Elena detiene el coche en la plaza principal de Vejer. En el centro hay una bonita fuente de piedra, con unas tortugas de cerámica pintada, me entran ganas de darme un remojón porque aquí hace un calor impresionante. ¡Evidentemente, pasar de la brisa del norte al bochorno del sur en un mismo día es un buen récord!
Gio baja del coche y empieza a desentumecerse.
—¡Por fin, ya estamos aquí de verdad! ¡No veía la hora de llegar! —comenta mi amigo, recorriendo el lugar con la mirada.
La plaza está rodeada por unas palmeras altísimas y a su alrededor se asoman multitud de casas, todas blancas. El pueblo se extiende hacia arriba a través de callejuelas estrechísimas que desde aquí solo podemos intuir.
—Ésta es la plaza de los Pescaditos —dice Elena con entusiasmo—. Venid, venid.
—A mí me parece que el hotel está hacia el otro lado —dice Gio mientras no deja de darle vueltas al móvil para ver en qué punto estamos en el mapa del navegador.
Elena, nuestra chófer-organizadora, nos hace señales para que la sigamos.
En una cancela, debajo de un arco en penumbra, aparece un hombre que nos mira con el ceño fruncido: es un señor muy mayor que parece no haber salido nunca de este lugar. No muy alto, corpulento y con los cabellos todavía oscuros, los pómulos sobresalen en el rostro marcado por el tiempo. Me parece que en su época era un gran torero. A su espalda hay un loro que emite un extraño sonido.
—¿Es usted el señor Manolo? —pregunta Elena. El hombre asiente.
María, Gio y yo intercambiamos una mirada, desorientados: ¿cómo es posible que lo conozca?
Elena le estrecha la mano y nos explica que, en vista de todas las historias que hemos hecho con la asignación de las habitaciones, ha pensado en alquilar una casita con patio, muy típica de la zona, y anular la reserva que teníamos. El patio está lleno de plantas de todas clases, y en las paredes hay unas preciosas baldosas de estilo árabe y unas placas que parecen mostrar los premios que ha recibido el señor Manolo. La zona es tranquila y tiene todo el espacio que necesitamos. Y una atmósfera característica que enseguida respiramos sin falta, mientras el propietario, esquivo, nos dice que entremos el equipaje.
Cumplimos órdenes como soldados, primero bajo el mando de la generala Elena y ahora también del dueño de la casa.
El señor Manolo nos hace pasar a una gran sala, donde destaca en el centro de la pared principal una gran cabeza de toro. Gio no se lo cree, se acerca para tocarla.
—Pero ¿es de verdad?
Manolo le dirige una mirada siniestra pero no responde; no se sabe si es porque la cabeza es auténtica y no hacía falta ponerlo en duda o porque nunca habría puesto en su casa una cabeza de toro. No ahondamos en el tema. Toma nuestros datos: desde que hemos llegado a España nos hemos convertido en «Nicolo» y mi amigo «Guío». Manolo pronuncia mal nuestros nombres como todos los demás, pero no me atrevo a corregirlo. Después nos muestra la villa: tiene cuatro dormitorios, dos baños completamente recubiertos de cerámica, una cocina de un estilo claramente tradicional pero con todas las comodidades y un precioso patio donde además encontramos lo necesario para hacer una barbacoa. Nos pide que tengamos cuidado si encendemos fuego y que no molestemos a los vecinos. Asiento, aunque ya sé que no tendremos tiempo de ponernos a asar salchichas, si bien sería la guinda de estas inolvidables vacaciones, parecidas a unas muñecas rusas: de Madrid a Hondarribia, ahora de Hondarribia a Vejer de la Frontera, frente a Marruecos.
Nunca me habría imaginado que iba a ser una aventura dentro de otra.
Sin embargo, nada en comparación con las que debe de haber vivido este señor orgulloso y severo, con el rostro cubierto de arrugas que se cruzan dibujando quién sabe cuántas historias. Seguro que podría contar muchas, me apostaría algo, si no fuera porque parece de pocas palabras. Nos entrega dos juegos de llaves, nos informa de que en la nevera hay huevos y jamón y que si necesitamos algo él vive a pocos metros de distancia. En cualquier caso, volverá antes de que nos vayamos.
