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Cuando regresamos a la casa, debemos de parecer esas parejas que están de vacaciones, cogidos de la mano, caminando lentamente en silencio, y de vez en cuando murmurando algo como: «¿Has visto la luna?», o «Cuántas estrellas hay esta noche…» o «Qué velada tan fantástica».

Y yo no soy menos.

—Me gustaría que esta noche no terminara nunca —digo.

Y la estrecho con fuerza y María sonríe y seguimos caminando abrazados, sin hablar, y me gustaría no soltarla nunca. Es como si me recorriera un estremecimiento continuo, que un fuego perenne ardiera en mi interior: no pensaba sentir algo tan intenso por ella. ¿No será María solo una fantasía mía, una ilusión?, se me ocurre pensar. A veces proyectamos en la persona que estamos convencidos de amar en ese momento el deseo de lo que llevamos toda la vida buscando, el amor que nos gustaría encontrar. Y mientras camino, respiro entre sus cabellos, huelo su perfume, el sabor de toda ella. No, es real, es todo lo que estoy viviendo, es la felicidad que siento, es la belleza de este momento.

Elena nos llama al orden:

—Bueno, hemos llegado…

«¡Muuu, muuu!», nos muge el loro románticamente; parece que quiera traernos a la realidad a toda costa. Nos echamos a reír, porque la historia de este loro es increíble, al igual que lo ha sido todo este día.

Entramos primero nosotros, Gio y Elena nos siguen y se detienen a nuestra espalda, sus habitaciones están antes que las nuestras. Nos despedimos de manera afectuosa, pero al mismo tiempo nos cuesta esconder cierta incomodidad, un infantil sentimiento de vergüenza. Los dejamos allí y entramos en la cocina a tomar un vaso de agua. En realidad no tengo sed, solo quiero ganar un poco de tiempo e intentar aplacar la incomodidad que me crece por dentro.

Cuando volvemos al pasillo, Elena y Gio han desaparecido. ¿Habrán ido a la habitación de Gio? ¿De Elena? ¿Cada uno a la suya? Quién sabe si dormirán juntos. María me mira sin hablar, pero ha pensado lo mismo. Me sonríe, luego nos paramos frente a su puerta.

—Ha sido una tarde estupenda… —le digo en español, seguro de decir algo mal.

Sin embargo, no me da tiempo a acabar la frase cuando María me abraza y se hunde en mi pecho, esconde el rostro y luego se vuelve hacia un lado. Yo me quedo con los brazos abiertos, no sé qué hacer. Entonces le acaricio el pelo y veo que ella se lleva la mano a la boca, se muerde una uña, y en ese gesto adivino toda su inseguridad, sus miedos, su indecisión.

—María… —Le levanto el rostro poco a poco, con delicadeza, hacia mí. Ahora sus ojos grandes me miran fijamente. La luz de la luna solo deja entrever una pequeña parte de su piel tan blanca, fuera de la sombra del cabello—. María…

La sujeto delicadamente entre las manos como un diamante robado, tan precioso, tan raro. Observo embelesado cada uno de sus mínimos reflejos. La luz de sus ojos, el color de su boca, la piel delicada de su rostro en la penumbra de esta noche, nuestra noche. Ojalá sea de verdad nuestra, al igual que tiene que serlo cada día. «Cada día es tuyo». Como las ganas de dar un sentido a cada instante de nuestra vida, para que nada se pierda ni se malgaste, para que todo pueda ser lo más bello posible, como brotes recogidos al alba y conservados al fresco, como luciérnagas que se cogen en una noche de mediados de verano y se guardan allí, en esa antigua lámpara para dar luz a momentos como éste, a esta noche mágica. Y poco a poco nos acercamos y nos quedamos a un milímetro de todo. Con nuestras bocas abiertas, respirándose, llenándose el alma, el corazón, hablando de amor en silencio, nutriéndose de mordiscos imaginarios, porque se avergüenzan, porque todavía no han tenido el valor de rendirse. Y, sin embargo, me parece todo tan increíblemente claro…, ¿o solo lo estoy soñando?

Y entonces, de repente, cedo ante ese juego de respirarse encima, de rozarse los labios. Me derrumbo y la estrecho en mis brazos y la beso, al principio con delicadeza, después con furia, con deseo, con hambre, como si pudiera tranquilizarla, apartar cualquier duda, cualquier mínima incerteza, establecer ahora y para siempre que es así y ya está, y que lo será hasta el infinito, o al menos mañana y pasado mañana aún, y todos los días que sigan, por mucho tiempo, porque ahora no me es posible imaginar un final. Y luego, de repente, sucede. Siento que se pone rígida entre mis brazos, su boca se aparta, y ella se queda así, con los ojos cerrados.

Y todo cambia.

Aquella pasión que antes parecía serlo todo ahora se diría que es casi ridícula, tonta, estridente, fuera de lugar. Entonces María se separa de mí y cuando vuelvo a abrir los ojos me parece como si de repente se hubiera hecho de día y hubiéramos sido arrancados de un sueño precioso. Estamos despiertos, trágicamente lúcidos. ¿Adónde ha ido a parar la magia de hace un momento? Es como si las estrellas se hubieran retirado, la luna simplemente estuviera cubierta y todas las aspas de esos molinos, por una desconocida, dramática broma, de repente se hubieran parado. Silencio. María también abre los ojos y me mira.

—No puedo más.

Y me da un beso ligero en la mejilla, luego se vuelve sin añadir nada y llega a la puerta de su habitación. Abre el pequeño bolso. Miro su mano, que rebusca nerviosa, y sé que cuando encuentre lo que busca ya no habrá ninguna posibilidad, ningún remedio. Pero ahora todavía podría dejarlo, no buscar más, quedarse inmóvil con la mano quieta en ese bolso. Después suspirar profundamente, volverse de golpe y, sonriendo, correr hacia mí y al final besarme. María niega con la cabeza.

—Qué estúpida, no hay llave, no estamos en un hotel.

Por un instante pienso que ha fingido confundirse solo para quedarse un momento más conmigo, que por eso se ha demorado buscando una llave que no existía. La llave de su corazón… Después empuja la manija hacia abajo y abre. En el umbral se filtra la luz verde de la lámpara del patio. Verde… Me hace gracia que María se vaya entre el verde, que mi historia con ella acabe con el color que debería ser el de la esperanza. María abre la puerta, entra en su habitación.

Después la cierra a su espalda. «No puedo más»… Menos mal que no ha dicho «Lo siento».