19 de junio
Cicatrices
—TENGO QUE CONTARTE una cosa —dijo Amma, retorciéndose las manos—. Es sobre la noche de la Decimosexta Luna, el cumpleaños de Lena. —Tardé un instante en darme cuenta de que se dirigía a mí, que seguía con los ojos fijos en el centro del círculo, donde había estado mi madre.
Esta vez mi madre no me había dejado un mensaje en un libro ni me había enviado una canción. Esta vez la había visto a ella.
—Cuéntaselo.
—Chist, Twyla —dijo Arelia, amonestando a su hermana.
—La mentira. La mentira es la tierra donde crecen las tinieblas. Cuéntaselo al chico. Cuéntaselo ahora.
—¿Qué quieren decir? —pregunté mirando a Twyla y a Arelia. Amma la miró y Twyla respondió sacudiendo la cabeza.
—Escúchame, Ethan Wate. —Amma hablaba con voz vacilante y temblorosa—. No te caíste de la criota. O no, al menos, de la forma que te contamos.
—¿Qué?
Lo que Amma decía no tenía ningún sentido. ¿Por qué hablaba sobre el cumpleaños de Lena cuando yo acababa de ver al fantasma de mi madre muerta?
—No te caíste, ¿comprendes? —repitió.
—¿De qué estás hablando? Claro que me caí. Cuando recobré el conocimiento estaba tendido en el suelo.
—Pero no te caíste —vaciló Amma—. Fue Sarafine, la madre de Lena. Te clavó un cuchillo —dijo mirándome a los ojos—. Te mató. Estabas muerto y nosotras te devolvimos a la vida.
Te mató.
Las palabras se repetían como un eco. Las piezas del rompecabezas empezaron a encajar a tanta velocidad que casi no les veía sentido. Al contrario, eran ellas las que me daban sentido a mí… el sueño que no era un sueño sino el recuerdo de no respirar y de no sentir de no pensar y de no ver…
La tierra y las llamas que se llevaron mi cuerpo cuando mi vida de desvanecía…
—¡Ethan! ¿Estás bien?
Oía a Amma, pero en la distancia, tan lejos como en la noche que caí al suelo.
Podría estar muerto, como mi madre y Macon.
Debería estar muerto.
—Ethan. —Link me zarandeaba.
Me invadían las sensaciones y no las podía dominar. Y tampoco quería recordar.
Sangre en la boca, el rugido de la sangre en los oídos…
—Se está muriendo. —Liv me sostenía la cabeza.
Hubo dolor y ruido y algo más. Voces. Formas. Gente.
Había muerto.
Metí la mano debajo de la camiseta para palpar la cicatriz. La cicatriz de la herida que Sarafine me había hecho con un cuchillo de verdad. No lo notaba, pero ahora sería un recordatorio eterno de la noche de mi muerte. Pensé en la reacción de Lena al verla.
—Sigues siendo la misma persona y Lena te sigue queriendo. Su amor es la razón de que estés aquí ahora —dijo Arelia con voz amable y sabia. Abrí los ojos y dejé que las figuras borrosas se convirtieran en personas. Poco a poco fui volviendo en mí.
Mi cabeza era un gran embrollo y ni siquiera tras atar cabos encontraba sentido a nada.
—¿Cómo que su amor es la razón de que ahora esté aquí?
Amma hablaba con calma. Hice esfuerzos por oírla.
—Fue Lena la que te devolvió la vida. Tú madre y yo sólo la ayudamos.
Escuche aquella frase y no la comprendí, así que me la repetí despacio, palabra por palabra. Juntas, Lena y Amma me habían devuelto a la vida del mundo de los muertos, y juntas me habían protegido de él hasta esos momentos. Me acaricié la cicatriz. Lo que Amma decía tenía el aroma de la verdad.
—¿Desde cuándo sabe Lena resucitar a los muertos? Y si sabe, ¿por qué no ha resucitado a Macon?
Amma me miró. En mi vida la había visto tan asustada.
—No te resucito por sus propios medios. Recurrió al Hechizo de Vinculación del Libro de las Lunas. Vincula la muerte con la vida.
