31

Bajo al vestíbulo y los encuentro ya desayunando en la terraza.

—Eh, si todavía está amaneciendo, ¿dónde habéis encontrado esas revistas?

Elena sonríe mientras da un bocado a un trozo de tarta.

—¿A ti quién te parece que se ha encargado? He salido a correr, lo hago todos los días, a menos que llueva mucho.

Gio unta la mantequilla en una tostada.

—Yo no…, pero he soñado que lo hacía. En el sueño he corrido una hora y media…, ¡me ha entrado un hambre!

Me siento con ellos. Elena ha cogido de todo; opto por un poco de jamón ibérico, queso, meto dos rebanadas de pan en la tostadora y, todavía adormilado, las veo avanzar sobre la rejilla que se desliza como una cinta bajo la resistencia incandescente hasta que se las traga completamente y aparecen por el otro lado. Como a mí las tostadas me gustan casi carbonizadas, las meto otra vez y vuelvo a disfrutar con todo el proceso.

Cojo una tarrina de mantequilla del bufet del desayuno mientras me dirijo hacia la mesa de los zumos de fruta y, de una jarra helada, me sirvo un gran vaso de zumo de naranja.

—¿Y qué?, ¿has dormido bien? —le pregunto a Elena cuando me siento frente a ella.

Elena me mira con curiosidad.

—Poco, pero muy bien, tal vez porque estoy tranquila con esta historia o porque en cualquier caso la responsabilidad es tuya…

—¡Ah, claro! Gracias… —digo yo con una sonrisa forzada.

Elena da un sorbo a su café, después se limpia la boca.

—Normalmente, cuando tengo que hacer algo importante, la noche antes no puedo dormir; es algo que me ocurre desde siempre. Cada vez que tenía que hacer un examen en la universidad me pasaba la noche en blanco dando vueltas en la cama. ¿A vosotros no os ha pasado nunca?

—¡Pues claro! Recuerdo que una vez Fabiola me aconsejó un somnífero muy suave el día antes de hacer el examen escrito de…, oh, Dios mío, ahora ni siquiera recuerdo de qué… En fin, no me hizo ningún efecto, estuve con unos ojos como platos hasta la mañana siguiente, y luego un poco más y me duermo durante el examen… ¡Menudo papelón!

Bebo un poco de café que una camarera acaba de servirme.

—Que aproveche… —me dice en español antes de alejarse de nuestra mesa.

—A ti… —le contesto también en español, aunque no sé bien lo que ha querido decir.

La camarera se marcha, yo miro a Elena, que se ríe; evidentemente he dicho algo mal, hablando de papelones…

Gio engulle un bocado de su pasta y se bebe el zumo de un trago.

—¿Has repasado la carta?

—La he roto —digo mirando a Elena—. Quiero improvisar… Tengo el concepto bastante claro, después de haberla leído un millón de veces. Sé lo que quiero, veamos qué ocurre.

Elena hace un gesto con la cabeza como diciendo «Vale», pero no sé si en realidad está muy de acuerdo.

Cuando ve que todos hemos terminado de desayunar, se levanta de la mesa.

—¡Bueno, pues vamos!

La seguimos, es evidente que es ella quien manda. Subimos a las habitaciones, yo me lavo los dientes, hago la maleta, compruebo que no haya olvidado nada en los armarios, en los cajones, en el baño, y bajo. Gio ya está allí con su equipaje.

Elena también está lista.

—De acuerdo, pues… nos despedimos —digo.

—Sí…

Éste es el plan: ahora Elena irá sola a buscar a María.

Y nos quedamos un instante en silencio.

—No me mires así, Elena, ni que nos fuéramos a una misión espacial —protesto bromeando.

Ella se ríe.

—Tienes razón… Imagínate cuando tengamos que despedirnos en serio…

—¡¿Despedirnos?! —salta Gio—. ¿Cuándo? ¡¿No habías dicho que ibas a contratarnos para que trabajáramos contigo?!

Elena se inclina hacia él y le da un beso en la mejilla. Luego le sonríe.

—Cuidado…, no juegues con fuego, que te quemarás.

—Mejor, soy friolero. Necesito un fueguecito que me caliente…, ¿te ocupas tú?

Elena levanta las cejas, tal vez sorprendida por tanta audacia, y a continuación se encamina hacia la salida para ir a coger el coche que hemos alquilado. Nos mira por última vez y luego se va, dejándonos allí mientras vemos alejarse el coche, que se va haciendo cada vez más pequeño y al final desaparece detrás de un cruce. Yo me vuelvo para ir a pagar la cuenta, pero Gio me detiene enseguida.

