No esperéis poder lavaros si hay alguien enamorado cerca de vosotros. O, mejor dicho, si se ha enamorado por primera vez. Gio ha acabado con todas nuestras reservas de gel de baño, jabón, champú, crema. Hasta hubo un momento en que temí que se embadurnara con el gel antical del váter. Resignado, me he duchado solo con agua y he intentado ir lo más deprisa posible para no llegar tarde a la cita.
A las cuatro estamos los tres en el vestíbulo, tal como habíamos quedado. Gio va más perfumado que un incensario, solo una mujer a la que hayan amputado la nariz podría soportarlo. Hemos tomado asiento a una mesa de la terraza. Ahora ya nuestra base de operaciones, el centro de mando.
—Dentro de poco, la gente que nos vea aquí todos los días con papeles y el ordenador pensará que estamos organizando algún complot. A mí me parece que de un momento a otro irrumpirá el grupo especial de operaciones de la policía y nos arrestará —reflexiono bajo la mirada recelosa de nuestros vecinos.
Gio se ríe; si alguien lo huele, seguro que lo arresta.
—¡Sí, como los que se llevaron a Kim Dotcom! Explícales que nosotros no traficamos con descargas ilegales, que solo somos enamorados… O sea, nosotros…, ¡tú!
Una mentira: ¡él trafica con descargas ilegales! Y una verdad: él y yo estamos enamorados. Aunque al final se ha corregido. Gio, el que nunca se ha cortado un pelo, parece haber perdido el control. Las emociones parecen estar hirviendo en su estómago hasta brotar hacia afuera disfrazadas de palabras tontas a las que querría dar un sentido mucho más simple, elemental, directo: «Yo-te-amo». Y sobre la mesa cala un instante de silencio en el que solo domina la mezcla de perfumes que emana Gio; un olor que mataría a cualquiera, pero tal vez sea precisamente eso lo que mantiene con vida a la anciana teleadicta de la mesa de al lado. Para salir del paso, Gio coge un par de patatas fritas de un cuenco medio vacío, abandonado en nuestra mesa.
—Pero ¿no estabas a régimen? —le tomo el pelo para ayudarlo a que vuelva a sentirse cómodo.
—¡Ayer! Cada día es distinto, ¿no? Y, además, tengo un hambre, después de la cerveza prácticamente con el estómago vacío. ¡Elena no nos deja tocar la comida si no es biotermodinámica!
Ahora ella sonríe.
—Cada uno decide su destino. Tú puedes comer patatas fritas si quieres. Aunque sean las que les han sobrado a otros clientes. Quizá llevaban las manos sucias o han escupido encima.
Sabe cómo obtener resultados. Y sabe cómo tenerlo en un puño. Gio deja caer las patatas en el cuenco al instante, asqueado. Después Elena saca unas cuantas hojas de su carpeta de piel negra.
—Ahora ésta es nuestra última arma.
—No, ¿eh?, la solicitud para participar en uno de esos programas que veía mi madre cuando era pequeño, como «Lo que necesitas es amor», en el que lloro de rodillas por ella, no…
—Es el contrato del spot en el que quieren que salga María… Tenemos que usarlo de manera creativa —explica Elena, pensativa.
Gio se inclina para mirarlo, a pesar de que no conoce más de dos palabras en español.
—¿Puedo verlo?
Elena se lo pasa con aire benévolo, una vez lo ha convencido de la importancia de abstenerse de grasas hidrogenadas.
—¡Vestido de novia: eso lo entiendo! Se trata de un anuncio de trajes de novia… —exclama él. Después me mira y abre los brazos como para justificarse retroactivamente—. ¿Lo has visto? No he dicho nada… Ni siquiera he mencionado a M…
—¡M… ejor que te calles, así, muy bien! —lo corto yo.
—Tenemos el producto, tenemos a la modelo, pero el cliente nos pide que busquemos también la localización. Tiene que ser evocadora, inolvidable y aventurera, un poco salvaje —nos informa Elena consultando sus apuntes.
Empezamos a lanzar ideas, a confrontarnos, a analizar pros y contras de cada situación, a disparar a voleo y a acertar de vez en cuando, de manera que poco a poco parece que el plan va tomando forma, como en un puzle en el que cada uno añade una pieza que encaja con las demás, hasta componer el dibujo final.
—Vale, ése es el modo de atraer a María. Pero ¿y la localización?
Y, por sorpresa, Gio, que siempre ha sido alérgico a las bodas, tiene una especie de iluminación.
