28

El tiovivo al que me llevaba mi padre en la piazza Navona el día de la Befana era la guinda del pastel de toda una serie de acontecimientos felices: adornar el árbol, abrir los regalos, acostarse tarde, las películas de dibujos animados y la bolsita de almendras garrapiñadas las tardes de cine. Y, después, aquel paseo final por los tenderetes, con ese festival de golosinas, duendes y casitas del pesebre que al cabo de unas horas los vendedores ambulantes volverían a guardar en las cajas hasta el año siguiente. La última alegría antes de empezar otra vez el colegio. Nunca quería subir a los caballitos para prolongar así el tiempo de la fiesta, para no concluir el paquete vacacional con el acostumbrado rito y hacerme ilusiones de que el sueño no terminaría nunca.

Después, a medianoche, la Befana se asomaba desde la torre de la iglesia de Sant’Agnese y saludaba a los niños. No sé si todavía lo hace. Sé que siempre tenía la esperanza de que no ocurriera, así podría haber tirado a papá de la manga del grueso abrigo y podría haberle dicho que no podíamos irnos, que todavía no se había terminado.

Ahora, en la pista de la zona de juegos del mercado, las lucecitas de colores, el sonido de falsas sirenas colocadas en lo alto de los trenecitos fosforescentes y los ruidos del tiovivo, en cierto modo me transportan de nuevo al 6 de enero de mi infancia.

Me gustaría que mi viaje en busca de María no hubiera terminado, que el sueño de haber vuelto a ver aquella luz especial en sus ojos cuando me ha mirado hace un rato no solo fuera un sueño.

Igual que el que ahora se perfila ante mí en este pequeño parque de juegos: ¿son Elena y Gio esos dos grandullones que han invadido «El bosque encantado», según reza el cartel que hay encima de la taquilla? Embutido dentro de una oruga, Gio, con las rodillas dobladas que le llegan hasta las orejas, sigue a un cochecito con forma de seta en el que está metida Elena, con sus finos tobillos casi en el volante. La alcanza, la embiste, toca el claxon de trompeta. Ella, entusiasmada con la carrera, se ríe a más no poder.

—¡Entonces ¿tú, en Italia, qué eres?, ¿piloto?! —grita radiante, intentando esquivarlo.

Por una vez me parece que se ha olvidado de salas de reuniones, planificaciones, estrategias, de sus secretos, que tal vez existan y tal vez no, y se deja llevar por la pura diversión.

—Solo en mi tiempo libre —bromea él girando para intentar acercarse—. Por desgracia, durante la semana… estudio…

Seguramente Gio se atreve a decir una mentira tan grande porque está en el País de los Juguetes. Elena lo mira con escepticismo. Y él, como nunca antes le ha sucedido, querría decir la verdad, querría ser un cristal transparente para ella, un jarrón precioso que hay que llenar con mil flores blancas, pero se da cuenta, como Pinocho, que su vida es falsa y virtual, que lo que hace no es honrado, que descargar cualquier tipo de material de vídeo, juegos y similares, y venderlo clandestinamente no es seductor. Si por lo menos se hubieran montado en la nave pirata, podría haberle dicho que era el comandante, el rey de los piratas, pero se encuentra en una oruga y como una oruga se siente en este momento.

—¿Qué estudias? —le pregunta Elena.

—Economía y Comercio, aunque tal vez me pase a Derecho… ¿Sabes?, el mundo siempre necesita abogados —miente Gio, que, si sigue así, sin hacer ni un examen, engañando a sus padres y colocando DVD pirateados, él será el primero en necesitar a uno.

Pero la seta es perspicaz y conoce a sus orugas:

—A mí me parece que en tu tiempo libre estudias… y durante la semana haces todo lo demás —se burla Elena.

Los morros de los dos coches están ahora uno contra otro, como si se estuvieran besando. ¿Puede una seta besar a una oruga? Gio intenta hacerse el chulo.

—Bueno, en realidad, mi ídolo es Steve Jobs.

—¿Porque nunca acabó la universidad? —se mofa Elena, que, retomada la carrera, sujeta el volante y toca sin querer el claxon de trompeta.

Un niño de pelo rizado le pasa zumbando por delante.

—¡Mierda! —despotrica el niño, que conduce en un mundo donde la inocencia se ha perdido.

—No, no, eso no tiene nada que ver… —intenta arreglarlo Gio.

Ahora Elena acelera y lo deja atrás. Asoma la cabeza por el minúsculo habitáculo para que la oiga.

—También era mi ídolo. Porque tenía un sueño, un sogno…, ¡y lo hizo realidad!

¿Me despreciará Elena porque el mío todavía no lo he hecho realidad, porque no he conseguido recuperar a María? ¿Porque no soy yo quien le lleva la bolsa llena de tarros y zumos de frutas y ella, tan hermosa, va a mi lado?

