17 de abril

Gofres quemados

CUATRO HUEVOS, cuatro lonchas de beicon, una cestilla de galletas (que, según el criterio personal de Amma, respondía a la siguiente ley inviolable: la cuchara no debe tocar la masa), tres tipos de jamón y mantequilla con una gota de miel. A juzgar por el olor, al otro lado de la encimera, la manteca se dividía en trocitos y se tostaba en el molde de los gofres. Amma llevaba dos meses cocinando sin parar. En la encimera se apilaban los platos de pirex: sémola de queso, judías verdes, pollo asado y, por supuesto, ponche de cerezas, nombre en verdad curioso para un postre que más bien era una macedonia de piña y cerezas con Coca-Cola y que Amma colocaba en un molde para gelatina. Justo detrás yo divisaba una tarta de coco, biscocho de naranja y lo que parecía un pudín de bourbon, pero había más. Desde la muerte de Macon y en ausencia de mi padre, Amma no había dejado de preparar y almacenar comida, como si al cocinar su tristeza pudiera disiparse. Cosa que, como ambos sabíamos, era imposible.

No la había visto tan apagada desde la muerte de mi madre. Había conocido a Macon Ravenwood mucho antes que yo y mucho antes que Lena, en realidad, el tiempo que dura una vida. Habían trabajo una amistad tan improbable como imprevista, pero profunda. Habían sido verdaderos amigos. Yo sospechaba que ninguno de los dos habría admitido esa verdad tan evidente para mí por el rostro de Amma y su afán por tener la vista fija en el molde.

—Ha llamado el doctor Summers —dijo sin apartar la mirada del molde de los gofres. Yo no quise señalar que para hacer gofres no hace falta tener la vista fija en el molde.

Desde la vieja mesa de roble a la que estaba sentado, observé a Amma con detenimiento. Me fijé en el nudo de su delantal y recordé cuanto me gustaba encaramarme a su espalda para deshacerlo. Era tan bajita que los cordones quedaban casi tan largos como el propio delantal, detalle en el que me entretuve un buen rato. Cualquier cosa con tal de no pensar en mi padre.

—¿Qué ha dicho? —El doctor Summers era el psiquiatra de mi padre.

—Cree que ya queda poco para que le den el alta.

Cogí el vaso vació. A través de él la realidad aparecía distorsionada, es decir, tal como era. Mi padre llevaba dos meses en Blue Horizons, condado de Columbia, estado de Nueva York. Cuando Amma averiguó que del libro que hacía un año decía escribir no existía ni una sola página y al conocer el «incidente», como solía referirse al momento en que mi padre estuvo a punto de tirarse por un balcón, llamó a mi tía Caroline. Ese mismo día mi tía se presentó en el balneario. Así llamaba a Blue Horizons, que era, en efecto, el tipo de balneario al que uno manda a un pariente chiflado cuando necesita lo que en Gatlin suelen denominar «terapia personalizada», es decir, lo que en cualquier lugar del mundo salvo en el Sur de los Estados Unidos llaman atención psiquiátrica.

—Genial.

Genial. No me creía que mi padre estuviera preparado para regresar —lo mismo podía darle por pasearse por el pueblo con un pijama estampado con patitos—. Entre la de Amma y la mía ya rondaba bastante locura por la casa, como por ejemplo, la de llevar todas las noches cazuelas de puré de tristeza a la iglesia metodista. Yo no era ningún experto en emociones y Amma estaba tan inmersa en su crema pastelera que no parecía dispuesta a compartir las suyas. Antes habría tirado sus tartas a la basura.

Quise hablar con ella un día después del funeral, pero zanjó la conversación cuando ni siquiera había empezado. «Lo hecho, hecho está. El pasado, pasado está. Macon Ravenwood está muy lejos de aquí y lo más probable es que no volvamos a verlo ni en este mundo ni en el otro». Por como hablaba, parecía que hubiera hecho las paces con el pasado, pero habían transcurrido dos meses y yo seguía repartiendo tartas y guisos. La misma noche había perdido a mi padre y a Macon, los dos hombres de su vida. Mi padre no había muerto, pero en nuestra cocina un detalle tan nimio como ese no parecía importante. Como la misma Amma decía: el pasado, pasado está.

—Estoy haciendo gofres. Espero que tengas hambre.

Amma no había dicho mucho más en toda la mañana. Cogí el cartón de leche con cacao y, al contrario de lo que tenía por costumbre, llené el vaso hasta el borde. A Amma no le gustaba que tomara batidos para desayunar y siempre refunfuñaba, pero aquel día podría haberme servido diez porciones de tarta de chocolate y no habría dicho ni una palabra. Pero eso sólo hacía que me sintiera todavía peor. Más revelador aún era que el New York Times del domingo no estuviera abierto por la página del crucigrama y que el par de lápices del número 2 bien afilados que Amma siempre utilizaba reposaran tranquilamente en su cajón. Amma se asomó a la ventana y se fijó en el cielo cubierto.

L.A.C.Ó.N.I.C.O. Séptima línea horizontal. Es decir, más te vale no abrir la boca, Ethan Wate, era lo que Amma habría dicho cualquier otro día.

Bebí un trago de batido y casi me atraganté. El batido estaba demasiado dulce y Amma demasiado callada. Así es como supe que las cosas habían cambiado.

Así y porque del molde de los gofres empezó a salir un humo negro.

Tenía que ir a clase, pero cogí la carretera 9 y me dirigí a Ravenwood, Lena llevaba sin pisar el instituto desde antes de su cumpleaños. Tras la muerte de Macon, Harper, el director, había tenido la enorme generosidad de concederle permiso para estudiar desde casa con un tutor hasta que se sintiera con fuerzas para volver. Teniendo en cuenta que el señor Harper había participado en la campaña de la señora Lincoln para expulsar a Lena tras el Baile de Invierno, apuesto a que deseaba que ese día no llegara nunca.