Lena había utilizado el Libro de las Lunas. El libro por el cual Genevieve y la familia de Lena sufrían una maldición que se prologaba a lo largo de las generaciones y que obliga a todos los vástagos de los Duchannes a cristalizar en Luz o Tinieblas el día de su decimosexto cumpleaños. El libro que Genevieve había empleado para traer a Ethan Carter Wate del mundo de los muertos por unos instantes, un gesto por el que había tenido que pagar el resto de su vida.
No podía pensar. Mi cabeza empezó a dar vueltas otra vez y me resultó imposible seguir mis pensamientos. Genevieve, Lena, el precio.
—¿Cómo pudiste? —Me aparté de ellos, de su Círculo de Visión. Ya había visto bastante.
—No tenía elección y ella no podía dejarte morir —dijo Amma mirándome, avergonzada—. Ni yo tampoco.
Me puse de pie con dificultad negando con la cabeza.
—Es mentira. No lo haría, nunca lo haría —dije, pero sabía que sí, que las dos eran capaces de hacerlo y que era exactamente lo que había hecho. Y lo sabía porque yo habría hecho lo mismo. Pero ahora eso no importaba. Nunca en mi vida estuve tan enfadado ni tan decepcionado con Amma—. Sabías que el libro no entregaría nada sin tomar nada a cambio. Tú misma me lo dijiste.
—Lo sé.
—Por mi culpa Lena tendrá que pagar un precio por ello. Las dos tendrán que pagar. —Me dolía la cabeza como si fuera a partírseme en dos.
A Amma se le escapó una lágrima. Cruzó dos dedos sobre la frente y cerró los ojos, la versión del signo de la cruz de Amma, y entonó una oración en silencio.
—Ya lo está pagando.
Se me cortó la respiración.
Los ojos de Lena, el numerito de la feria, huir con John Breed.
—Se está volviendo Oscura por mi culpa —dije casi sin pensarlo.
—Si se está volviendo Oscura no es por ese libro. El libro obliga a otro tipo de pacto —explicó Amma y se interrumpió como si no pudiera contarme el resto.
—¿Qué tipo de pacto?
—Da una vida a cambio de otra. Sabíamos que habría consecuencias —dijo con un nudo en la garganta—. Pero no sabíamos que reclamaría la vida de Melchizedek.
Macon.
No podía ser verdad.
El libro obliga a otro tipo de pacto. Da una vida a cambio de otra.
Mi vida por la de Macon.
Todo tenía sentido. La actitud de Lena en los últimos meses, que me rehuyera constantemente, que se culpara por la muerte de Macon.
Era verdad. Ella lo había matado.
Para salvarme.
Pensé en su diario y en la página Hechizada con la escritura invisible. ¿De qué hablaba? ¿De Amma? ¿De Sarafine? ¿De Macon? ¿Del libro? De lo que había ocurrido realmente aquella noche. Recordé los poemas escritos en la pared. Nadie difunto y Nadie con vida. Dos caras de la misma moneda. Macon y yo.
Nada tierno permanece. Algunos meses atrás me pareció que Lena citaba mal el poema de Frost, pero, naturalmente, no era así. Hablaba de sí misma.
Me acordé de cuánto le costaba mirarme y pensé en lo doloroso que debía de ser para ella. No era de extrañar que se sintiera culpable, ni que huyera. Me pregunté si podría volver a mirarme a la cara. Todo cuanto había hecho lo había hecho por mí. No tenía la culpa.
La culpa era mía.
Todos guardaron silencio. Ya no había vuelta atrás para nadie. Lo que Lena y Amma habían hecho aquella noche no se podía enmendar. Yo no tenía que estar allí, pero estaba.
—Es el Orden y no se puede detener el Orden —dijo Twyla cerrando los ojos como si escuchara algo que yo no podía oír.
Amma se sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió la cara.
—Siento no habértelo dicho antes, pero me alegro de haberlo hecho. Era la única forma.