Cuando se dispone a salir de la casa, el loro empieza a hacer un extraño sonido: «¡Muuu, muuu!». El hombre explica que antes tenían un toro en la parte de atrás del jardín, Portentoso, y el loro aprendió a repetir su mugido: «Muuu, muuu». Luego Portentoso murió. Manolo se encoge de hombros y, sin añadir nada más, se marcha.
Nos quedamos observándolo fascinados mientras dobla la esquina y desaparece por las estrechas callejuelas. Gio espera a que desaparezca, después señala la entrada a nuestra espalda, indeciso.
—El que está colgado en el comedor no será Portentoso, ¿verdad?
Elena lo empuja hacia adentro, riendo.
—Déjalo, si se lo dices a Manolo hará que termines como él.
—¡Elena, esta sorpresa de la casa es realmente una pasada! —la felicito sin apartar los ojos de las paredes llenas de marcos desde los que nos observan hombres y mujeres en blanco y negro, de las butacas antiguas, de las lámparas recargadas y de las baldosas inconexas de dibujos geométricos.
—¡Sí, una idea maravillosa! —concuerda María, entusiasmada.
Y, a continuación, «Muuu, muuu», repite desde fuera nuestro loro de guardia. Todos nos echamos a reír y nos miramos.
—¿Cómo nos repartimos las habitaciones? —pregunta Elena.
—Quien llegue primero —propone Gio, que sale flechado por el pasillo mientras nosotros corremos detrás como rayos, gritando «¡Mía!», como si fuéramos niños.
Me toca una habitación bastante espaciosa, con una bonita colcha roja adamascada, una ducha privada, un sombrero de cowboy encima del armario y un póster vintage de una corrida de toros. ¿Será un toque folclórico o el recuerdo vivo de las batallas en la arena? Lucho contra mi voluntad por no tirarme de cabeza en la cama, con el riesgo de dormir hasta mañana por la mañana: el viaje ha sido largo. Estamos cansados, hemos viajado mucho y nos hemos levantado temprano, pero las ganas de verla es como tomar mil cafés. Sobre el escritorio están esparcidos una docena de folletos turísticos que promocionan las atracciones turísticas de Vejer. Me estoy desnudando para meterme bajo la ducha cuando llaman a mi puerta. Me pongo torpemente el albornoz mientras voy a abrir. Por un instante espero que pueda ser ella: se ha decidido, me ha elegido, quiere decírmelo enseguida.
Abro, pero por desgracia frente a mí está Gio, mejor dicho, Guío.
Está nervioso como si tuviera un toro pisándole los talones.
—¿Qué ocurre? ¡¿Qué has hecho esta vez?!
—Nada, me he perdido…
Lo miro como si estuviera chiflado.
—Pero si hay cuatro habitaciones en total. No hace falta estudiar una carrera…
—¡No me has entendido! ¡He perdido mi seguridad!
—Pero ¿qué dices? ¿Te has vuelto loco?
Gio se pasa la mano por la cara como para quitarse una telaraña. Suspira, se sienta en el borde de la cama.
—Te lo juro, no sé lo que me está pasando, ya no sé quién soy… Para mí que esa historia que me contaste sobre ti y Carlotta, que no pasó nada durante semanas…, ¡pues que me ha condicionado!
—¡Ya verás como al final será culpa mía! ¡Venga ya, por favor…! Te he visto antes, en el coche, intentándolo con Elena, la mano en el muslo…, ¡parecías bobo!
—No lo parecía…, ¡lo era! ¡¿Lo ves como tú también te has dado cuenta?!
—Mira, es evidente que tu estrategia con ella marcha muy bien, solo tienes que intentar no precipitarte, escoger el momento adecuado… Yo sí que tengo problemas. María sale con ese pedazo de carne, vuelven a ser novios después de que lo habían dejado, cuando regresó a Hondarribia, tal vez como reacción… Me parece que esta vez sí que se ha terminado.