—Ya me he ocupado yo. Ahora será mejor que pidamos un taxi al portero.

Mientras esperamos a que llegue, el bonito sol que se está levantando en el cielo azul nos invita a salir a la calle. En ese momento pasa por delante de nosotros un chico en bicicleta, seguido de dos hombres mayores que charlan sonrientes. Esta plaza es preciosa, grande, y las casas de colores que se asoman a ella, con todas esas mesitas que brillan al sol, parece que inviten a reunirse, a una vida tranquila y llena de esperanzas.

—¿Y bien? ¿Cómo te va? —pregunto.

Gio parece no entenderme.

—¿Qué?

—La cumbre bilateral, tu conferencia Italia-España… ¡Eh, despierta! ¡Hablo de Elena!

—Bastante bien… —dice él, encogiéndose de hombros.

—¿O sea? ¿Qué quiere decir «bastante bien»?

—No lo sé, no lo entiendo…

—¿Qué es lo que no entiendes?

—No me entiendo a mí mismo, es la primera vez que no me entiendo. Ayer estuvimos toda la noche charlando; me contó que cuando era pequeña fue a Italia a casa de unos familiares, su abuelo se disfrazó de Rey Mago, sus padres llevaron regalos de España para todos, sus primos se volvían locos con todo lo que procedía de aquí…, comida, cierto tipo de ropa, cachivaches…

—Bueno, me parece una cosa muy tierna, un momento íntimo, ¿no? Y tú…, ¿le hablaste de ti?

—¡Ni que estuviera loco! No podía soltarle que descargo y vendo un montón de cosas en plan ilegal. O que me han llevado a comisaría tres veces por vandalismo… Le conté una historia que pareciera aceptable.

—¿Y qué? ¿Lo conseguiste? No veo el problema.

—¡El problema soy yo! ¡Lo más increíble es que anoche no quise intentarlo con Elena! Y eso que descubrí que está soltera, que no sale con nadie. Increíble, ¿no? La abracé para darle un beso de buenas noches y…

—¿Y…?

—Y le di un beso de buenas noches. Punto.

—Qué mono, lo mismo que hacían mamá y papá —comento yo.

—¿Qué pasa?, ¿te estás cachondeando de mí? ¡Debería haberla cogido en brazos, haberla llevado a la habitación y habérmela follado durante toda la noche! Y en vez de eso, nada, nada de nada. Faltó poco para que empezáramos a cantar juntos canciones de Navidad…

Me echo a reír imaginándomelos a los dos entonando un villancico en español.

—Lo mío es impotencia mental… —dice Gio, desconsolado.

Lo miro perplejo.

—¿No debió de ser la cena con Venanzio y Tomás?

—¿El qué?

—Que te influyó un poco…

—Pero ¿qué dices? ¿Estás loco? —dice él resoplando—. Es solo que, con el hecho de que no lo intenté desde el principio, me parece que estoy en una situación de punto muerto absurda…

—Te comprendo: entrar en la categoría «amigo de las mujeres» es muy peligroso. Te confunde, te comportas exactamente como un amigo del alma y no llegas nunca a nada. Vuelves a casa deprimido y te consideras un gilipollas. A mí también me ha pasado, ¿te acuerdas de Carlotta? Me gustaba un montón. Salíamos todas las noches, y hablábamos… ¡Ostras, si hablábamos!

—Sí que me acuerdo de ella, pero ¿por qué ya no volvisteis a salir?

—Sucedió así, sin explicaciones. Estuvimos un día sin decirnos nada, después dos, y después para siempre, ni un sms… Nunca más volví a verla ni a hablar con ella.

Gio aplaude, incrédulo.

—Pero esa historia es muy triste…

—Sí, es como Cuando Harry encontró a Sally, aunque acaba mal…

—¡Pero al menos ellos habían follado!

—Ya, en cambio, Carlotta y yo ni eso… Pero era solo para que vieras cómo pueden funcionar a veces nuestras mentes, se encallan, se vuelven incapaces de ir adelante y atrás, dan vueltas en vano… ¡Sí, la magia del amor también puede hacer eso!

—¡Nicco, deberías dejar de comer bombones Baci Perugina, o por lo menos no leas los papelitos que llevan, así no soltarás gilipolleces como ésa! —contesta Gio mientras llega el taxi y se para delante de nosotros.

