A la mañana siguiente nos encontramos todos en el desayuno, en una pastelería no muy lejos de la casa, La Exquisita. Nos sentamos cerca de las grandes ventanas y disfrutamos del panorama maravilloso. La luz se refleja en las casas blanquísimas, que parecen brillar con luz propia. Pedimos un poco de todo, naturalmente siguiendo las indicaciones de Elena: tortas vejeriegas, pan durito, y sobre todo camiones, unos dulces de hojaldre rellenos de crema, los cuales tampoco tienen nada que envidiar a nuestros queridos maritozzi.
A pesar del vocerío de los clientes, reconozco la canción que oímos durante el viaje de ida, Pokito a poko, de Chambao, que habla de lo importante que es encontrar tu propio camino para crecer, no caminar solo por caminar. «Que tus ojos son mis ojos, que tu piel es mi piel…» Se lo digo a María, señalando tontamente hacia el techo, como si el sonido procediera de la gran lámpara que ilumina la sala. Pero ella lo entiende, hace un gesto de asentimiento y me quita una miga de pan tostado de la camiseta. Tengo amigos de verdad y una persona importante a mi lado, me siento afortunado.
—¿Quién quiere un capuchino?
Todos levantamos la mano, también María, de modo que Gio recoge los capuchinos y los trae a la mesa. María coge la jarra y me vierte un poco de zumo en el vaso, después me sonríe y me toca la mano haciéndome una caricia. Yo doy un sorbo a mi capuchino, me seco los labios con una servilleta y me acerco a ella para darle un beso. María sonríe, me coloca una mano sobre el hombro y pone los labios en los míos. Son suaves, frescos, y como un bobo me da por catar ese beso. Y así le muerdo el labio inferior, lo succiono, y a ella le dan ganas de reír, se aparta de mi boca pero luego se toca con el dedo ahí, donde acabo de morderla. Me dice algo que no entiendo pero luego me coge la cabeza entre las manos y me besa convencida. En la villa de enfrente, entreveo a una pareja mayor, con bata de florecitas ella, camiseta y pantalón corto él, que nos observan enternecidos. Han decidido igual que nosotros desayunar al aire libre. Están en excelente forma, comen, hablan, nos saludan con la mano. Respondemos cordiales. Ella se ríe y se tapa la boca con los dedos, él insiste para que pruebe una rodaja de melón. Cómo me gustaría que María y yo llegáramos a ser así, como esa pareja de ancianos, con el pelo blanco y una carcajada que intercambiar por la mañana. Miro a María, corta trocitos de mantequilla y los pone encima de las tostadas. Está concentrada en esa operación y lo hace con delicadeza porque no quiere romper el pan medio ennegrecido. Y yo pienso que me gustaría verla todas las mañanas, y dentro de exactamente cincuenta años me gustaría volver aquí y sentarme en esta mesa para desayunar con ella. Y tal vez ese día saludar con la mano a dos jóvenes en la casa de enfrente, que acaban de conocerse y tienen todo su amor por delante. María levanta los ojos, como si hubiera advertido la intensidad de mi mirada llena de proyectos y de esperanzas.
—¿Va todo bien? —me pregunta.
—Sí… —Y me pongo de nuevo a comer. Ella sonríe y da un mordisco a mi cruasán.
¿Va todo bien? No lo sé. No sé qué decidirás hacer con tu vida, María. Y, sobre todo, qué quieres hacer con nuestra vida. ¿Ha sido una noche? Una noche preciosa, pero ¿solo una noche? Las cosas bonitas necesitan tiempo. El tiempo sirve para demostrar a todos lo realmente bonitas que son. En efecto, mi padre y mi madre fueron y son algo bonito. Le sonrío mientras sigo comiendo. Y nosotros, tú y yo, ¿seremos algo bonito, María?
El viaje de regreso se me hace más corto que el de ida, no sé por qué, pero a veces el mismo trayecto parece tener un ritmo completamente distinto. Me habría gustado que hubiera durado el doble, porque he estado todo el tiempo abrazado a ella. Cuando llegamos frente a su casa, bajo con María, la ayudo a sacar su equipaje del maletero, y después les hago una señal a Gio y a Elena para que se vayan: me reuniré con ellos en el hotel. Me quedo solo delante de su casa y pienso en lo tristes que son las despedidas.
—Mañana por la noche regreso a Roma, María, pero podría quedarme un poco más de tiempo, todo depende de ti… —le digo despacio, para hacerle comprender el italiano.
Veo que quiere responder, pero la detengo.
—No digas nada ahora, piénsalo. Te esperaré hasta mañana por la mañana a las nueve en mi hotel.
Le doy la tarjeta.
—Después iré a Madrid y desde allí a Roma.
—Yo…
—Chist.
Ella asiente, le cojo la mano y se la beso reteniéndola en mis labios durante un tiempo infinito. Luego me vuelvo y me voy sin decir nada, pero con la esperanza de volver a verla pronto.
Cuando llego al hotel, Elena y Gio me informan de que han decidido ir a cenar a un sitio muy bonito, del que la guía habla muy bien, e insisten para que vaya con ellos.
—No, gracias, id vosotros, en serio, no hay problema. Solo una cosa… —Levanto el índice—. Gio, ¿puedes venir un segundo?, tengo que pedirte una cosa.