—Tú no lo comprendes. Lena cree que se está volviendo Oscura. Ha huido con una especie de Íncubo o de Caster Oscuro. Está en peligro por mi culpa.
—Tonterías. Esa chica ha hecho lo que tenía que hacer porque te quiere.
Arelia recogió sus ofrendas: los huesos, el gorrión, las piedras lunares.
—Nada puede obligar a Lena a volverse Oscura, Ethan. Es ella quien tiene que elegir.
—Pero cree que es Oscura porque mató a Macon. Cree que ya ha elegido.
—Pero no lo ha hecho —dijo Liv, que por respeto se había quedado a unos metros de distancia.
Unos pasos detrás estaba Link, sentado en un viejo banco de piedra.
—Pues tendremos que encontrarla y decírselo.
No actuaba como quien acaba de enterarse de que su mejor amigo ha resucitado, sino como siempre, como si todo siguiera igual. Me senté en el banco de al lado.
—¿Te encuentras bien? —me preguntó Liv.
Liv. No podía mirarla. Había estado celoso y dolido y la había arrastrado al vórtice del huracán en que se había convertido mi vida. Y todo porque pensaba que Lena ya no me quería. Me había portado como un estúpido y me había equivocado completamente. Lena me quería y estaba dispuesta a arriesgarlo todo para salvarme.
Había renunciado a ella cuando ella no había querido renunciar a mí. Le debía la vida. Así de sencillo.
Toqué unas hendiduras. En el borde del banco había talladas unas letras.
EN EL FRESCO, FRESCO, FRESCO, DE LA NOCHE.
Era la canción que sonaba en Ravenwood la noche que conocí a Macon. Qué casualidad tan extraordinaria. Especialmente en un mundo donde las casualidades no existen. Sólo podía ser una señal.
Pero ¿una señal de qué? ¿De lo que le había hecho a Macon? Ni siquiera podía pensar en cómo se debió de sentir Lena al darse cuenta de que lo había perdido a él por conservarme a mí. ¿Qué habría sentido yo de haber perdido a mi madre así? ¿Habría sido capaz de mirar a Lena sin pensar que mi madre había muerto por ella?
—Ahora vuelvo.
Me levanté y desanduve el sendero que a través de los árboles no había llevado hasta allí. Respiré hondo y el aire de la noche llenó mis pulmones. Aún podía respirar. Dejé de correr y me paré a contemplar el cielo y las estrellas.
¿Vería Lena el mismo cielo que yo u otro distinto que yo nunca podría ver? ¿Serían nuestras lunas tan diferentes?
Metí la mano en el bolsillo y saqué el Arco de Luz para que me ayudara a encontrarla. Pero no lo hizo. Me mostró otra cosa.
Macon no era como Silas, su padre, algo que los dos sabían. Siempre se pareció más a su madre, Arelia, poderosa Caster de Luz de quien su padre se enamoró perdidamente cuando estudiaba en la Universidad de Nueva Orleans, como luego le sucedería a Macon. Su padre se había enamorado de su madre poco antes de la Trasformación, antes de que su abuelo convenciera a Silas de mantener una relación con una Caster de Luz era una abominación para los de su clase.
El abuelo de Macon había tardado muchos años en separar a su padre de su madre. Para cuando eso sucedió, Macon, Hunting y Leah ya habían nacido. Su madre se vio obligada a emplear sus poderes de Diviner para escapar de la ira de Silas y de su incontrolable urgencia por alimentarse. Tuvo que huir a Nueva Orleans con Leah. El padre de Macon no permitiría que Arelia se llevara a sus hijos.
Arelia, su madre, era la única a quien Macon podía recurrir. La única que comprendería que se hubiera enamorado de una Mortal, el mayor sacrilegio para los de su especie, los Íncubos de Sangre.
Los Soldados del Demonio.
Macon no dijo a su madre que iría a verla, pero Arelia lo esperaba. Ascendió desde los Túneles al dulce calor de la noche estival de Nueva Orleans. Las luciérnagas iluminaban la noche con su luz intermitente y los magnolios despedían una fragancia embriagadora.
