26

Elena acaba de llamar al timbre, se vuelve hacia nosotros y nos mira. Después nos sonríe desde lejos como para tranquilizarnos, pero se nota que está tan impaciente como yo.

—Mírala, mírala… —dice Gio en voz baja, como si temiera que ella, desde esa distancia, pudiera darse cuenta de lo que estamos hablando.

—Sí, ya la veo… —lo aliento yo.

Y justo en ese momento se abre la puerta de la casa. Al instante me inclino en la silla para ver mejor: ¿quién aparecerá delante de Elena?… En unos pocos segundos, en el tiempo que tarda una mano en empuñar la manija y la puerta en abrirse, me imagino lo que podría suceder, es decir, el rostro de María preguntándose qué está haciendo Elena allí de pie en la puerta; pienso en cómo puede ir vestida, si en casa también combina los colores perfectamente como cuando estaba en Roma e iba a recogerla al hotel, o si, incluso, podría habérsele pasado por la cabeza en algún momento —al menos por una milésima de segundo— la idea de que detrás de la puerta, llamando al timbre, pudiera estar aquel chico italiano con el que hizo el amor en un ático con vistas al Coliseo, es decir, yo. En cambio, como un viejo vinilo que se va rayando con la aguja del tocadiscos, mis pensamientos se ven arruinados sin piedad por la aparición en el umbral de una señora. Intuyo que Elena se está presentando; la mujer le sonríe, y empiezan a charlar, después la señora niega con la cabeza. Siento que el suelo se hunde bajo mis pies.

—No está, no está en casa… —digo sacando de los pulmones un profundo suspiro.

Gio me mira sorprendido.

—Pero ¿tú quién eres? ¿También sabes lo que ha comido para desayunar? ¿Qué pasa?, ¿tienes las orejas biónicas?

—Idiota.

Sigo mirando a Elena, que se despide de la señora y vuelve con nosotros. Cuando se sienta de nuevo a la mesa, la acribillo a preguntas.

—¿Y bien? ¿Qué te ha dicho? María no está, ¿verdad? Lo he sabido por cómo la mujer movía la cabeza. Pero está en España, ¿no?

Elena se echa a reír.

—¡No, acaba de irse, ha vuelto a Italia a buscarte!

Yo abro unos ojos como platos. El mundo entero se detiene en torno a ella. Y entonces se ríe todavía más fuerte:

—¡Es broma, pero imagínate qué historia más bonita habría sido!

—Bueno, tampoco tanto… Entonces yo vuelvo corriendo a Italia a buscarla, ella regresa a España pensando que me encontrará aquí…

Gio se anima:

—¡Sí, y luego los dos, decepcionados pensando que el otro no quiere saber nada, os vais a una isla para olvidaros el uno del otro… y os encontráis allí… pero con Alessia y Bato!

—Como guionista, Gio, no vales un pimiento, y tú tampoco, Elena.

—Has sido tú quien ha empezado… Quieres saber dónde está María, ¿no? —replica nuestra agente especial, resentida.

—Sí, claro.

Y me explica que le han dicho que María simplemente ha ido a hacer la compra a un mercado no muy lejos de allí y que su madre, la señora que le ha abierto la puerta, está contenta de que su hija haya vuelto durante unos días, ya que nunca está en casa.

—Y ¿te ha dicho si ha ido sola o acompañada?

—¡No podía preguntarle eso! ¿Qué sentido tendría? ¡Oh, Dios mío! Yo he venido aquí con un objetivo profesional: le he contado que quería verla para proponerle una nueva publicidad de la que quieren que sea la imagen. ¡Y tú, en cambio, podrías encontrártela por casualidad en ese mercado si no seguimos perdiendo el tiempo!

—¡Claro…! Seguro que si nos encontramos se cree que estoy aquí por casualidad… Por otra parte, ¡¿quién no vendría aquí a hacer la compra desde Roma?! Yo siempre vengo porque tienen un jamón realmente espectacular. Salgo de casa por la mañana temprano, voy al aeropuerto y recorro mil kilómetros en avión… ¡Pero qué contenta se pone mi madre cuando vuelvo con el jamón ibérico!… Me sale a doscientos euros los cien gramos, pero ¿y lo rico que está?…

—La alternativa —dice Elena muy tranquila— es quedarse aquí pensando en lo que podría haber sido, luego cogéis vuestro avión de regreso y adiós muy buenas, con lo que María quedará tan solo en un recuerdo… Si es así, decídmelo enseguida porque a mí no me gusta perder el tiempo y volvería a mi trabajo encantada.

