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«Amar significa no tener que decir nunca “lo siento”». Lo decían en una película, la preferida de mi madre: Love Story. Nunca lo había pensado antes. Recuerdo cuando Ali McGraw, la protagonista, pronuncia esa frase. Se pelea con su novio porque quiere que haga las paces con su padre, pero él no tiene ninguna intención de hacerlo. «¡Desaparece de mi vida!», le grita con rabia. Ella se va corriendo. Ryan O’Neal la busca por todas partes, durante todo el día, corre al conservatorio, abre todas las aulas, pero nada. La encuentra llorando en los escalones de su casa entrada la noche. «Lo siento», murmura Oliver, así se llamaba el personaje de O’Neal. Y ella contesta: «Amar significa no tener que decir nunca “lo siento”».

Una noche hablé de ello con Alessia, sobre esa frase, me contestó que no entendía bien el sentido, nunca había visto la película, y que yo era un «antiguo» apasionándome por esas cosas: «¡Pero si ni siquiera mi abuelo se acuerda de ella!».

La primera vez que la vi, un domingo de esos que te pasas la tarde delante de la tele, lloré como un niño. Y cuando mis hermanas volvieron y me encontraron con los lagrimones, me avergoncé tanto que dije que había estado en el balcón fumando bajo la lluvia y se me había mojado la cara. La clásica excusa tonta de esos tiempos.

Y ahora me gustaría llorar como una fuente, como una cascada, porque yo también he perdido a mi amor. No se la ha llevado una enfermedad, sino un figurín de gimnasio criado a base de chuletón y judías con la cara de Big Jim. Marcos, él es la parte menos romántica de esta historia. Todavía me vienen a la cabeza sus pies kilométricos, que sobresalían de sus vaqueros en el mercado. Pero ¿puede alguien enamorarse de un tipo que calza un cuarenta y nueve?

Ahora miro mis zapatillas, me he abandonado en la cama sin siquiera quitármelas. Están manchadas de tierra después de la excursión por el parque. Pienso que me han traído hasta aquí lleno de esperanzas. Mientras que ahora solo me queda alguna salpicadura de barro que hay que quitar. Para borrarlo todo, solo tendré que lavarlas. Tal vez sea así con la suela de las Nike, pero ¿y con mi corazón?

Intento distraerme. Y los ojos van a parar al sombrero de cowboy que está encima del armario, iluminado en la semioscuridad por la luz que procede del patio. Ni siquiera puedo ponérmelo y dar una vuelta gloriosa por la casa, como los héroes de los westerns. No, en este caso soy yo el derrotado, soy el jefe indio expropiado y humillado. Ya de pequeño tomaba partido por ellos: ¿puede ser que siempre haya estado en el bando equivocado? Mi pequeña india conquistada por otros. ¿Tal vez no he luchado lo suficiente por conseguirla?

Doy un golpecito a la pared sobre mi cabeza para tantear su consistencia; me engaño a mí mismo fingiendo que es eso. En realidad, es un último intento para llamar la atención de María, que está en la habitación adyacente a la mía, para pedirle que lo piense, que me dé otra oportunidad. No llega respuesta y entonces me ilusiono imaginando que la pared es demasiado gruesa y no lo ha oído.

Me incorporo y me siento en la cama, con las piernas colgando. Después me decido. Con la furia de mil toros, no puedo rendirme.

Un segundo después estoy delante de la puerta de Elena llamando como un loco.

—¡Elena, Gio…! ¿Estáis ahí?

Se abre la puerta de la habitación del fondo y aparece Elena con los cabellos revueltos. Me sonríe, maliciosa.

—Estábamos… charlando —dice a continuación como para justificarse.

Por suerte, he llegado a tiempo, antes de que estuvieran en… mitad de la conversación.

—Te lo ruego, te necesito, tienes que hacerme un favor, solo tú puedes ayudarme. —La cojo de la mano. Entonces vislumbro a Gio, que me mira desde la cama frunciendo la frente. Por suerte todavía está vestido. Me disculpo—: Gio, te la devuelvo enseguida. ¡La necesito dos minutos, solo dos, te lo juro!

Salgo de su habitación arrastrando a Elena descalza conmigo y, con el rabillo del ojo, veo que Gio nos sigue hasta la puerta para quedarse plantado allí, con las manos en las caderas, negando con la cabeza como diciendo: «¿Te parece que es el momento?».

—Bueno, aquí estamos… —digo yo. Me he parado delante de la habitación de María. Llamo y Elena me mira desorientada.

—Pero ¿qué tengo que hacer?

—Traducirle mi amor. Te lo ruego. ¡Oh, no te equivoques! De lo contrario, habremos fracasado los dos… —Sé que pulsar la tecla de la eficiencia es la carta ganadora con Elena.

Oigo los pasos sigilosos avanzando por encima de las tablas de madera, que crujen un poco. Un segundo después, María abre la puerta y se queda sorprendida al vernos allí a los dos.

—Espera, María, no hables.

Y Elena traduce perfectamente. Después me mira, esperando que yo continúe, cosa que hago sin tomar aliento. He estado callado demasiado tiempo con las personas a las que quería, acumulando demasiados pesares. No quiero tener que seguir tirándome de los pelos.

—Tengo que decirte toda la verdad. —Inspiro profundamente y arranco como un tren—: Desde que te fuiste no he hecho otra cosa que pensar en ti y he comprendido en lo que te has convertido para mí, y me he comido el coco día y noche sobre lo que no te dije. —Espero a que Elena traduzca. En un momento dado se para, frunce la frente:

—¿«Comido el coco»?