Arelia lo esperaba en el porche, haciendo encaje en una vieja mecedora. Había pasado mucho tiempo.
—Mamá, necesito que me ayudes.
Arelia dejó la labor y se levantó.
—Lo sé. Todo está listo, cher.
Aparte de otro Íncubo, sólo existía algo lo bastante poderoso para detener a un Íncubo.
Un Arco de Luz.
Los consideraban ingenios medievales, armas creadas para dominar y apresar a los Íncubos, los más poderosos de entre los Harmer. Macon jamás había visto ninguno. Quedaban muy pocos y era prácticamente imposible encontrarlos.
Pero su madre tenía uno en su poder y él lo necesitaba.
Macon la siguió hasta la cocina. Arelia abrió un armario que hacía a veces de altar del os espíritus y sacó una cajita de madera con una inscripción en niádico, la antigua lengua de los Caster.
QUIEN BUSCA ENCUENTRA
LA CASA DEL IMPÍO
LA LLAVE DE LA VERDAD
—Tu padre me regaló esto antes de la Trasformación. Ha pertenecido a la familia Ravenwood generación tras generación. Tu abuelo afirmaba que perteneció al propio Abraham y yo así lo creo. Lleva la marca de su odio y su intolerancia.
Abrió la cajita que contenía la negra esfera. Macon sintió su energía aun sin tocarla, la espantosa posibilidad de una eternidad en sus centelleantes paredes.
—Macon, es preciso que comprendas. Cuando un Íncubo es atrapado en el interior del Arco de Luz, no puede salir, le es imposible, otro tiene que ponerlo en libertad. Entrega este objeto sólo a alguien en que puedas confiar plenamente, porque estarás poniendo en sus manos algo más que tu vida. Le estarás dando un millar de vidas, que es lo que dura una eternidad en el interior de esa esfera.
Se la mostró mejor, como si al ver el Arco de Luz Macon pudiera imaginar mejor sus confines.
—Lo comprendo, mamá. Yo confío en Jane. Es la persona más honrada y de principios que he conocido nunca y me quiere a pesar de lo que soy.
Arelia acarició a Macon en la mejilla.
—Lo que eres no tiene nada de malo, cher, y si lo tuviera, yo tendría la culpa. No tienes la culpa de nada de lo que ocurre. La culpa es de mi padre.
Posiblemente Silas fuera una amenaza mayor para Jane que para Macon. Era un esclavo de la doctrina de Abraham, el primer Íncubo de Sangre de la familia Ravenwood.
—No es culpa suya, Macon. Tú no sabes cómo era el abuelo. Engañó a tu padre haciéndole creer que una presunta superioridad según la cual los Mortales son inferiores a los Caster y a los Íncubos, poco más que una fuente de sangre donde saciar su sed. Tu abuelo adoctrinó a tu padre igual que antes lo adoctrinaron a él.
Macon se quedó impertérrito. Hacía mucho tiempo que había dejado de sentir lástima por su padre y de preguntarse qué habría visto su madre en él.
—Dime cómo se usa —dijo Macon—. ¿Puedo tocarlo?
—Sí. La persona que te toque con él debe tener intención de encerrarte y aun así es inofensivo sin el Carmen Defixionis de Laques.
Arelia cogió de la puerta del sótano un saquito de grisgrís, la mayor protección que podía ofrecer el vudú, y desapareció escalera abajo. Volvió con un objeto envuelto en una arpillera cubierta de polvo. Lo puso sobre la mesa y lo desenvolvió.
El Responsum.
Literalmente, «la respuesta».
Estaba escrito en niádico y contenía todas las leyes que gobernaban los Íncubos.
Era el más antiguo de los libros. Sólo había unos cuantos ejemplares en todo el mundo. Su madre volvió las rígidas páginas con cuidado hasta llegar a la que estaba buscando.
—Carcer.
La cárcel.
En una ilustración aparecía un Arco de Luz exactamente igual al que reposaba en la caja de terciopelo que estaba en la mesa de la cocina de su madre junto a un estofado que nadie había probado todavía.
—¿Cómo funciona?