—Ya veo, lo siento, de verdad… —dice él, evasivo, pero al cabo de dos segundos empieza de nuevo—: Pero, dime la verdad…, ¿tú cómo actuarías en mi lugar? ¿Qué harías?
—¿Es que no escuchas? ¡A mí qué me importa! —Lo cojo y lo empujo hacia la puerta—. Puedes darte una ducha, una buena ducha fría, así te aclararás las ideas; por otra parte, estamos muy cerca del mar, así que agua seguro que no te faltará… —Y lo echo de la habitación.
Al cabo de un rato intento hacer balance de la situación mientras me enjabono con el gel de baño que he comprado a propósito para venir aquí, en vista de que en el hotel de Hondarribia Gio había acabado con todo lo que llegaba a sus manos. Por unos instantes pienso en la posibilidad de no presentarme a la cita que tenemos dentro de un rato, y que tal vez les haría un favor a todos si no volviera a aparecer… Sin embargo, a la hora exacta soy el primero en llegar al salón, delante de la cabeza de toro. Al cabo de un momento aparecen María y Elena, y por último Gio.
Elena nos muestra un trozo de papel:
—Eh, lo he organizado todo. Echad un vistazo… ¿Os fiáis? —Casi parece una provocación: hasta ahora lo ha decidido y lo ha hecho todo a la perfección, no hay nada que objetar.
Gio la mira divertido.
—¡Pues entonces, venga, vámonos!
La primera parada la hacemos poco después, a unos diez minutos de Vejer: el paraje de Santa Lucía.
—Esto es una pasada… Venid, venid —dice Elena con su habitual entusiasmo, indicándonos la entrada del parque.
Nos adentramos en la espesa vegetación mientras por encima de nosotros se recorta un alto acueducto que parece muy antiguo, tal vez romano.
—Bueno, este lugar lo podríamos utilizar como escenario para la apertura, quedará muy bonito. El vestido blanco de la novia, el verde de la vegetación, y… —Contiene la respiración como si quisiera esconder un secreto mientras sigue caminando rápidamente— la cascada al fondo… —Elena aplaude con entusiasmo.
Es realmente un lugar espléndido, tan auténtico, sencillo y mágico al mismo tiempo. Luego Elena lee en su guía:
—«Santa Lucía fue declarado Monumento Natural por toda la riqueza de su paisaje. El acueducto es de origen romano, pero también tiene aportaciones árabes. En el siglo XV se construyeron siete molinos de agua, si bien en la actualidad solo se conservan cinco».
—¿Dónde están los molinos, Elena? No los veo —dice Gio.
—No son como los de viento, mira lo que pone en la guía: «El agua procedente de la fuente de La Muela era transportada a través de una sofisticada obra de ingeniería que aprovechaba los desniveles naturales del terreno».
Y así seguimos caminando por un sendero empinado y poco a poco el ruido del agua se hace todavía más fuerte. Por el camino encontramos varios molinos, construcciones antiguas pero bien conservadas y todavía perfectamente en funcionamiento, y durante todo el recorrido nos acompaña el ruido del agua de los riachuelos que pasan por al lado.
Cuando llegamos a la cima, al último molino, la panorámica es espléndida, desde aquí se domina todo el campo y se disfruta de una vista magnífica de Vejer, tan blanca a lo lejos.
—Allí está la sierra Granada, mira, Gio —dice Elena, antes de darse cuenta de que él se ha desplomado un poco más allá.
—¡Caminar, vale, pero así acabaréis conmigo, ¿eh?!
Elena se echa a reír y lo coge por debajo del brazo, y sigue hablando y hablando. Mientras María y yo miramos absortos el paisaje, una mariposa se posa entre sus cabellos. Teniendo cuidado de no hacer ruido, como en cámara lenta, cojo el móvil y le saco una foto. Y me quedo mirándola. Pero de repente la mariposa se va, ella me sonríe, me coge del brazo y seguimos caminando. Durante unos instantes apoya la cabeza en mi hombro, tal vez sin darse cuenta del dolor y la alegría que su gesto me provoca.