Gio, que se ha quedado cerca de la puerta para no dejarse ver, sugiere en voz baja:

—Sí, bueno, se ha quedado pillado.

Pero «quedarse pillado» todavía es más difícil de traducir para Elena, de modo que intento facilitarle las cosas.

—Reflexionado. He reflexionado mucho.

Mi intérprete asiente y sigue traduciendo, muy profesional. En cuanto acaba, me mira impaciente, como si estuviera esperando la segunda parte de esta comedia sentimental, ahora ya completamente implicada en la historia. Mejor dicho, digamos que la mitad la ha escrito ella. Entonces prosigo con más ímpetu que un toro:

—Te conocí en un momento difícil de mi vida y casi no hablo español. Pero cada vez que he encontrado tu mirada, he comprendido que no necesitaba palabras. Día tras día, en Roma me fui enamorando de ti, de tu sencillez, de tu sonrisa, de tus atenciones, de tu generosidad, de tu belleza, de cómo tú, incluso llevando puesta una camiseta blanca, eras la mujer más elegante del mundo… Y no digamos sin ella. —Elena se echa a reír, también María, que está ligeramente conmovida—. Pero eso son solo detalles, pequeñas cosas, respecto a lo que de verdad sentí en mi corazón.

Entonces me paro un momento para recobrar el aliento, para ver qué efecto está causando todo esto en María, y su sonrisa me anima. Elena acaba de nuevo de traducir y me mira cada vez más curiosa.

—Bueno, sigue, yo también quiero enterarme.

Le sonrío.

—Gracias —digo, y continúo—: Nos hemos dicho muchas cosas, tú en español y yo en italiano, y a pesar de que no las hemos entendido, estoy seguro de que eran las adecuadas, las que queríamos decir y que nos dijeran. Fui a Madrid, después a Hondarribia, y luego he venido a Vejer… He viajado a España por ti…

Hablo tan deprisa que a Elena le cuesta seguirme, pero veo que se esfuerza al máximo, no creo que esté acostumbrada a perder. Le cuento toda la verdad, desde el momento en que no la encontré en el hotel de Roma, la dirección falsa del portero; le hablo de Venanzio, que nos ayudó, de Elena, sin la cual no habría llegado hasta ella. De cuando la vi en el mercado con ese tipo y de cuando nos hicimos pasar por autoestopistas.

Elena intenta introducirse en la conversación con sus explicaciones, no quiere pasar por una embaucadora. Levanta un dedo para pedir la palabra, me interrumpe.

—Lo he hecho por amor —dice. Y Gio, pegado a la pared, sonríe victorioso, ahora ya convencido de que Elena aceptó hacer el montaje del anuncio y todo lo demás porque estaba completamente loca por él, desde el primer instante en que lo vio—. Calculé las posibilidades que teníais. No podía dejar que este amor fracasara —explica mejor. Luego me hace una señal para que continúe.

—Claro, puedo parecerte ridículo, pero he puesto en marcha todo este montaje sobre todo porque quería disponer de tiempo, ese tiempo que me faltó en Roma para decirte que… eres tú. —Y me quedo un instante en silencio. María tiene los ojos brillantes—. Tú eres la persona que esperaba, tú eres la chica que siempre quise, tú eres quien me ha hecho cruzar el mar, venir a otro país sin ninguna seguridad de encontrarte, como si fuera la cosa más sencilla del mundo…

Entonces me meto la mano en el bolsillo y saco la pequeña piedra con forma de corazón.

—¿La recuerdas? Te la olvidaste en Roma… Mi corazón, en cambio, te lo llevaste contigo.

María me sonríe y coge con las dos manos la pequeña piedra que le regalé cuando fuimos de excursión a las Grotte di Nerone, en Anzio. La mira como si fuera un diamante que hubiera perdido y buscado durante mucho tiempo, lo más precioso del mundo.

Luego responde y esta vez Elena traduce para mí:

—Qué alegría volver a tener tu regalo… No sabes lo feliz que soy. La metí en el cajón y no me acordé hasta que ya estuve en el avión. Pensé que no volvería a verla, al igual que lo pensé de ti. Creí que solo habías estado divirtiéndote conmigo, que estuvimos a gusto pero que volverías con tu novia, por la que sufrías tanto.

La interrumpo:

—¡Fui un estúpido, tienes razón! No supe hasta que no te encontré en el hotel que te echaba de menos como el aire, que mi instante de felicidad eres tú. Y me gustaría que lo fueras para siempre…

María no puede contener las lágrimas y esconde el rostro en mi pecho. Llora y lloro yo también, y nos besamos, y nos abrazamos, y cuando exhaustos por esos sollozos de amor nos separamos, nos damos cuenta de que Elena ya no está. Nuestra cupido ha lanzado la flecha y se ha escondido. También Gio ha desaparecido. Y por un instante creo que los he soñado. Miramos a nuestro alrededor y nos dan ganas de reír porque no podemos entender cómo han podido esfumarse en un santiamén.

Entonces María me coge de la mano y a continuación entramos en su habitación. Y ya sé que ésta será una noche que no olvidaré nunca, que formará parte de mi vida independientemente de cómo acabe todo. Y no es por cómo besas a esa persona o haces el amor con ella, no es solo por el placer físico, sino que es por esa sensación única que en un momento te hace comprender realmente lo que es el amor. Sí, eres tan feliz, estás tan contento, satisfecho, saciado, realizado…, pero en realidad ninguna de esas palabras consigue expresar lo que sientes de verdad. Y entonces creo que lo mejor será que me detenga aquí, porque no creo que se hayan inventado palabras y adjetivos suficientemente acertados y bonitos todavía para poder contener, o al menos intentar explicar, este instante, mi instante de felicidad.