Y él le sonríe a Elena, se disculpa y se reúne conmigo.
—Qué bien se os ve juntos.
Mi amigo me mira con curiosidad.
—Gracias, pero ¿era eso lo que querías decirme?
—No… —Me quedo un momento en silencio—. Verás, quería saber: ¿qué escribiste en aquella nota? A lo mejor a mí también me trae suerte. Ahora ya puedes decírmelo.
Gio asiente.
—Le escribí: «¿En serio renuncias al amor?».
—Pero ¿te referías al amor entre María y yo o era al vuestro?
Entonces Gio me mira y sonríe, y sin decirme nada regresa con ella.
Los miro mientras salen. Me alegro por ellos.
Más tarde ceno solo en el restaurante del hotel, pido un bistec con un plato de patatas, pero no toco nada, tengo el estómago cerrado. Ni siquiera están los dos abuelitos teleadictos haciéndome compañía. Se habrán ido. Y, sin embargo, esta noche les cedería el mando a distancia y quizá me tumbaría entre los dos para aturdirme con uno de esos programas inquietantes. «Pesadilla en la cocina sin María» o «Busco casa desesperadamente… con María», ésos son los títulos que llego a imaginarme. Decido ir a dar un breve paseo por los alrededores. Al final subo a mi habitación.
Me bebo una cerveza y también me soplo un botellín de ron que cojo del minibar con la esperanza de que todo este alcohol me dé sueño. Pongo el despertador a las siete, con la tonta ilusión de poder dormir toda la noche. Sin embargo, doy vueltas en la cama, enciendo la luz, la apago, voy al baño, apago de nuevo la luz, miro el despertador; derrotado, pongo la tele, paso de un canal a otro. Encuentro una reposición de un partido de fútbol, Barça-Real Madrid, que al principio me divierte, pero al final acaba por aburrirme también. Entonces la apago y cojo un libro que me he traído y que todavía no he empezado a leer, La verdad sobre el caso Harry Quebert. He visto que últimamente en el quiosco lo pedía mucha gente. Lo abro por una página al azar:
—Marcus, ¿sabe cuál es el único modo de medir cuánto se ama a alguien?
—No.
—Perdiendo a esa persona.
No necesitaba ese consejo, Harry. Lo sé por mí mismo y no quiero perderla de nuevo.
Está amaneciendo cuando decido darme una ducha, luego me visto con calma, quito el despertador antes de que suene dentro de un rato y bajo a desayunar. Han abierto hace poco y naturalmente soy el primero. Tomo un poco de café y un cruasán. Hojeo un periódico que he encontrado sobre la mesa para pasar el tiempo.
Cuando salgo ya son las ocho. Falta una hora, después me iré hacia el aeropuerto. Casi puedo oír el paso apremiante de los segundos combinado con el latido de mi corazón, una especie de condena de la que no se puede huir. Me siento en el banco de fuera. Veo pasar los coches, gente que llega al hotel, gente que se va. Un señor hace footing, otro ha sacado a pasear al perro.
Todos vivimos los mismos minutos, en el mismo lugar y, sin embargo, para cada uno se dilatan en desmesura o pasan en un santiamén, según cuál sea tu estado de ánimo. Y lo que esperes en ese momento de la vida.
Miro el reloj. Me parece que las agujas se han detenido y que lleve sentado ahí una eternidad: he nacido, he sido joven, he envejecido en este banco. Por otra parte, me gustaría quedarme hasta el infinito, tener todo el tiempo del mundo para esperar que todo sea aún posible. No es importante cuánto esperas, sino a quién esperas.
Miro a mi alrededor, hace un bonito día, pero no tan bonito porque no llega nadie.
Entonces me levanto, comprendo que se ha terminado, que todo lo que sucede dentro de mí no tiene nada que ver con lo que sucede a mi alrededor. El mundo y yo viajamos a velocidades diferentes. Pero no me da tiempo a volver a entrar en el hotel cuando oigo que me llaman.
—¡Nicco!
Me vuelvo, es María, que llega en bicicleta. La deja caer sobre el césped, luego corre hacia mí y me salta encima, me abraza, me da un beso precioso y después me dice medio en italiano:
—¿Puedes restare un poco más? Me gustaría molto.
Y yo respondo a su beso levantándola en el aire abrazada a mí y luego me río:
—¡Pues sí que hablas un poco de italiano!
Mete la mano en el bolso y saca un diccionario.
—Lo compré hace settimane. Tal vez en mi cuore yo también esperaba volver a verte.
Y volvemos a besarnos.
Hay algo que siempre me ha sorprendido de María. Cada vez creo acordarme de cómo es un beso suyo, pero cada vez consigue asombrarme. Siempre me parece nuevo, distinto de todo lo que me parecía conocer. Entonces intento retenerlo en mi mente, pero ya sé que el próximo me sorprenderá del mismo modo porque, es inevitable, será más bonito.
Puedes levantarte muy temprano por la mañana, pero tu destino siempre se levanta una hora antes que tú. Alguien dijo que la felicidad no existe, por tanto no nos queda más que intentar ser felices sin ella. Yo no sé cómo son las cosas en realidad, no sé si existe o no, solo sé que en este momento estoy loco de alegría y me gustaría detener las agujas de este reloj descontrolado, y que este instante de felicidad durase para siempre.