Gio vuelve la cabeza para asegurarse de no llevar a nadie detrás, adelanta al competitivo niño de pelo rizado y coge carrerilla, cuando se da cuenta de que estoy sentado en el respaldo del banco que hay frente a los caballitos. Como un padre que espera a que los niños acaben la vuelta.

—¡Eh, Nicco! —Me saluda con la mano.

Elena también se vuelve para mirarme.

—¡Ya está de regreso!

Aparcan rápidamente la seta y la oruga y, después de salir con alguna que otra dificultad de los cochecitos, vienen a mi encuentro.

—Mientras te estábamos esperando, hemos pensado en hacer una pequeña carrera con los críos —jadea mi amigo.

—¿Y bien?, ¿cómo ha ido? —me pregunta impaciente Elena.

—Me parece que os las habéis apañado bastante bien. Aunque creo que el de pelo rizado os odia.

—¿Y María?, ¿la has encontrado? —me apremia Gio.

Asiento, con las manos cruzadas sobre las rodillas.

Elena no me da tiempo a añadir nada más:

—¿Le has dado la rosa? ¿Has podido decirle aquellas preciosas palabras? No, espera, espera… Has cogido la carta y se la has dado, ¿verdad? ¿Ha llorado? Sí, lágrimas —dice pasándose los dedos por debajo de los ojos—. ¡Según mis cálculos, es un esquema muy romántico!

Bajo la cabeza y me quedo mirando los cordones de los zapatos con los pies sobre el banco. Gio enseguida comprende. Se sientan los dos sobre el respaldo, a mi lado.

—Ha ido mal, ¿eh?

—Sí —consigo decir, encogiéndome de hombros.

—No me digas que ha engordado y tiene la cara llena de granos… en solo dos semanas —intenta quitarle hierro Gio para animarme.

Sonrío.

—Si es posible, es todavía más hermosa. Una aparición… La he visto mientras estaba escogiendo algo en un puesto del mercado. La he seguido sin que se diera cuenta, la he observado mientras caminaba, mientras cogía un bote, leía la etiqueta, mientras arrugaba la frente comprobando la fecha de caducidad, estaba a punto de acercarme y darle la rosa… cuando ha venido alguien y la ha abrazado…

La expresión de Elena se ensombrece.

—¿No estaba sola?

—Y no era Paula, ¿verdad? —suelta Gio, preocupado, casi como un conjuro.

—Ojalá.

Gio inclina la cabeza hacia un lado, como diciendo «Depende».

—Perdona, ¿quién estaba con ella? —me urge Elena, a medio camino entre una espectadora que espera el golpe de escena de su telefilme favorito y un médico en la sala de operaciones que quiere saber cuánto le queda de vida al paciente.

—No lo sé, al final no me ha quedado muy claro… Una especie de culturista moreno que seguramente ya iba al gimnasio cuando tendría que estar en la guardería. En ese momento he abandonado la rosa antes de que María me pillara.

—Pero ¿María no te ha visto? ¿Has huido antes de que ella reparara en ti? —intenta reconstruir la situación Elena.

—Me he quedado allí, completamente alelado, inmóvil; no era capaz de hacer nada…

—¡Y ella te ha confundido con un bacalao colgado al sol! —ironiza Gio.

—Me ha visto y me ha saludado como si nada, como si acabáramos de vernos en el puesto de verduras un rato antes. Como si encontrarme en un mercado de Hondarribia fuera tan normal como que te pongan una multa de aparcamiento en zona prohibida en Roma. Se ha acercado e incluso me lo ha presentado…, fresca como una rosa.

Gio abre unos ojos como platos.

—¿Sin demostrar ni un poco de asombro? Ostras, o le das asco…

Lo miro mal.

—O es una gran actriz… Sí, bueno, las modelos también interpretan, o sea, su trabajo es poner caras, ¿no?

—Volvamos a nuestro asunto —lo riñe Elena, siempre concentrada en los objetivos que hay que conseguir, aunque a estas alturas ya está al servicio del amor—. Cuéntame, ¿tenía cara de felicidad, al menos? ¿Cómo ha reaccionado? ¿Has podido decirle algo?

Y en ese momento me doy cuenta.

—No, no le he dicho nada, ni una palabra de las que había preparado… Nada, me he quedado allí, mirándola, mientras ella hablaba.

—Y no entendías nada —subraya el poeta Gio.

—Dos cosas sí las he entendido: Marcos y novio…, mio amico, en realidad no lo sé… —Niego con la cabeza, desconsolado—. Después él se la ha llevado.

Elena se queda tocada.

—Ni la carta, ni la rosa, mierda, estaba todo tan bien organizado…

—¡Pero su madre también…! Podría haber dicho: «Mi hija ha ido a hacer la compra con su novio, con el que se casará y me dará muchos nietos guapos…». —Elena lo fulmina y Gio se da cuenta de mi cara de funeral—. Quiero decir que sí, bueno, venga, esas cosas que suelen decir las madres… Tonterías. Muchas tonterías —intenta arreglarlo él.