—¡Necesitamos algo romántico, evocador, algo turístico pero que a la vez sea especial!
—Tienes razón —asiente satisfecha Elena—. Estaba pensando en un pueblecito del sur. En sus datos biográficos dice que su madre es de Hondarribia y que su padre, en cambio, nació en Vejer de la Frontera. Podríamos inventarnos que tenemos que ir precisamente allí… De pequeña fui de vacaciones con mis padres, ¡es espectacular!
—Estaría bien, así podría conocerla mejor, y la localización sería muy española, ¿no? —sueño yo.
—Solo falta que Marcos no te mate… —se le escapa a Gio.
—¿No habías dicho que no ibas a mencionar a M…? —replico, amenazador.
Elena zanja la cuestión, el planteamiento parece bueno. El hecho de que haya un plan que seguir la entusiasma. Recoge los papeles y el contrato y lo mete todo en la carpeta.
—Es un lugar al que muchas parejas de nuestro país van de luna de miel. Pero tranquilo, Nicco, todos regresan con vida. —A continuación consulta Google Maps en su iPad—. A ver, desde aquí hay unos mil kilómetros, tardaremos más de diez horas. Es un viaje muy largo.
—Mucho mejor, ¿no? Así Nicco y María tendrán tiempo para hablar un poco. ¡Es exactamente lo que necesitamos! —dice Gio, entusiasmado.
Elena niega con la cabeza, divertida. Empieza a enternecerse con su ingenuidad.
—¡Pero ahora no!… ¡Cuando rodemos!
—Lástima…, por un instante esperaba que ya tuviéramos un final feliz.
—De todos modos, os felicito —añade Elena guardando el iPad en la mochila—, ha sido una excelente lluvia de ideas; parecía que estuviéramos de verdad en la agencia trabajando en una nueva campaña.
Sonrío.
—Entonces, si nos va mal, siempre podemos venir a trabajar contigo.
—Solo queda llamar a María para saber si a ella le va bien.
Elena coge el teléfono móvil y busca en los contactos con gesto profesional. Seguidamente, al cabo de unos segundos, se da un golpecito con la mano en la cabeza.
—¡Qué tonta! He olvidado guardar su número. Y hoy es sábado, no encontraré a nadie en la oficina… Solo Myriam puede salvarme, esperemos… —Se dispone a llamar a su ayudante bajo la mirada intolerante de Gio. La querría toda para sí. Ni siquiera se conocen y, para él, que nunca ha sido celoso, Elena debería estar ya en una urna de cristal. Una santa que solo puede mostrarse excepcionalmente a los fieles durante la peregrinación.
Entonces saco un papel del bolsillo.
—Yo tengo su número…
Gio me mira con curiosidad.
—¿Cómo lo has conseguido?
—Me lo dio ella.
—¿Y nos lo dices ahora? —despotrican al unísono.
A ver si de verdad van a estar hechos el uno para el otro… Me encojo de hombros.
—Total, puede que incluso conteste el chico moreno.
—Oye, si te ha dado su número en el mercado, seguro que no será para que le lleves el agua a casa, ¿no? —me reconforta Gio, optimista.
Elena me coge enseguida la nota de la mano, determinada a marcar el número. Después se acerca el móvil a la oreja. Niega con la cabeza.
—Comunica.
Ya me imagino a María hablando con la madre de Marcos, las hermanas de Marcos, los tíos de Marcos, organizando unas vacaciones todos juntos, como una gran familia. Se quieren, todo es estupendo, estarán preparando juntos una buena comida con muchas exquisiteces caseras.
Elena da vueltas entre las manos al trocito de papel, esperando que se produzca un giro, algo que nos lleve a alcanzar nuestro objetivo, un teléfono que queda libre. De repente enarca una ceja.
—Lo ha apuntado en un billete del metro de Roma. Lo guardaba como un recuerdo —señala entusiasmada.
Lo miro con más atención; me había limitado a metérmelo en el bolsillo, estaba demasiado trastornado para fijarme. Leo la fecha del timbre de validación.
—¡Pero si es del día que fuimos juntos a piazza di Spagna!
Elena abre mucho sus grandes ojos, maravillada.
—¿Y todavía te acuerdas?
Casi me avergüenzo. Me siento un poco como una de esas heroínas de las novelas del siglo XIX…, que después mueren de tuberculosis. Pero es lo que siento, no tiene sentido esconderlo, por lo menos a estos dos que me han traído hasta aquí.
—Tengo en la cabeza todos los momentos que pasé con ella, minuto a minuto.
