25

Después de una buena caminata, durante la cual nos perdemos encantados por las callejuelas de Hondarribia, llegamos a la dirección en la que supuestamente debería estar la casa de María. El barrio es precioso, las casas bajas tienen unos balcones de madera pintados de verde, azul, rojo, y todos están repletos de plantas. Siento el olor del mar y una brisa fresca que parece empujarme hacia mi destino.

Gio y Elena no se separan ni un momento. Los observo a ambos y me parece que ya oigo lo que Gio tiene intención de decirle: palabras que tengan el efecto de pegarlos el uno a la otra. Pienso en lo que yo siempre he dicho no solo para impresionar a alguna chica, sino porque quería que esa chica no me considerara uno de los tantos chicos en su vida, sino el chico de su vida. Quién sabe si la historia de Gio y Elena podría llegar a ser como la mía… Una vez mi padre me dijo que las historias de amor, a fin de cuentas, son todas iguales, pero cada una es especial. Y tenía razón. Veo a Gio, que sigue hablando con aire embelesado, gesticula, sonríe, dice cosas… Los hombres, cuando quieren conquistar a una mujer, incluso se vuelven ridículos. Mi amigo está distinto, encima le tiembla un poco la voz, muestra una cautela con ella que no le conocía. Está acomodando su respiración a la de Elena. Es increíble cómo nos transformamos cuando nos sentimos enamorados, cómo intentamos captar lo que podría gustar de nosotros a la otra persona. Y la imagen de María me llega de repente fuerte, poderosa.

Miro la casa, pocos metros me separan de su puerta. Su casa tiene los balcones y las ventanas de un verde encendido, unos geranios rojos se agolpan sobre las barandillas y parecen guiñarme los ojos. Debajo de la casa hay un banco pintado también de verde en el que se apoya una bicicleta, quizá la de María. Cómo me gustaría tener ahora un mando a distancia de la vida en mis manos. Pulsaría la tecla que permite saltar las escenas de las películas en DVD y seleccionaría enseguida la secuencia en que María y yo pedaleamos alegres, felices: yo finjo estar cansado, ella me adelanta, pero no sabe lo competitivo que soy, y entonces yo la alcanzo con dos pedaladas y, a pesar de la carrera, intento besarla inclinándome desde mi bici hacia la suya, evitando por un pelo arrasarlo todo a nuestro paso, incluso a esa viejecita que, en vez de empezar a gritarnos, niega con la cabeza sonriendo, pensando en cuando era ella la que hacía esas cosas. Y María se ríe y me dice que estoy loco como todos los italianos y luego me susurra «Te quiero» y «Démonos prisa, que tenemos que hacer la compra», porque esta noche quiere que cocine yo, porque se acuerda de lo que comíamos juntos en Roma y de que le volvían loca los tagliatelle con tomate.

Me doy cuenta de que estoy sonriendo, lo veo ahora que he vuelto a la realidad, porque ese mando a distancia resulta que no lo tengo, ¡lástima! Y entonces me viene a la cabeza algo muy sencillo, en lo que no había pensado, y es que yo con ella simplemente fui yo mismo. No tuve que inventar nada, no hubo nada que dijera aposta para ella, para causarle buena impresión. No hice nada que no hubiera decidido yo, Nicco: nunca fui alguien al que Nicco habría querido parecerse para seducir a una chica española. Fui tal como soy, y me abrí como nunca lo había hecho en toda mi vida, ni con Gio ni con ningún otro amigo, y mucho menos con Alessia. ¿No es paradójico que haya decidido y haya logrado ser realmente yo mismo precisamente con María, que no entendía nunca exactamente lo que decía medio en italiano medio en español? Tal vez fue una cobardía ser cristalino de ese modo. Sí, lo sé, Gio me contestaría enseguida: «¡Pues claro, así todo el mundo es bueno…!», y no estaría equivocado, pero con María ocurrió algo especial. Recuerdo cómo me miraba, cómo escuchaba mis palabras quizá sin entenderlas del todo, cómo me sonreía en los momentos adecuados, cómo me parecía que me comprendía más que cualquier otra persona con una simple mirada. Es por eso por lo que ahora estoy aquí.

—No me lo puedo creer…, ¿y entonces esas chicas se comportaron así? —está diciendo Elena.

—Sí —oigo que contesta Gio.

—¿Y cómo te quedaste?

—Bueno, no muy bien…

—¡Eh! —digo yo, distraído con mis pensamientos.

Los dos se vuelven hacia mí.

—¿Sí?

Y ellos también deben de haberse dado cuenta de cómo se habían alejado de todo y de todos, seguramente embelesados por su recíproca atracción, capaz de hacer flotar en el aire un momento como ése. Gio, por lo menos, sí se ha fijado, y se ha cabreado un montón; de hecho, me mira mal, como si hubiera interrumpido algo en la parte más bonita.