Gio me mira y sonríe, ha cambiado, ¡mérito del ammore! Dentro de poco me lo encontraré transformado en una criatura del bosque. Un pájaro enamorado. Como ese pavo real que hace años se decía que se había enamorado de un surtidor de gasolina en Inglaterra, y durante tres meses al año se quedaba allí clavado desplegando la cola delante de su amada. Parece que el surtidor hacía un ruido similar al reclamo de las hembras. Elena no se parece en nada a un poste de gasolina, pero emite bien su reclamo. Gio no le quita los ojos de encima. Y ella ahora no parece en absoluto molesta. Es más, incluso comienza a exhibir su plumaje, como un macho.
Empezamos a descender por un sendero distinto; si alguien nos viera en este momento pensaría que hemos bebido y fumado como locos, por lo contentos y embrujados que parecemos al mismo tiempo. Una especie de hijos de las flores cuarenta y pico años después. Solo nos falta que alguno se siente en el suelo con las piernas cruzadas y empiece a tocar la guitarra.
Cuando volvemos al coche estamos un poco cansados y aturdidos por tantas emociones, pero Elena es irrefrenable y enseguida retoma la hoja de ruta.
—Ahora iremos a ver la playa de El Palmar, otra localización perfecta para el anuncio.
Al cabo de unos minutos llegamos a una playa, una enorme extensión de arena de color dorado. La atmósfera es perfecta, el sol todavía calienta mientras va bajando. El mar está en calma y nos invita a zambullirnos, y comenzamos todos a correr como locos sobre la arena y a desnudarnos. Pero algo llama mi atención: la arena está llena de conchas, grandes, de colores y formas distintas.
María y yo empezamos a recogerlas, mientras Elena y Gio ya se han desnudado y se han zambullido en el agua ante las miradas curiosas y divertidas de los otros bañistas.
—Mira esta concha, ¿no te recuerda nada?
—Sí —me dice María con los ojos brillantes por la emoción. Entonces quizá sí que siente algo por mí. Y casi parece que esté a punto de besarme cuando Gio y Elena empiezan a llamarnos.
—¡El agua está buenísima, venga, venid con nosotros!
Y entonces nos quitamos la ropa y corremos nosotros también, felices, hacia nuestros compañeros de aventura.
Después de haber disfrutado un rato de ese sol de la tarde y de la playa, decidimos volver al pueblo a comer algo.
Vejer es un verdadero espectáculo, la luz roja del atardecer se refleja en las casas blancas con tanta intensidad que deslumbra.
—La guía dice que es la perla de la Costa de la Luz, ¿será por esta luz tan fuerte? ¿Tú qué opinas, Elena? —dice Gio. A estas alturas, si no tiene la aprobación de su amada, no mueve ni un dedo.
Después María me coge de la mano y empieza a arrastrarme.
—Venid, venid, si no me equivoco tendría que estar aquí atrás.
Caminamos por unas calles estrechas e irregulares, ascendiendo por cuestas empinadas y escaleras de piedra. El corazón me late con fuerza, quién iba a imaginar una aventura que te dejara sin aliento todo el tiempo…
—Tengo que llevarte allí, fui con mi padre cuando era pequeña. No te lo he dicho, Nicco, pero somos oriundos de aquí. No venimos muy a menudo, mi padre cortó los lazos con su pasado, pero yo les tengo cariño a estos lugares.
—Así pues, ¿no eres de Hondarribia? —digo fingiendo no saber lo que Elena leyó en su informe.
—Sí, nací allí, y mi madre también, pero mi padre es de aquí.
—Ah, ahora comprendo por qué eres tan guapa. Has cogido lo mejor del norte y del sur de España.
—Para ya, que me incomoda —dice poniéndose un poco colorada.