Yo la miro a ella y después miro a Gio. Él mira a Elena, que mira su reloj, bastante disgustada. Pero bueno, qué dura es esta chica. Pienso en Gio y en sus costumbres, veo la situación bastante difícil.

—¿Dónde está ese mercado? —digo.

—No está muy lejos; para ese taxi que está pasando —responde ella con un suspiro.

Gio lo consigue.

—¿Puedes decirle que busque una floristería? —le digo a Elena, que está dando la dirección al taxista.

—¡Excelente idea! Los italianos siempre son los más románticos —comenta ella.

—¡No, es que yo cuando voy a comprar detergente siempre llevo una rosa!

El taxista escucha las indicaciones de Elena y asiente, dice que le parece que hay una de camino, y de hecho al poco rato se para delante de un edificio bajo, con algunas tiendas entre las que precisamente hay una gran floristería. Me apeo del coche y por un instante me parece estar en esa película en la que Ashton Kutcher vendía flores y al final se liaba con su amiga.

—Gio, ¿cómo se llamaba esa película con Ashton…?

No me da tiempo a terminar.

Historias de San Valentín, dirigida por Garry Marshall.

—Sí, exacto, me parece como si estuviera en esa misma película.

Dentro hay muchísimas clases de flores; al final me decido y escojo una bonita rosa de tallo larguísimo. Pago, el señor que lleva el negocio me la arregla con una hoja de papel plastificado y me la tiende sonriendo. Salgo y subo de nuevo al coche.

—Eh, qué rosa tan bonita… ¿Vamos? —dice Elena.

—Sí…

Gio le sonríe, también lo hace Elena, y después se quedan callados. Bueno, ahora ya no hay más posibilidades. Todo está a punto de suceder. El taxi arranca. A Gio tal vez le gustaría decir algo mientras ella juega con las asas del bolso que tiene sobre las piernas; él, que siempre encuentra la frase adecuada que hay que decir en el momento adecuado, el chiste para hacer reír a todo el mundo. Pero esta vez Gio está en silencio, mirándola, no encuentra las palabras. Lo veo aspirar únicamente su ligero perfume, vivir su mirada, su sonrisa, sus cabellos en el suave contraluz… Y entonces me doy cuenta de que de repente lo ha entendido. Este silencio vale más que mil palabras, ésta es la poesía que nunca habría sabido escribir, la música que no es capaz de componer. La radio transmite un viejo éxito que también arrasó en Italia, pero del que no recuerdo el título ni el intérprete. Ahora Gio tiene una mirada distinta, tal vez está pensando que dentro de pocos días podría no volver a ver a Elena. Elena probablemente ha entendido que mi amigo está colado por ella y se está preguntando qué podría pasar si decidiera darle una oportunidad.

Yo estoy callado sin más. No quiero pensar en nada, miro esta rosa que tengo entre las manos. ¿Qué será de mí y de ti, pobre rosa? Si María no está, acabarás en una papelera o, si tienes suerte, entre los dedos de una persona desconocida, en un jarrón cualquiera… ¿Y María?… María nunca sabrá lo que podría haber sido. ¿Y yo? ¿Qué haré yo entonces? ¿Y qué estoy haciendo en este taxi?

Elena se mete en mis pensamientos.

—¿Quieres repasar la carta por última vez? —me pregunta poniéndome delicadamente una mano en el hombro.

Y repito lo que he escrito. Ahora ya me lo sé de memoria. Elena me escucha y asiente.

—Muy bien… —comenta.

El taxista ha asistido a la escena y lo ha oído todo. Le sonríe a nuestra amiga y le pregunta algo, y lo hace tan rápido que, aunque hubiéramos estudiado español todo un año en la escuela, no habríamos entendido nada.

Elena ríe y le contesta, y el hombre asiente vigorosamente con la cabeza.

—¿Qué quería? —le pregunta Gio.

—Me ha dicho: «Qué buena es esa letra, ¿de quién es? ¿De un poeta o de un cantante?». Y ¿sabes qué le he contestado yo? «La ha escrito un hombre enamorado». Eso es todo…

Finalmente el coche se detiene delante de la gran cristalera del mercado.

—¡Mucha suerte! —me dice el taxista guiñándome el ojo mientras bajamos.

Cuando nos quedamos solos, Elena intenta animarme.

—Venga, estoy segura de que irá muy bien…

—¿Tú crees? Esperemos que María esté de acuerdo con el taxista.