—Ay, qué chico más tierno —exclama Elena, casi conmovida.
—Con el hambre que tengo, es que te comería —me susurra Gio sin que ella lo oiga, y finge que me muerde la cabeza.
Le doy un codazo mientras Elena vuelve a marcar el número y por fin se pone de acuerdo con María: «Claro, me encantaría… ir contigo a visitar los sitios donde se rodará la publicidad…». Cuelga.
—Los comentarios, los detalles y las observaciones, luego —dice—. Ahora, vamos, no podemos perder tiempo.
Nos levantamos dispuestos a seguirla, órdenes son órdenes. Gio, a escondidas de Elena, se mete unos restos de patatas fritas en la boca antes de alcanzarnos.
Si nos viera ahora la abuelita, mientras circulamos a toda velocidad a bordo de un comodísimo descapotable, nos elegiría a nosotros en vez de uno de esos realities protagonizados por gente cargada de obsesiones. Somos un telefilme en vivo y en directo: Starsky y Hutch con una morena al volante. En cuanto hemos llegado a la agencia de alquiler de coches, Elena quería escoger un coche más robusto, un monovolumen, pero he podido convencerla para que eligiera este mito de cuatro ruedas, si bien está algo viejo. Y eso es precisamente lo más fascinante. Puede que en España estén más acostumbrados a verlos, pero para Gio y para mí ha sido como la aparición de la Virgen. Es tan bonito que me gustaría llevármelo a Italia conmigo. Ya me imagino en el mostrador de facturación, la azafata preguntándome cuál es mi equipaje de mano. «Un cupé rojo —digo yo—, rigurosamente de época». ¡Qué chulo! Al principio pensaba que no pararíamos hasta llegar a Vejer, pero después Elena nos ha explicado que saldríamos mañana.
—¿Y, entonces, toda esa prisa? Has dicho que no teníamos tiempo que perder —ha preguntado Gio.
—De hecho, lo estamos ganando. ¿Os queríais marchar sin haber visto Hondarribia?
Ahora Gio va sentado delante, le he dejado el honor para que estuviera al lado de Elena; parece un niño el día de su cumpleaños, pulsa todos los botones del salpicadero, enciende la luz, abre la guantera y revisa el interior. A continuación gira la ruedecita de la radio y la sintoniza en la primera emisora con buen sonido, después de unos cuantos graznidos. Se oye a Rihanna cantando Stay. «All along it was a fever… A cold with high-headed believer», entona Elena, inspirada, siguiendo el pasaje. Ella también debe de estar resfriada para no notar el cóctel infernal de cosméticos que Gio se ha aplicado después de la ducha. Elena golpea el volante con las manos cantando el estribillo, «Makes me feel like I can’t live without you… It takes me all the way!». Acelera ligeramente. Ahora Gio también canta con ella: «I want you to stay, stay… I want you to stay, oh», y parece que esas palabras las haya escrito él, porque le gustaría de verdad que Elena se quedara aquí a su lado. Y así nos encaramamos por una cuesta en medio de la vegetación, hasta que llegamos al faro de Higuer. No puedo más que darle la razón a Elena: ¿cómo íbamos a marcharnos sin verlo?
Bajamos del coche y ella nos indica un sendero que desciende hasta el mar. Al cabo de unos minutos llegamos a una gran roca y nos sentamos. Frente a nosotros hay una pequeña isla, es un lugar en el que me gustaría perderme con María, los dos solos, lejos de todo. La vista es inolvidable: frente a nosotros, la extensión azul del mar, y alrededor, una naturaleza salvaje, de un verde tan intenso que se te queda en los ojos.
—Bueno, quería que vierais la panorámica desde arriba… Muy romántica, ¿verdad? —Coge la guía de las rodillas y se la pasa a Gio—. Sujétamela. He marcado las cosas más importantes que hay que saber y que ver. La guía dice que Hondarribia tiene tres almas: la del mar, la de la montaña y la del campo, que pertenece a los campesinos. Es una ciudad muy completa, tiene todo lo que se pueda desear. Y sus habitantes están muy orgullosos de ello. —Elena se entusiasma mientras sigue leyendo la guía y nos cuenta las anécdotas más interesantes.
Cogemos de nuevo el coche y esta vez lo dejamos cerca del puerto; es agradable pasear por el paseo marítimo, las barcas ancladas me hacen soñar metas lejanas y aventureras. Quién sabe si alguna vez podré compartir esta vista con María, me gustaría que estuviera aquí con nosotros para que nos contara cosas de su ciudad y nos descubriera sus secretos, igual que hice yo en Roma con ella.