Dios mío, qué hermosa es cuando me mira desde abajo con sus pestañas espesas y larguísimas, con esa sonrisa espontánea, abierta a la vida, a los instantes de felicidad que podríamos vivir. Quién sabe si sucederá de verdad…
Y así, entre bromas y risas, llegamos al pequeño restaurante que ha elegido María, se llama Casa Varo. Se asoma a una callecita bastante empinada, y frente a nosotros hay un muro alto sobre el que caen enredaderas llenas de flores de colores. En la parte de arriba se entrevé la barandilla de un mirador que parece muy romántico. ¿Será ahí donde María y yo nos demos nuestro primer beso?
—¿Nos sentamos fuera?, ¿qué os parece? —dice Elena mientras ya empieza a inspeccionar la carta y a aconsejarnos platos—. Tenéis que probar sin falta la presa de cerdo, y el jamón, y el salmorejo y los pimientos de Padrón.
—«Unos pican y otros no» —dice enseguida María.
—¿Qué significa?, ¿que son picantes? —pregunta Gio, muy excitado, con las esperanzas puestas en las propiedades afrodisíacas de los platos.
—Ahora veréis —responde Elena guiñándole el ojo a María, que le sigue el juego—. Veamos si sois unos verdaderos hombres.
La situación se pone interesante, estas dos nos lo están poniendo difícil.
Gio me llama un momento aparte.
—Mira esto, a ver si vamos a quedar desplumados…
—Venga, no es tan caro, y por un día, tampoco hace falta que nos hartemos a comer… —le digo para zanjar la cuestión de buenas a primeras.
—De acuerdo. Y en una velada tan bonita como ésta, ¿no vas a pedir un buen vino?
—Lo pediré.
—Y luego, ¿qué haremos?
—Pagar.
—No, después iremos a lavar los platos, porque ya no nos queda ni un céntimo…
—Venga, si hace falta nos los llevamos a las cascadas de Santa Lucía y así acabaremos antes. Ya lo pensaremos luego. Ahora para.
Hablo cada vez en voz más baja. Por suerte, María y Elena están charlando de sus cosas y no se dan cuenta de esta discusión entre dos muertos de hambre que quieren hacerse los espléndidos.
—Gio, puede que ésta sea mi última noche, mañana María volverá a su vida y, si quiero verla, tendré que comprar una revista y mirar los anuncios de gafas…
—¡Vale, a por todas, y a la mierda el vino de la casa!
Gio le hace una señal al camarero. Cuando éste se acerca a nuestra mesa, se cree que es un gran latin lover.
—El mejor vino tinto, por favor… —pide.
El deseo se hace enseguida realidad. «Oloroso», pone en la etiqueta. Había oído hablar de los vinos de Andalucía, pero de éste nunca. Quién sabe, a lo mejor no es muy caro. Cuando nos descorchan la botella ante los ojos atónitos de Elena y María, mi amigo comenta con naturalidad:
—No pasa todos los días tener un espectáculo como éste al alcance de la mano…
Elena está de acuerdo.
—Es verdad, es un sitio maravilloso…
—En realidad hablaba de ti…
Cuando llegan los platos, empezamos a comer con ganas. Está todo riquísimo, la carne está muy tierna, el jamón se deshace en la boca, y los pimientos…
—¿Estáis preparados para probar los pimientos? Se dice que algunos pican y otros no, por tanto, lo haremos así: cogemos uno cada uno y probamos. ¿Quién quiere empezar?
Gio se lanza enseguida para demostrarle a su Elena de qué pasta está hecho. Lo muerde y…
—¡Caray, cómo pica! Oh, Dios mío, dadme un poco de agua, por favor.
Nos echamos todos a reír, pero entonces María se pone seria y me pasa uno.
—Vamos a ver lo que te reserva el destino —me dice mirándome fijamente a los ojos.
«Aunque pique, tengo que aguantar, tengo que aguantar», me repito. En cuanto me lo acerco a la lengua comprendo que picará, está muy fuerte, y cuando lo muerdo se me duerme toda la boca. Pero resisto.
—Ah, riquísimo —digo aguantando la respiración para no toser, de tal manera que me lloran los ojos y siento que tengo la cara en llamas.
