Y así, después de haber concretado todos los detalles de nuestro plan, nos hemos relajado visitando un poco Hondarribia y hemos parado a tomar unas cañas, pero solo ellos. A mí no me apetecía, de modo que me he ido al hotel.
Y aquí estoy, tumbado en mi cama.
Cuando llevé a María a visitar la capilla Sixtina, lo que más me impresionó fue que no se sintió arrollada por la fuerza, la belleza, la dulzura y la violencia de aquellas pinturas que te dejan sin aliento. No tuvo aquel sentimiento de desorientación que te asalta cuando estás delante del Juicio final de Miguel Ángel, ante los índices que casi se tocan en la Creación de Adán, y que te hacen sentir muy pequeño. No, ella miró hacia arriba, un amorcito tras otro, un angelito tras otro, un fresco tras otro, y me dijo: «Si tuviera un techo como éste, no volvería a tener pesadillas». Y en ese momento no pensé en preguntarle qué pesadillas podía tener una chica como ella, cuáles eran sus miedos. Me pareció que una española de veinte años de vacaciones en Roma en realidad no podía temer nada. Que era invencible.
Ahora me encuentro mirando al techo, en la oscuridad de una habitación doble de un hotel de Hondarribia. No hay ningún santo que me mire desde arriba, solo una lámpara de imitación de cristal de Murano con su sombra oscura, envuelta en la débil luz que se filtra por los agujeros de las persianas. Con un poquito de fantasía podría parecer un jardín florido rodeado de pequeñas antorchas. O la cabeza de una reina coronada con una tiara de diamantes. Se parece un poco al juego que le hacían hacer a Valeria de pequeña: le mostraban unas manchas en una hoja y ella tenía que decir lo que veía dibujado. En realidad no era un juego, era el método que, en la escuela, un psicólogo había utilizado para descubrir el motivo de su agresividad. Y Valeria, que había visto el truco, incluso ante una línea recta, describía armas, escenas de guerra, explosiones: se divertía asustando a su examinador, a la maestra, a toda la escuela. Papá fue el único que nunca se asustó con Valeria, ni siquiera cuando tenía pesadillas y gritaba en mitad de la noche como si la estuvieran degollando.
Si ahora yo empezara a gritar, a pedir ayuda, a intentar salvarme de un monstruo con siete cabezas empeñado en matarme, nadie me oiría. Porque Gio, en la cama de al lado, ronca tan fuerte que falta poco para que tiemblen los cristales. Y además son de esos gruesos, dobles, creo, que no dejan pasar ningún ruido procedente de la calle.
Y, sin embargo, no es por culpa de ese redoble de tambor que de vez en cuando da vueltas en la cama XL, tranquilo como un niño, por lo que no puedo dormirme. He subido antes a la habitación y he dejado a Elena y a mi amigo charlando porque quería poner un poco de orden en mis pensamientos. Y cuando ha subido y le he preguntado cómo había ido, ni siquiera me ha contestado. Se ha echado en la cama, se ha dado la vuelta hacia el otro lado y se ha quedado dormido de golpe. Hay quien por amor no puede dormir. Pero Gio, lo conozco, es así, es inútil pensar que puede cambiar del todo.
Luego me pregunto si no será solo una ilusión eso de poder cambiar a las personas, las cosas. Tal vez realmente exista un destino que va siguiendo su camino. Aunque yo nunca me lo he creído. «Destino» es una palabra tan hostil, desde pequeño que lo pienso. Porque yo también me creía invencible, como imaginaba que era María en sus vacaciones en Roma, sin miedo y sin tacha. Omnipotente.