—Es muy sencillo. Basta con tocar el Arco y al Íncubo que hay que apresar y recitar el Carmen al mismo tiempo. El Arco de Luz hará el resto.
—¿Está el Carmen en ese libro?
—No, es demasiado poderoso para confiarlo a la palabra escrita. Tienes que aprenderlo de memoria de alguien que lo sepa.
Arelia bajó la voz con si temiera que alguien pudiera escucharla y susurró las palabras que podría condenar a su hijo a una eternidad de sufrimiento.
—Comprehende, Liga, Cruci Fige.
Captura, Jaula y Crucifijo.
Luego cerró la tapa de la cajita y se la entregó a Macon.
—Ten cuidado. En el Arco hay poder y en el poder hay Oscuridad.
—Te lo prometo —dijo Macon, y besó la frente de su madre. Se volvió para marcharse, pero su madre lo retuvo unos instantes.
—Vas a necesitar esto —dijo Arelia, y garabateó unas palabras en un trozo de pergamino.
—¿Qué es?
—La única llave de esa puerta —le aclaró y señaló a la cajita con un gesto—. La única forma de salir de ahí.
Abrí los ojos. Estaba tumbado de espaldas contemplando las estrellas. El Arco de Luz era el de Macon, como Marian me había dicho. No sabía dónde se encontraba Macon, tal vez en el Otro Mundo o en algún tipo de cielo Caster. No sabía por qué me mostraba todo aquello, pero si aquella noche aprendí algo es que todo ocurre por alguna razón.
Tenía que averiguar la razón de aquel embrollo antes de que fuera demasiado tarde.
Nos encontrábamos ya cerca de la entrada del cementerio de Buenaventura, pero todavía no me había molestado en decirle a Amma que no pensaba volver con ella. Amma, no obstante, parecía intuirlo.
—Será mejor que nos vayamos —dije, y le di un abrazo.
Me cogió las manos y las apretó con fuerza.
—Paso a paso, Ethan Wate. Tu madre ha dicho que esto es algo que debes hacer, pero yo estaré observando cada paso que des.
Yo era consciente de lo difícil que le resultaba dejarme marchar cuando estaba deseando encerrarme en mi habitación para el resto de mi vida. Que no lo hiciera, sin embargo, era la prueba de que la situación era tan complicada como parecía.
Arelia se acercó y me entregó una muñequita como las que hacía Amma. Era un hechizo vudú.
—Tenía fe en tu madre y tengo fe en ti, Ethan. Esta en mi forma de desearte buena suerte, porque la vas a necesitar.
—Lo correcto nunca es fácil —dije repitiendo unas palabras que mi madre me había dicho en un millar de ocasiones. A mi manera, yo también sabía convocar su espíritu.
Twyla me acarició la mejilla con uno de sus huesudos dedos.
—La verdad en ambos mundos. Hay que perder para ganar. No estamos aquí mucho tiempo, cher. —Fue afectuosa, como si conociera algo que yo no conocía. En realidad, después de las cosas que había visto aquella noche, estaba seguro de que así era.
Amma me rodeó con sus brazos y me dio un fuerte abrazo.
—A mi manera, pero me voy a encargar de que tengas buena suerte —me dijo entre susurros. Luego se dirigió a Link—. Wesley Jefferson Lincoln, será mejor que vuelvas de una pieza o le voy a decir a tu madre lo que estabas haciendo en el sótano en mi casa cuando tenías nueve años, ¿me oyes?
Link respondió a la familiar amenaza con una sonrisa.
—Sí, señora.
Amma no le dijo nada a Liv, se limitó a mirarla con un asentimiento de cabeza. Era su forma de mostrarle dónde residían sus lealtades. Por mi parte, ahora que sabía lo que Lena había sido capaz de hacer por mí, no tenía la menor duda de lo que Amma sentía por ella.
Se aclaró la garganta.
—Los guardas no están es su puesto, pero Twyla no puede mantenerlos alejados durante mucho tiempo. Será mejor que se marchen.
Empujé la verja y Link y Liv me siguieron.
Voy a buscarte, L, tanto si te gusta como si no.