—Venga, Nicco, no te hagas el duro, se nota que pica.
Estallamos en carcajadas de nuevo, y para que se nos pase bebemos mucho vino. Al final a Gio y a mí nos han tocado tres pimientos picantes a cada uno, mientras que a las chicas ni uno.
—Qué raro —dice Elena riendo—. Normalmente como mucho te encuentras uno que pique. ¡Esta vez la han tomado con vosotros, ¿eh?!
—Y vosotras, menuda suerte…, ¿habéis hecho un pacto con estos pimientos endiablados?
Y seguimos sonriendo y bebiendo. María y yo hablamos un montón, y estoy seguro de que a veces hay cosas que no las entendemos del todo…, pero la atmósfera es tan bonita y ligera que es uno de esos inexplicables momentos de felicidad.
Cuando acabamos de cenar, seguimos nuestra ruta turística y llegamos al mirador que se veía desde el restaurante, rodeado de palmeras que se recortan sobre una antigua iglesia de piedra de color ocre, desde el que se aprecia la extensión de casas blancas de Vejer.
Gio nos propone sacarnos una foto a María y a mí juntos para inmortalizar este momento, ella y yo abrazados, con las casas al fondo.
—¿No? Me encanta hacer estas cosas de postal —dice lanzando una mirada elocuente en dirección a Elena.
Nos miramos sonriendo, estamos de acuerdo. Elena hace una mueca.
Gio nos enfoca con su iPhone.
—Venga, sonreíd… Así, muy bien. —Y saca la foto—. Os hago otra a contraluz… —Y saca otra.
—Espera —se mete Elena quitándole el móvil de las manos—. La haremos con Instagram, quedan aún más bonitas…
Se ha rendido a hacer cosas turísticas, pero cuando hay que decidir algo, es ella, en cualquier caso, quien tiene la última palabra. A menudo incluso la primera.
—Pero sin Instagram también puedes cambiar luego la luz, filtrar la foto, quitar lo que no te guste… —protesta Gio.
—Con Instagram también puede hacerse y quedan todavía mejor…
Elena es un hueso duro de roer, puede que se deje poner la mano en el muslo, pero no se deja dominar. Y así empiezan a discutir mientras nosotros seguimos allí, posando, y yo los miro divertido. Luego María también se echa a reír y niega con la cabeza, pero Gio y Elena continúan como si nada, y yo creo que hasta una riña estúpida puede parecer una ópera lírica con María entre mis brazos.
Después del mirador, Elena nos lleva al castillo de Vejer, un edificio privado. Viene a abrirnos un empleado municipal que ella ha contactado a través de la agencia de publicidad. El señor nos cuenta enseguida que el ayuntamiento está intentando adquirir todo el complejo, que ha sido abandonado a consecuencia de una disputa entre los herederos. Al ayuntamiento le gustaría convertirlo en un centro cultural, donde los jóvenes de Vejer pudieran expresar libremente su vena artística. Yo me pierdo imaginando en qué podría convertirse este lugar misterioso lleno de encanto, animado por chicos de nuestra edad: bailes, música, teatro, cine. Sería realmente fantástico. ¡Cuántos amores podrían nacer entre estas paredes, cuántas cosas podrían contar estas salas tan antiguas a los jóvenes que las visitan!
Es una casa grande, a la que se accede a través de una empinada escalera de piedra y que nos esconde una sorpresa. Una serie de terrazas que se asoman a una increíble vista sobre el mar.
—Mirad, allí a lo lejos está Marruecos —nos dice Elena.
No sé si serán estas casas blancas, el cielo o la inmensidad del mar a lo lejos, pero siento que no podré olvidar estos momentos en toda mi vida.
María tiene un poco de miedo, le da vértigo, pero yo la tranquilizo, estoy aquí para estrecharle la mano.
Elena, naturalmente, continúa leyéndonos toda la historia de Vejer, con traducción simultánea. Mientras la escucho me pregunto si existe la aplicación «Elena» para el móvil.
