los muros de la fortaleza… Existen estas dos inspiraciones, estas dos tentaciones en el pensamiento de liberación, cuando él trata de plantearse la interrogante de lo Político —una mezcla de extrema atención y de desenvoltura jubilosa. Esto no es contradictorio. O, si hay contradicción, se trata de aquella que ya socavaba el pensamiento marxiano.
No hay porqué sorprenderse, por lo tanto, de que este izquierdismo choque con la realidad y con la historia concreta. ¿Desean los dominados a los dominantes? como se nos dice. Escuchemos más bien a Bataille cuando explica cómo la burguesía es el primer amo occidental que ya no sabe «gastar» y que, por lo tanto, ya no puede fascinar. ¿Goza el proletariado de sus «intensidades serviles»? Que vayan a asomarse los discipulillos deleuzianos del lado de la barbarie industrial, del odio frío y fatigado que anuda la garganta de los oprimidos en el momento mismo en que se someten. ¿Ha querido, ha deseado Alemania a Hitler con un deseo perverso pero auténtico y resuelto? Esto es añadir, esta vez, la infamia a la impostura, olvidar los intereses materiales, el sufrimiento concreto de los hombres, la angustia del paro, por ejemplo, de la inflación, de la miseria que, tanto como la economía libidinal de la época, le han preparado el terreno al totalitarismo.[1] En cuanto a decir que el deseo es el resorte de la liberación, un deseo naturalizado, desatado o descodificado, es, en este caso, no comprender nada del funcionamiento del Capital, adherir a un «naturalismo»[2] que él ha descalificado hace tiempo y que me dedicaré muy pronto a derribar. Los mismos ejemplos, pues, y las mismas equivocaciones simétricas. Los mismos casos de figura del Poder e igual impostura en su interpretación…
Se podrían multiplicar los ejemplos, escoger los menos clásicos y los más sofisticados. Se podrían dispersar los niveles del análisis, entrar en detalle con respecto a las maquinarías teóricas. Pero me atengo a esto por el momento, a estas pocas observaciones y a este rápido recorrido. Pues lo esencial está dicho y voy a deducir las consecuencias de ello: Deleuze y Guattari son filósofos marxistas cuya retórica funciona según el modelo materialista; la nueva izquierda no se encuentra mejor pertrechada que la izquierda clásica para pensar el ser del Poder; sosteniendo la inversa de su error sólo alcanza a sostener el error inverso y nada tiene que decir sobre lo Político que no haya dicho ya la dialéctica. Por consiguiente, hay que cambiar de terreno y encontrar otros instrumentos, otros métodos de análisis. Hay que romper el careo del leninismo banal y de su doble izquierdista. El Poder es, en dicha situación, impensable: y, sin embargo, hay que intentar pensarlo.
¿Se mide bien acaso el envite y la multitud de este cambio de terreno? ¿Se sabe acaso lo que será necesario desplazar para escapar al atolladero torpizquierdista? Todo se juega, en un último análisis, en torno a dos ideas elementales que son como el esqueleto de todo optimismo político. Dos ideas tan elementales que mal se ve cómo se podrían esquivar y a partir de qué se podrían criticar. La primera: el Amo no es una nada, es un ser visible y concreto, tiene en su favor todo el prestigio de la existencia ontológica. Poder que usa de ardides y de manipular un objeto que atrae y provoca el deseo, Estado que explota y oprime o bien Príncipe amable y amado, se trata siempre de una realidad cuya palabra tiene el peso de las cosas y cuyo lugar se inscribe en la economía del mundo. Si se describe esta realidad en términos de máquinas de poder o de deseo, en términos de hegemonía impuesta o deseada, a modo de una instancia que corona la estructura o de una microfísica dispersa sobre su superficie, no se hace más que revestir teóricamente la más inmediata, la más irresistible convicción. No se hace más que confirmar lo que todo el inundo sabe o cree saber —que el Amo es el nombre de una cosa, que esta cosa tiene un principio, que esta cosa y este principio se pueden, se deben localizar. Vale decir que el poder no es nombre ni imagen, nada tiene de ilusión ni de fantasmagoría: posee una auténtica sustancia, es esta sustancia misma o el soporte de esta sustancia.
La segunda, su correlato: este Amo, que no es una nada, resulta también, pese a todo, una cuasi nada; visto desde un ángulo distinto su peso ontológico no es tan agobiador como se cree; se puede bruscamente vacilar entre el orden de lo invisible y la noche de la abstracción. Manipulación que se encarrila o deseo que se retira, Estado frágil que se pone en crisis o Príncipe desmistificado, puede súbito hundirse en la nada de la anarquía, sopesar el peso de la onda o de la crisis que lo anulan, vaciar el lugar material donde reinaba en majestad. Los leninistas hablan de «revolución» y de «toma de conciencia», los izquierdistas de «liberación» o de abstención del «deseo», los primeros de «lucha» y de «estrategia», los segundos de «ruptura transversal», mas ninguno hace otra cosa que asumir filosóficamente la más arraigada creencia de los oprimidos. No hacen más que repetir, profundizándolos a su manera, lo que todo el mundo cree y quiere creer —que el Amo no es del todo lo que pretende ser, que se puede desear o verificar su vulnerabilidad esencial. Por más que no sea de aire, puede disolverse y deshacerse. Por más que sea el monumento que pretende ser, la ruina y el derrumbamiento lo amenazan. Por más escudado que esté, es, como todas las cosas, perecedero.
La fe de los militantes, por lo tanto, después de la antigua sabiduría de las naciones. La dimensión de la esperanza, después de la del fatalismo. ¿Qué sería más irrefutable que este doble embotamiento? ¿Cómo atreverse a negar la escandalosa evidencia de los hechos? ¿Quién ha de contradecir la lastimera seguridad de la fe? Nuestros impostores se las arreglan para poner su sello a una fe de hechos. Esta fe de hechos parece inatacable por lo mucho que se escuda tras el sentido común. Y contra él, sin embargo, contra este doble «evidenciarse» es necesario hoy dirigirse y reanudar la reflexión.