Eso fue lo que me fastidió cuando papá se puso enfermo. Estaba convencido de que todo podía arreglarse. Mientras estuvo en el hospital, me levantaba temprano, cogía la moto y pasaba a verlo; después iba a la escuela, volvía a casa, estudiaba, jugaba al fútbol, luego iba de nuevo a verlo, me quedaba un rato con él, cuando terminaba la hora de visita me iba a cenar a casa de Alessia, o de Gio, o de algún otro amigo. Y a la mañana siguiente volvía con él. Cada vez estaba más pálido, más delgado, pero yo no quería darme cuenta. Tenía la sensación de que todo estaba en mis manos, que bastaba con portarme bien para que los médicos lo resolvieran todo, para que papá volviera a casa y luego se fuera sintiendo cada vez mejor, y nos habríamos reído de esos días en los que tenía que tragarse las historias de su aburridísimo vecino de cama sobre la corrupción en los organismos estatales, precisamente él, que también era un poco ladrón y siempre le robaba la espuma de afeitar y las maquinillas. Y luego le habría regalado una caja entera de espuma de afeitar y una máquina eléctrica y nos habríamos olvidado de los institutos de la seguridad social y de las agencias de administración pública, donde a su vez todo el mundo roba. Todo habría vuelto a empezar, habríamos ido al fútbol, al cine, a comer una pizza, a casa de la tía por Navidad, a comer pescado a Fregene en verano. Sin embargo, no. Clac. De repente, el coche se bloqueó. La vida se detuvo así, de golpe. Sin avisarme, se lo llevó.
Me he preguntado qué hice mal, dónde me equivoqué, en qué fallé, porque creía que mi amor podría haberlo salvado. Que bastaba con eso. Que el amor podía cambiar el mundo.
Si fuera así, el amor por Elena sería suficiente para convertir a Gio en un lechuguino español. Para hacer desaparecer a Marcos y sus músculos abultados solo con chasquear los dedos. Para que Bato fuera honesto y sincero con los demás, un amigo de verdad. A veces incluso bastaría solo una palabra para calentar el corazón. Aunque todo eso tal vez sean ilusiones.
Pero yo quiero creer en esta relación. Y entonces cojo el móvil y escribo un mensaje.
«Hola, aquí todo bien, quería decirte que me estoy divirtiendo mucho y volveré pronto. Te quiero. Buenas noches, mamá».
¿Qué cuesta decir esas dos palabras? «Te quiero». No serán suficientes para cambiar su vida, lo que ha pasado ha pasado, ha perdido a su amor, pero la ayudará a sentirse menos sola. Me la imagino dando un respingo como siempre; hace años que tiene móvil, pero todavía no está acostumbrada al hecho de que pueda sonar. Seguramente estará viendo una reposición de esa serie que tanto le gusta, llena de amores desesperados. Y lo digo yo, encima, que todavía no he muerto de tisis, pero poco me falta… «Mamá —me gustaría decirle—, sálvate, no quiero que te vuelvas como la abuelita del vestíbulo, que en vez de visitar la ciudad se queda todo el día pegada a la tele». Ahora ella leerá el mensaje y estará contenta porque no le he puesto ninguna abreviatura en el texto, ni siquiera una «k» en vez de una «qu», ya que odia esas cosas. Y me contestará diciendo que, si yo soy feliz, ella también lo es. Sé que no es cierto, sé que le habría gustado envejecer como esos dos turistas de abajo y chochear delante del televisor junto a papá. Pero así los dos estaremos más tranquilos.
En el corazón de la noche, pienso que hay cosas por las que no se puede hacer nada y cosas por las que se puede intentar. No sé qué pone en ese diantre de libro del destino, pero mi historia con María quiero intentar escribirla yo. Quiero intentar mirarla a los ojos y decirle que la amo. Quiero conquistar ese instante de felicidad, dure lo que dure.
Miro al techo. Ahora la sombra de la lámpara me parece un carrusel de angelitos que se cogen de la mano, alegres. «Si tuviera un techo como éste, no volvería a tener pesadillas», decía María.
Al final, me quedo dormido, a pesar del tractor que ronca a mi lado. Sueño que estoy sentado en las sillas voladoras. Alguien me empuja desde atrás con fuerza hasta el cielo. Por fin lo veo. Es mi padre. Grita: «¡No tengas miedo, Nicco, adelante!».