—Buenos días… —Saca la nota de Elena y luego se la muestra.

El taxi sale disparado, a esta hora no hay nadie por la calle, el mar está tranquilo y tal vez todo esté a punto de cambiar.

—Anoche, Elena también me contó un montón de cosas sobre nuestra meta final, Vejer.

—¿Y qué te dijo?

—Me contó la historia de una mujer de Vejer a la que su futuro marido, un príncipe de Marruecos, se la llevó consigo un día a su país. Pero ella, al cabo de un tiempo, tenía tanta nostalgia de Vejer que él hizo construir en Marruecos la misma ciudad, idéntica, con la misma plaza central, la misma iglesia… y la mujer volvió a ser feliz de nuevo. ¿Crees que es un mensaje subliminal?

—Pero ¿qué mensaje subliminal, Gio? ¿Qué estás diciendo?

—Tal vez quería decirme que no vendrá nunca a Roma conmigo…

—O quería empujarte a que hicieras un gesto muy romántico.

—Sí, pero como mucho yo puedo hacer que vea Vejer de vez en cuando en foto…

—Seguro que no piensa que seas un príncipe…

—¿Por qué dices eso? No lo entiendo.

Es inútil. Nada. Cuando uno quiere entender solo lo que le interesa, es así y punto.

Cualquier cosa que Elena le hubiera dicho, Gio la habría interpretado a su manera de todos modos. Aunque normalmente son las mujeres las que le dan la vuelta al sentido de las respuestas que reciben de los hombres. ¡No hay nada peor que el deseo de amar y sentirse amado por encima de cualquier sentido de la razón, prescindiendo de si al otro le importas algo o no!

El hecho es que siempre te das cuenta demasiado tarde, el amor tiene problemas de vista y solo nos deja ver lo que queremos ver.

—Bueno, hemos llegado.

Gio paga al taxista; es evidente que hoy está en racha de invitar. Bajamos, cogemos las maletas y nos ponemos en el borde de la carretera, justo delante de la iglesia que nos ha indicado Elena.

—Oye, ¿estamos seguros de que nos ha traído a la iglesia adecuada? —pregunto observando los muros del edificio.

—Solo nos faltaría que se hubiera equivocado de santo… Imagínate qué divertido si estamos en otra iglesia y esperamos aquí para nada.

—¡Uy, sí, no veas qué divertido!…

«A veces Gio tiene un sentido del humor bastante extraño», pienso mientras él saca de la bolsa el trozo de cartón doblado por la mitad y me lo pasa. Lo abro, lo cojo con las dos manos y reviso el texto.

—Se lee bien, ¿no? —pregunto.

—¡Seguro! Vejer de la Frontera. Clarísimo.

—Ahora solo tienes que hacer la señal de autoestop y enseñar la pierna, como en las películas.

—¡Sí, pero conmigo seguro que nos paran Tomás y Venanzio! —protesta él empezando a carcajearse.

Y justo en ese momento, mientras estamos allí discutiendo, un coche se nos acerca de verdad. Es un Ford negro con una pareja dentro. El señor baja la ventanilla y se asoma sonriendo, habla en un español que más deprisa imposible. Creo que dice algo como «nosotros también vamos a Vejer en nuestro treinta aniversario», imagino que de boda, y tal vez, teniendo en cuenta que señala el cartel, quiere llevarnos. Se dan cuenta de que no hemos entendido nada.

—Subid, que os llevamos.

—No, no, gracias… —contestamos a coro mi amigo y yo, controlando con el rabillo del ojo el final de la calle. Pero no pasa nadie, está desierta a esa hora.

Doblo enseguida el cartel e intento justificarme de alguna manera.

—Estamos scherzando… —le digo al hombre.

Él se encoge de hombros, sube la ventanilla y arranca mientras habla con su mujer. Seguramente le estará diciendo que somos dos idiotas por hacer estas bromas.

Luego, de repente, las vemos doblar la esquina. Ahí está el coche, Elena conduce y María está a su lado… Parecen charlar divertidas y, cuando nos ven, Elena finge que no nos conoce.

—Oye, ésos también van a Vejer de la Frontera…

Saltamos como gilipollas mostrando el cartel varias veces.

—¿Qué te parece, María? ¿Los cogemos? Parecen buenos chicos.

María sonríe:

—Los conozco muy bien, son muy monos.