Nuestro viaje continúa entre largos silencios y momentos de charlas intensas. Por la autopista pasamos Bilbao, Valladolid, Salamanca, mientras los temas musicales se suceden: Rosario, Alejandro Sanz, La Oreja de Van Gogh, Chambao, Estopa, Bunbury, Quique González. Y mientras suena la música yo miro por la ventanilla. Estoy sentado al lado de María López y estoy atravesando España. Sí, lo sé, no significa mucho, ella no me ha prometido nada, no la he besado y no hemos hecho el amor. Pero podría no haberla encontrado. Podría haberle dicho a Elena que a ella Vejer de la Frontera no le importaba nada, o podría haber decidido hacer el viaje acompañada por el pedazo de carne de Marcos, y nuestro plan habría fracasado miserablemente. En cambio, estoy aquí, con ella, sola, y por ahora eso es lo que más cuenta para mí.
Elena de repente anuncia:
—¡Tengo que llamar al hotel! Devo chiamare l’albergo! —y enseguida marca el número en el móvil. Habla en español, pero yo ya sé lo que está diciendo—: ¿Hola? Buenos días, soy Elena Rodríguez, sí, Rodríguez… Tengo una reserva en su hotel y quería preguntar si tienen otra habitación.
Gio levanta la mano y hace una señal para que coja dos: quién sabe cómo lo ha podido entender todo. Elena sonríe.
—Dos, quería decir dos más… —se corrige—. ¿Puede ser? Sí, espero, gracias… —Después baja el teléfono—. ¿Y sí solo tienen una? —le pregunta a Gio en italiano.
Él insiste:
—Dos.
Elena niega con la cabeza.
—Sí, ah… Gracias… Sí, a mi nombre…, ¡perfecto!
Cuelga el teléfono.
—Sí, tenían dos. Qué suerte, porque en esta época en Andalucía empieza a estar bastante lleno… No podíamos llegar corriendo el riesgo de que tú y Nicco no encontrarais ni un hueco para pasar la noche —añade en italiano, pero controlando la reacción de María por el retrovisor.
Ella y Gio se miran solo un instante, sonríen. Es una sonrisa de entendimiento y complicidad: en realidad, anoche Elena ya reservó cuatro habitaciones a su nombre. La noche anterior ya había quedado claro… Y lo de esta llamada era solo una farsa para que María no sospechara.
Gio enseguida intentó replicar:
—Bueno, a lo mejor María quiere que Nicco esté en su habitación…, y yo…
—No, en todo caso María y yo dormiremos juntas —rebatió Elena—. Aunque entonces le niegas cualquier posibilidad de éxito a Nicco…
Elena y sus teorías, Elena y sus cálculos, Elena y su organización. La idea del autoestop, de todos modos, no ha estado mal. Y ahora suena una canción preciosa de Chambao, Pokito a poko.
Miro de nuevo por la ventanilla: el paisaje cambia mientras nosotros avanzamos por la autopista; es variado, igual que en Italia. Lo que más me sorprende son las siluetas con forma de toro que se ven a lo largo del trayecto; Elena nos cuenta que al principio eran vallas publicitarias de la marca de coñac Osborne y que luego se convirtieron en un verdadero icono en el país.
Gio sigue el ritmo de la música con su mano sobre la pierna, de vez en cuando mira a Elena, completamente concentrada, en cambio, en la carretera. Luego, poco a poco, Gio extiende la mano hacia su rodilla, pero ella, sin siquiera mirarlo, le coge el brazo y se lo vuelve a poner sobre el muslo. Sin embargo, eso no basta para hacer que desista, lo conozco bien y, de hecho, ahí está, vuelve a mirar hacia adelante y como si nada, al cabo de unos segundos, sus dedos se posan mágicamente de nuevo sobre el muslo de Elena, justo cuando empieza a sonar una balada romántica: Me voy, de Julieta Venegas. Ella niega con la cabeza y vuelve a quitarle la mano. Gio la levanta enseguida y la mueve imitando el planear de una cometa sin aire que al final del vuelo describe una curva y aterriza dulcemente, pero sobre su propia pierna, demostrando haber entendido cómo están las cosas. Elena sonríe y sigue conduciendo.