Nos adentramos en las callejuelas de Hondarribia y ni siquiera me parece estar en España: es muy distinto de lo que los italianos solemos imaginarnos, casi parece que estemos en Noruega, con estas casitas con los tejados en punta y las fachadas pintadas de colores brillantes.
Elena me mira, es una gran observadora, y creo que ha intuido mis pensamientos.
—¿Qué os parece si nos vamos a comer unos pintxos? Son unas pequeñas degustaciones.
Gio le contesta al vuelo:
—Bueno, si son pequeñas, tendré que comerme un montón. ¡Tengo un hambre!…
Parece que se haya olvidado otra vez de su dieta fantasma. Y entonces volvemos al barrio en el que estuvimos ayer, peligrosamente cerca de casa de María. No sé qué me gustaría más, si encontrármela delante con toda su belleza o no verla, suponiendo que seguramente irá acompañada de Marcos, el chico moreno y guaperas.
—Éste es el bar que sale en la guía: el Gran Sol —dice Elena, electrizada, mientras Gio le coge la guía de la mano e intenta leer lo que pone.
—Me parece entender que el chef, Bixente Muñoz, ha sido premiado varias veces por sus platos. Hace una gastronomía en miniatura. Por las fotos parece todo exquisito.
En cuanto entramos en el local, nos encontramos delante de un mostrador abarrotado de pintxos. Creo que nunca he visto tantos colores y tantas formas distintas en el mismo espacio: es un verdadero placer para los ojos, y enseguida se me hace la boca agua. El aroma es tentador, y cada uno de nosotros elige diversas variedades. Yo cojo uno a base de anchoas, pimiento y huevas de trucha, otro con bacalao ahumado, foie, pimientos y una salsita agridulce deliciosa, y otro más con jamón, queso de cabra y muchos ingredientes combinados con gusto y originalidad. Gio no sabe qué escoger, está acostumbrado a la carbonara y a la plancha; como mucho ha probado el restaurante chino que hay debajo de su casa.
—¿Qué haces, Gio?, ¿no hay nada que te guste? —le dice Elena.
—Qué va, es que me parece todo tan rico… Estaba mirando qué iba mejor con mi estado de ánimo actual… —le contesta él en su nuevo papel de hombre de mundo molto chic.
Pero Elena, que ha viajado mucho más que él, ya hace tiempo que lo ha calado y niega con la cabeza divertida.
El tiempo transcurre con alegría, gracias también a algunos vasos de txakoli, un vino local ligeramente burbujeante en su punto justo y muy agradable.
Cuando vamos a pagar, Gio se abalanza sobre el camarero.
—Esto no lo pongas en la nota de gastos, Elena, no puedes pagarlo tú todo. Tampoco quiero ir de listillo.
—¿Qué significa «de listillo»?
—Luego te lo explico —contesta Gio, mientras yo ya estoy fuera del bar.
Un poco de aire fresco me sentará bien, el vino me ha aturdido un poco. Camino deprisa, así ellos dos pueden quedarse atrás y disfrutar solos de esta brisa. Pero parece que no es el momento… Elena nos propone una bonita excursión los tres a la montaña de la Virgen de Guadalupe.
—¡No nos la podemos perder, desde allí arriba la vista es todavía más bonita! —Gio me mira, como diciendo qué no se hace por amor…
Después de un buen trecho, Elena detiene el coche y nos invita a bajar.
—¡Desde aquí continuaremos a pie!
Hacía un montón de tiempo que no caminaba tanto por la naturaleza, y ahora empiezo a cogerle el gusto porque este aire puro y esta tranquilidad me permiten pensar con más serenidad. Era justo lo que necesitaba. ¿Quién iba a decirlo? Me estoy encontrando conmigo mismo en España.
Ahora son Gio y Elena los que se separan de mí y prosiguen inmersos en conversaciones que hasta ayer eran inimaginables. Parece que el aire de Hondarribia les sienta realmente bien. Caminamos durante un buen rato, se ríen, bromean, no notan el cansancio. No entiendo de dónde saca Gio el fuelle. Para alguien como él, que normalmente cruza la calle en motocicleta, esto se acerca al milagro.
—¿Qué os parece si hacemos una pausa? —propongo, exhausto.
—Ah, ¿estás cansado? —contestan al unísono, como si fuera un extraterrestre.