—«Declarado Conjunto Histórico-Artístico en 1976 y ganador del Premio Nacional de Embellecimiento de los Pueblos en 1978, Vejer de la Frontera expresa todo su esplendor en la arquitectura popular araboandaluza».
Elena sigue hablándonos de la increíble belleza del lugar, y yo no puedo evitar abrazar a María. Ella me mira y de vez en cuando esboza esas sonrisas que son solo suyas.
—Desde aquí podéis ver el recinto amurallado y el casco antiguo, y allí está el castillo medieval, del siglo XI, el barrio judío y el arco de la Segur. Aquí también dice que no hay que perderse la iglesia del Divino Salvador y el santuario de Nuestra Señora de la Oliva, en cuyo altar se expone una imagen del siglo XVI. ¡Venga, tenemos que verlo todo, no podemos perder el tiempo!
Caminamos a paso ligero por las callejuelas estrechas, corriendo el riesgo de caernos de bruces en más de una ocasión; parecemos los protagonistas de un anuncio sobre la alegría de vivir, mientras nuestros pasos resuenan alegres sobre el empedrado.
La iglesia del Divino Salvador se nos presenta con toda su belleza, y el campanario de piedra impresiona bajo el cielo estrellado.
—Nicco, yo ni en Roma entro en las iglesias. ¿Me estaré convirtiendo de verdad al ammore? —me dice Gio intentando bajar la voz, pero Elena lo acalla enseguida.
—¿No ves que hay misa?
Muchas señoras están arrodilladas en los bancos de la iglesia, bastantes llevan velos negros en la cabeza y algunas se vuelven para mirarnos. Está claro que estamos fuera de lugar.
—Aquí, si no estamos callados, nos echarán a patadas.
Lo que más me impresiona es el blanco de las paredes, muy cuidadas, al igual que las de las casas del exterior, pero también el pavimento de rombos blancos y negros, peculiar para una iglesia. En cuanto salimos, enseguida nos echamos a reír, no podemos contener la alegría que llevamos dentro.
—Oh, esperemos que cuando seáis viejas no os pongáis vosotras también los velos y las faldas largas y negras —dice Gio dirigiéndose a Elena y a María.
—¿Por qué?, ¿crees que todavía seguiremos viéndonos? —pregunta Elena levantando una ceja.
María sonríe.
—Nicco se convertirá en un guapo viejecito apuesto y siempre amable, ¿no es cierto? —Y me mira a los ojos.
Yo, solo de pensar en nosotros dos pasando la vida juntos, me derrito como la nieve al sol.
—Sí, y Elena todavía será más hermosa, si es que eso es posible… —se apresura a decir Gio.
Elena, la hermética, se ruboriza. Esto ya parece un contrato matrimonial, para alguien que marca tanto las distancias como ella.
Luego reacciona rápidamente y contesta siguiendo su estilo:
—En cambio, tú, si no dejas de comer, te arriesgas a convertirte en un buda con coleta.
A Gio no le hace gracia, y entonces Elena lo coge del brazo y seguimos con nuestro recorrido turístico. Tengo que decir que todos los rincones de Vejer tienen algo especial, balcones, patios escondidos, pequeños recovecos donde sería bonito perderse y quedarnos solos, con sus ojos en los míos. Pero todavía no quiero arriesgarme, quizá María está pensando en su Marcos, justo ahora que mira pensativa hacia un pequeño balcón que parece tapiado.
—Sí, es éste, lo recuerdo —dice—. Es una historia muy curiosa: se dice que a principios de siglo había una chica guapísima en Vejer que se asomaba todas las noches a este balcón porque tenía ganas de salir, de divertirse, de encontrar a su amor, y entonces se escapaba con los chicos que la invitaban. Su padre, celoso, decidió hacer tapiar el balcón para tenerla toda para sí. ¿Lo veis?, está tapiado.
—Qué locura —digo yo.
—¿Y qué tiene de malo? Yo también haría lo mismo para defender a mi hija —interviene Gio.