He de admitir que yo sentía cierta envidia. Lena podía ahorrarse el cansino sermón del señor Lee sobre la Guerra de Agresión del Norte y los padecimientos de la Confederación y en lengua no tenía que sentarse en el lado del Ojo Bueno. Abby Porter y yo éramos los únicos que estábamos precisamente en ese lado y, por tanto, los únicos obligados a responder todas las preguntas sobre El extraño caso del doctor Jekyll y mister Hyde. ¿Qué impulsa al doctor Jekyll a transformarse en mister Hyde? ¿Son en verdad dos personas completamente distintas? Nadie tenía ni la más remota idea, razón por la cual todos los que se sentaban en el lado del Ojo de Cristal de la clase de la señora English estaban echando un sueñecito.

Pero el Jackson High, mi instituto, no era el mismo sin Lena. Al menos no para mí. Por eso, y como ya habían transcurrido dos meses, le supliqué que volviera. El día anterior me había dicho que se lo pensaría y yo le había respondido que se lo pensara en el coche de camino de clase.

Estaba otra vez en la bifurcación de nuestra vieja carretera, de la carretera de Lena y mía, por la que me desvié de la carretera 9 para llegar a Ravenwood la noche que nos conocimos, la noche en que me di cuenta de que era la misma chica con quien había estado soñando mucho antes de que se mudara a Gatlin.

Fue ver la carretera y oír la canción, como si hubiera encendido la radio. La misma canción y la misma letra, como llevaba ocurriendo los dos últimos meses cuando la escuchaba mi iPod, miraba al techo o leía y releía una página de Silver Surfer sin ni siquiera verla.

Diecisiete lunas. Siempre estaba ahí. Moví el dial, pero nada cambió. Sonaba en mi cabeza, no por los altavoces, como si alguien me la estuviera susurrando en kelting.

Diecisiete lunas, diecisiete años,

el color de sus ojos en su cumpleaños.

El oro es noche y el verde día,

a los diecisiete por fin lo sabría…

La canción dejó de sonar. Sabía que no podía dejar de prestar atención a su mensaje, pero también conocía la reacción de Lena cada vez que yo sacaba el asunto.

—No es más que una canción —respondía con desdén—. No significa nada.

—¿Tampoco Dieciséis lunas significaba nada? Habla de nosotros.

Yo no sabía si se daba cuenta o, más bien, si no quería darse cuenta. El caso es que en momentos así Lena solía pasar a la ofensiva y la conversación se nos iba de las manos.

—Querrás decir de mí. ¿La noche? ¿El día? ¿Me convertiré en demonio o en tu Sarafine? Si ya tienes decidido que mi destino es la noche, ¿por qué no lo dices de una vez?

Normalmente, llegados a este punto, yo salía con alguna ocurrencia y cambiábamos de tema. Hasta que comprendí que era mejor no decir nada. Eso hicimos. Dejamos de hablar de la canción, que, sin embargo, yo seguía oyendo y ella también.

Diecisiete lunas. No podríamos evitarlo.

La canción hablaba de la cristalización de Lena, del momento en que sería declarada para siempre del día o de la noche, de la luz o las tinieblas. Lo cual sólo podía querer decir una cosa, todavía no había cristalizado. ¿El oro es noche y el verde día? Yo sabía lo que aquella canción significaba: los ojos dorados de los Caster oscuros o los verdes de los luminosos. Desde la noche del cumpleaños de Lena, su Decimosexta Luna, me decía a mí mismo que todo había terminado, que ella no tenía por qué cristalizar, que con ella harían una excepción. ¿Por qué con ella, en quien todo parecía excepcional, no iba a ser distinto?

Pero no lo sería. Diecisiete lunas, la canción, era la prueba. Oí Dieciséis lunas durante meses antes del cumpleaños de Lena y fue un presagio de lo que luego ocurrió. La letra había cambiado y yo tenía delante otra inquietante profecía. Había que tomar una decisión y Lena no lo había hecho. Las canciones nunca mentían o, cuando menos, hasta ese momento nunca lo habían hecho.

Pero no quería pensar en ello. Mientras subía por la larga cuesta que conducía a las puertas de Ravenwood Manor hasta el crujido de la grava parecía repetir esa verdad ineludible. Si llegaba una Decimoséptima Luna, todos nuestros esfuerzos habrían sido en vano. Ni siquiera la muerte de Macon habría servido de nada.

Lena tendría que cristalizar en Luz o en Tinieblas, decidir su destino. Los Caster no podían cambiar de bando, para ellos no había vuelta atrás. Cuando finalmente Lena tomará una decisión, la mitad de su familia moriría. Caster de luz y Caster de la sombra… La maldición prometía la supervivencia de un sólo bando. Pero en una familia en la que durante generaciones los Caster habían carecido de libre albedrío y, sin poder elegir, cristalizando en Luz o Tinieblas en el decimosexto cumpleaños, ¿cómo iba Lena a tomar una decisión así?

Toda su vida había querido decidir su propio destino y ahora podía. Pero, a juzgar por las circunstancias, parecía que el cosmos le estaba gastando una broma cruel.

Me detuve ante la puerta, apagué el coche y cerré los ojos. Recordé mi pánico creciente, mis visiones, los sueños y la canción. Esta vez, en cambio, Macon no estaba allí para evitarnos finales tristes. Ya no quedaba nadie capaz de ayudarnos. Y los problemas se acercaban a toda prisa.