Mi cupido con tacones suspira y baja del banco.

—Necesitamos beber algo. Ya voy yo, ¿qué queréis?

—Una Coca-Cola —responde angelical Gio, que quiere quedar bien, demostrar que está por encima de cualquier vicio. ¡Y ya es mucho que no haya dicho té verde!

—Yo necesito reponerme. Alcohol. Como mínimo una cerveza.

—Sí, tienes razón, yo también —sonríe Elena, dejando a Gio con un palmo de narices. Él, que por lo general se tomaría una cerveza ya en el desayuno… ¡Ay, lo que no se haga por amor!

Mientras ella se aleja nos quedamos solos sobre ese banco de una ciudad del norte de España. Yo con una esperanza menos, Gio con muchos sueños más. Mi amigo me mira, decide romper el silencio para distraerme y no dejar que me hunda en mis cavilaciones.

—¿Y María no te ha preguntado por mí?

—No… O tal vez sí… No sé, si me lo ha preguntado, no lo he entendido.

—Y… por casualidad, ¿te ha hablado de Paula?

—Lo mismo…

—Ya… —Ahora es Gio quien está pensativo—. Quizá sería mejor que se lo contara todo…, que le hablara de Paula. Quiero ser sincero con Elena.

Ahora sí que ha conseguido distraerme.

—¡No me puedo creer lo que estoy oyendo! Has estado saliendo con dos chicas durante un año y medio, las has visto por turnos entre discotecas, pizzerías, pubs y restaurantes, con el peligro continuo de que te pillaran… Sin renunciar a la presumida de turno, que podía aparecer por casualidad entre Beatrice y Deborah, como aquella del T-Bone Station…

—Joder, ¿te acuerdas de ésa? ¡Menudas tetas tenía! —comenta Gio, extasiado por el recuerdo.

—¿Lo ves?, tu pasado te está despertando… Y, por si no fuera suficiente, después te liaste con la amiga de María, ¿y ahora quieres ser sincero?

—Bueno, es el final de un trayecto. Varias etapas que me han traído hasta aquí…, a España: en resumen, el principio de mi transformación. Me he enamorado de Elena. De ahora en adelante quiero ser monótono: tener una sola mujer.

—Monógamo, se dice monógamo, Gio. A pesar de que para ti el significado sea el mismo.

—Un monógamo en España… —Mueve la mano como si leyera las letras en alto delante de él—. ¿No sería un título precioso para una historia?

Justo en ese momento llega Elena.

—Aquí están las cervezas… —Deja la bandeja con los tres vasos sobre el asiento del banco.

Gio la mira sorprendido.

—Pero mi Coca-Cola no está…

—Sí, tienes razón, perdona. ¿Quieres que vaya a cambiarla? —pregunta Elena haciendo ver que se ha equivocado. Está complaciendo un deseo de Gio, pero no quiere demostrarlo.

—No, no, al contrario —contesta él, agradecido.

Elena sonríe maliciosa.

—Así podremos brindar…

—Sí… —La miro con curiosidad—. ¿Y por qué?

—Por el destino que nos ha traído aquí. Quiero decir, nos hemos conocido por una serie de coincidencias, estamos buscando a una chica por España que está saliendo con un chico moreno…, y parece que todo esté perdido. Pero me parece que el destino puede cambiarse, cada día es distinto, tienes que luchar para ganar. Tú construyes tu felicidad. Porque cada día es tuyo… —La miro sorprendido. Por un instante, el corazón me baila con fuerza, con una emoción muy profunda.

—¿Qué has dicho?

—Oh, ¿lo he dicho mal en italiano? Cada día es tuyo.

—Eso era lo que me decía siempre mi padre.

Elena me sonríe.

—Yo también lo creo.

Hacemos chocar con fuerza los vasos de plástico, un poco más y la cerveza se derrama al suelo. Y, de repente, en vez de conmoverme, me entran ganas de sonreír.

—Es verdad, cada día es mío. Vale la pena intentarlo, ¿no? En el peor de los casos, ¿qué puede decirme?

Elena y Gio se miran y luego me contestan a la vez:

—¡Que no!

Gio se bebe la cerveza de un trago y después tira el vaso a la papelera que hay allí al lado.

—Pues bien, si es verdad que tienes que luchar para ganar…, ¿qué me decís? ¿Le damos una lección al de rizos?

Señala los caballitos, coge a Elena de la mano, que a su vez coge la mía, y corremos todos juntos hacia la pista.

—¡Yo esta vez me pido el elfo! —grita Gio.

—¡Calabaza!

—Vale, me pido la oruga —digo riendo, feliz como un niño.

Después miro a mi alrededor. La Befana todavía no se ha asomado: sí, la fiesta continúa.