—Pero ¿qué dices? ¡Entonces eres un machista, un… un bárbaro! —le espeta Elena, hecha una furia, mientras acelera el paso y se aleja de él.
—Que no, Elena, que era una broma, lo decía por decir. Para mí una mujer puede salir todas las noches si quiere. —Y la persigue, pero es difícil alcanzarla.
María y yo lo aprovechamos para quedarnos solos y caminamos lentamente, para conquistar paso a paso un poco de intimidad.
—¿Sabes?, es bonito pasear contigo, incluso sin hablar, cogiéndonos simplemente de la mano.
—Sí, a veces las palabras no son necesarias —me contesta María, estrechándome la mano con fuerza.
Cruzamos todo el pueblo y salimos a una gran explanada, frente a un molino de viento, el molino de San José. Gio y Elena aparecen un poco más allá, llegan y se sientan en un banco. Oigo sus voces a lo lejos.
Gio intenta abrir algún tema.
—Hemos pasado unos momentos realmente bonitos hoy…
—Sí. —Elena se queda un rato en silencio; entonces se vuelve hacia él—. Me ha gustado esa frase que has dicho antes.
—¿Cuál?
—Que no se ve todos los días un espectáculo como yo.
—Pues es verdad. —Gio está cortado, ya no sabe qué decir o hacer.
Se quedan así un instante en silencio, como suspendidos en la humedad, en el silencio de la noche. Entonces él saca su iPhone y lo levanta por encima de sus cabezas. En la pantalla se ve un ramito de muérdago.
—He leído en la guía que también aquí en España tenéis la costumbre de besaros debajo del muérdago; no querrás tentar la suerte, ¿verdad?
Elena se ríe.
—Yo creo en las tradiciones.
Y entonces se le acerca y finalmente se dan un beso. Y nosotros los vemos y permanecemos en silencio, no nos atrevemos a mirarlos, no sabemos hacia dónde volvernos. Después, al final, nuestras miradas se encuentran, nos sonreímos. María niega con la cabeza y habla lentamente para que pueda traducir sus palabras.
—Gio es siempre imprevisible. ¿Tú crees que al final acabarán juntos? No irá a llevarse a Elena a Italia, ¿no? Ella es fundamental para mi trabajo en la agencia… —dice, o al menos eso es lo que entiendo de su español.
—Tal vez lo haga, sería un final perfecto para una historia de amor, ¿no crees? —le contesto mirándola intensamente.
Ella baja los ojos.
—Sí, sería estupendo…
—¿Y si fuera yo quien se llevara a alguien conmigo a Italia?…
Nos quedamos mirándonos así, el uno frente al otro, estamos tan cerca que puedo percibir cada latido de su corazón, distinguir el pulso en su cuello, la tensión que hay entre nosotros. Entonces sonreímos sorprendidos cuando una farola se enciende de repente, y nuestros rostros se iluminan mientras nos rodea la noche.
Permanecemos así, con la nariz hacia arriba, apuntando al cielo. Entonces me vuelvo hacia María. Espío su rostro encantado por la atmósfera romántica, las luces de Vejer, encendidas. Ella se vuelve, le sonrío.
—No sé si realmente existe, pero si existe tú eres mi destino.
Y la atraigo hacia mí con dulzura, y María se deja llevar y cierra los ojos, y la abrazo y nos perdemos en ese beso, delicadamente mojado, blando, lento, lleno de pasión, de espera, y ahora de deseo y de sueño. Ese beso en el que yo ya no tenía esperanzas, ese beso tan inesperado para María. Y de vez en cuando abrimos los ojos y nos sonreímos, y empezamos a besarnos de nuevo, bajo los ojos de este pueblecito encantado, bajo la música que se pierde en el viento a lo lejos, acompañados por las aspas del molino de al lado que se mueven lentamente.
Y pienso en la belleza de ese beso. Es capaz de decirlo todo, todo lo que mil palabras no bastarían para decir. Un beso es la carta de amor más clara y más hermosa que pueda escribirse nunca…, pero ¿será suficiente?