Y a continuación es ella quien lo sorprende a él; sin mirarlo, pone la mano sobre la suya y la deja allí. Y lo más bonito es que Gio no se vuelve para mirarla, no, simplemente cierra los ojos y sonríe. Bueno, estoy seguro de que, pase lo que pase, ahora o dentro de un año, o en toda su vida, Gio recordará este momento para siempre, porque es como si el corazón estallara, te faltara la respiración: te parece que te separas del suelo, que puedes volar, ligero y feliz, y llegas más allá de tus límites de siempre, allí adonde nunca habías llegado. Y tus ojos se vuelven brillantes y te sientes tan estúpido… y, sin embargo, es simplemente un instante de felicidad.
Me vuelvo hacia María. Está mirando por la ventanilla. Quién sabe en lo que estará pensando. Tal vez: «¿Cómo podría ser una relación con un italiano?». «¿Cómo sería mi vida con Nicco?» «¡Maravillosa! —me gustaría contestarle—. Aprendería español y no te avergonzarías de mí delante de tus amigos y ya no usaríamos el traductor del móvil para decirnos “te amo”. Te cocinaría todo lo que te gusta, a costa de gastar todos mis ahorros en un curso de cocina en el Gambero Rosso. Conmigo no te aburrirías nunca, te haría reír, te sorprendería todos los días, y cada vez te haría conocer una nueva versión de mí mismo, también dispuesta a ser tuya para siempre. Vuelve conmigo, María. Seré romántico, seré sincero, seré fiel, seré la razón de todas tus sonrisas, seré tu felicidad pase lo que pase».
Y veo su mano allí, abandonada entre las piernas, y me gustaría cogerla entre las mías, apretarla con fuerza, quitarle cualquier posible duda. Su pecho se alza ligero, tiene la respiración tranquila, y me pongo a mirar los simples pliegues de su camisa y cierro los ojos y vuelo con el pensamiento a cuando le desabrochaba la blusa despacio y ella me preguntaba, haciendo ver que se escandalizaba: «Eh, pero ¿qué quieres hacer?», y yo le contestaba: «El amor…».
Y la veo desnuda entre mis brazos, su sonrisa, su cabeza abandonada hacia atrás, y le muerdo la barbilla…, le beso el cuello y me deslizo hacia abajo sobre su pecho, su cabello entre mis manos, la belleza de nuestros besos, su boca, su lengua, ella, en ese instante tan mía. Y cuando vuelvo a abrir los ojos veo que me está mirando; entonces sonríe y me pregunta:
—¿Qué estás pensando?
Bueno, lo sé, es uno de esos momentos importantes en los que escoger bien la respuesta lo es todo.
Y me gustaría decirle: que te amo y que me he enamorado de ti, pero no ahora, para siempre… Sin embargo, el miedo a asustarla me frena las palabras en la lengua.
—Nicco, ¿en qué piensas? —me pregunta otra vez.
Entonces le cojo la mano, me la llevo a los labios y la beso.
—Lo sabes. Lo has visto.
Y su sonrisa me hace entender que ha sido la respuesta perfecta. Esta vez miro yo por la ventanilla. Una extensión de molinos de viento se dibuja ante nosotros, las aspas se mueven veloces. Gio se da cuenta y me dice:
—¡Eh, Nicco! ¡Los molinos de viento! ¿Será una señal del destino?
»Creo que no lo estamos haciendo mal en el papel de don Quijote y Sancho Panza. ¿A ti qué te parece?
—Sí, me parece…, quizá.
Gio me mira mal y niega con la cabeza.