Al final decidimos tumbarnos un rato en un prado que se encuentra justo a los pies de la iglesia. Yo cruzo las manos por debajo de la cabeza y cierro los ojos durante unos minutos. Me pregunto si este viaje no será solo el paso de una etapa a otra, sin llegar a alcanzar nunca la meta. Un camino hacia la felicidad que cada vez se mueve un metro más adelante. Y tienes que perseguirla, como los amantes que se despiden en la estación, el tren arranca y el pañuelo de quien se queda en tierra se convierte en un puntito cada vez más lejano…
Los que, en cambio, sí se están acercando son Elena y Gio.
—Oh, esta hierbecita se puede comer incluso en la ensalada. ¿Sabes por qué? Mira qué sana está, incluso hay una oruga, fíjate…, aunque ésta me gusta más que tú ayer —ríe Elena con un manojo verde en la mano.
—Es fantástico —susurra Gio.
Abro los ojos para asegurarme de que no es una broma: la única hierba que normalmente aprecia mi amigo es la que se fuma. Veo que Gio se mete una margarita entre los labios. Ahora sí que parecemos estar en una película de los años setenta: un bonito coche de alquiler, tumbados en el prado, chupando florecitas de colores. Nos faltan los pantalones de campana y ya estaría.
—Eh, tal vez sea hora de volver… ¿Vamos a comer algo que no se compre en la floristería? —propongo, hambriento.
—De acuerdo, al menos esta noche nada de orgánico-biológico, ¿eh, Elenita?
«Eh, Elenita», eso mismo acaba de decir Gio, y la chica superpija, la reina de los gráficos, la diosa del determinismo, no le ha rebanado la lengua con un golpe de kárate, no le ha dado un chasco con sus proverbiales puyas. Se ha levantado, se ha sacudido la falda, ha recogido sus cosas y simplemente ha dicho: «Vamos», como si dejarse llamar «Elenita» por alguien del que ayer opinaba que todavía tenía que aprender a hablar fuera lo más natural del mundo.
Cuando volvemos a la ciudad, Gio quiere cenar a toda costa el mejor pescado de Hondarribia. En cuanto llegamos a la puerta del restaurante, me doy cuenta de que aquí se lo toman en serio. La hermandad de pescadores está decorada con un perfecto estilo marinero, el ambiente es familiar y enseguida nos sentimos a gusto. De entrante comemos una excelente ventresca de atún con cebollas y pimientos, después una sopa de pescado de las de categoría y el famosísimo besugo con patatas. Todo ello, claro está, acompañado de abundante txakoli, a estas alturas nuestro fiel compañero de aventuras… Miro por la pequeña ventana del restaurante a la gente que pasa, las barcas a lo lejos posadas en la primera playa, blancas con pequeños toques de color, rojo, azul, celeste. Es un lugar fantástico, última frontera con Francia; hay un punto en que solo un río las separa, y he sabido que los franceses suelen coger una barca que va arriba y abajo, los lleva a un buen restaurante del puerto y por la noche los cruza de nuevo hasta su país. Desde la calle, en la parte más alta, se ve toda la larga playa blanca hasta el faro de Biarritz. Parece otra España, rebelde, batida a veces por el viento, y suave al mismo tiempo por los retazos de colores de su vegetación. Solo una tierra así podía regalarnos a María. Abandono mis pensamientos y me doy cuenta de que también Elena disfruta de la cena, y la sintonía con Gio ya está en su punto álgido.
De vez en cuando mi amigo le pasa los bocados más exquisitos y ella los acepta de buen grado. Ahora soy yo el que empieza a estar escandalizado por tanta condescendencia: ¿dónde se encuentra la mujer severa y puntillosa que conocí hace unos días? ¿Dónde se encuentra la atenta calculadora de costes y beneficios? ¿Estará cambiando todo a mi alrededor?
—Hay cosas que solo pueden hacerse una vez en la vida —declara Elena chupándose los dedos. Y no se sabe a qué se está refiriendo realmente.
Gio ríe ante la gotita de aceite que le resbala por la barbilla y le pasa su servilleta. Se vuelve hacia mí para ver si me he dado cuenta. Hago como si nada. Me sirvo un poco más de besugo y lo saboreo. Tiene una carne suave y blanca, la verdad es que nunca había comido un pescado tan rico. Una espina se me atraviesa y empiezo a toser. Después toso más fuerte y pienso en mi amor lleno de obstáculos. ¿Quieres ver como, al igual que las heroínas del siglo XIX, al final me muero de tuberculosis?