—Perdónanos, Niccolò. ¿Has dicho algo y no te hemos oído? —dice Elena como si estuviéramos en una reunión de trabajo.

—No, no, es que he tenido una idea, vamos a hablar ahí dentro —contesto indicando un bar junto a un surtidor de gasolina, en la esquina de la calle.

—Si Nicco tuviera que darme un euro por cada vez que dice «tengo una idea», sería millonario, y no como Steve Jobs: iDea. ¡Quiero registrarlo enseguida! ¿Hay alguna oficina de patentes por esta zona?

Elena sonríe.

—No, pero hay una excelente casa de reposo para enfermos mentales… —contesto yo mientras cruzamos la calle.

Después nos sentamos y Elena pide tres cafés. Me gustaría preguntarle al chico que sirve las mesas si tienen espresso, pero renuncio enseguida.

—¿De qué se trata? —pregunta nuestra amiga una vez que el camarero se aleja.

—Estaba afrontando todo esto de una manera demasiado superficial… Si hemos llegado hasta aquí, tiene que haber una razón.

Gio y Elena asienten mirándome muy serios.

—Sí, vale, pero si me miráis así, me bloqueo…

Entonces Elena se echa a reír.

—¡Y yo qué sé, eres tú quien ha empezado con ese tono…! ¡Parecía que estabas a punto de decirnos quién sabe qué!

—Sí, de hecho, yo tampoco te había visto nunca así, estaba convencido de que estabas a punto de anunciar que habías descubierto la fórmula de la Coca-Cola

—Está bien… Solo quería decir que estoy contento de haber llegado hasta aquí. Así que gracias, Gio, por haber superado tu miedo a volar y haberme acompañado.

—Gracias a ti.

—Y luego, sobre todo, gracias a ti, Elena —continúo. Ella se sonroja—. Si estamos aquí delante de su casa es por ti.

—Pero si habríais llegado igualmente, era solo cuestión de tiempo. El hombre que realmente desea algo lo coge y punto…

—Estoy de acuerdo contigo, solo falta ver si lo consigo.

Evito mirar a Gio y sigo hablando.

—Pero sin tu organización perfecta, los billetes del tren, el almuerzo, el hotel reservado, no habríamos llegado tan lejos, estoy seguro…

Baja la mirada, incómoda.

—Pero si no he hecho nada. —Luego la levanta hacia mí—. De verdad, era lo mínimo…

—Pero, en cambio, para mí es lo máximo. Eres una persona especial, Elena. Gracias, de verdad… También por haber corregido mi carta y haberte reído de esa manera tan bonita. O sea, en realidad nunca había visto a nadie desternillarse de risa como tú al leer una sufrida carta de amor…

—Oh, perdóname, pero si me acuerdo de lo que habías escrito, me pongo a reír otra vez. Prácticamente le estabas diciendo a María que ya no la querías —explica ella agitando una mano, y falta poco para que vuelva a empezar.

—Lo sé, lo sé, y de hecho te lo agradezco porque al corregirla me has hecho sentir seguro, como si de verdad tuviera una posibilidad.

Elena me mira, tiene los ojos brillantes, pero no es por la risa. Se está conmoviendo en serio.

—Y así es, la tienes, has de tenerla, porque lo que sientes es bonito, es verdadero, y además tus palabras son preciosas.

—Gracias. Entonces os voy a contar lo que he pensado…

Y se lo cuento todo, y al final tanto ella como Gio están de acuerdo. Pero Elena, que siempre va un paso por delante respecto a nosotros, sugiere una cosa en la que no había pensado en absoluto y que hace que el plan sea perfecto. La clásica guinda del pastel.

Gio asiente todo el tiempo y no hace más que mirar extasiado a Elena, que mientras tanto ha sacado del bolso una enorme agenda y está anotando algunas cosas.

—De acuerdo… —dice luego, convencida, y la cierra con un gesto decidido.

Justo en ese momento nos traen los cafés; ella coge uno, le echa un poco de azúcar, lo remueve rápidamente y se lo bebe de un trago.

—Voy, miro a ver y vuelvo… ¡No os mováis de aquí, ¿de acuerdo?!

—¿Quién quiere irse?… —contesta Gio mirándola con una sonrisa alelada.

Luego coge su café y empieza a darle sorbos sin quitarle los ojos de encima a Elena hasta que ella sale del bar.

—Eh, no te has echado azúcar.

—Da igual…

—¿Seguro? Normalmente te lo tomas empalagoso…

—Elena es mi azúcar, mi sacarina, mi miel…

—Vamos a ver, ¿quién es tu psiquiatra? Lo digo porque tendríamos que hablar con él…

—Y yo digo, ¿has visto cómo ha sacado la agenda y hasta ha tomado apuntes de toda esta historia?

—¡Ya lo he visto, pero es de lo que nos estamos ocupando! ¿De qué iba a tomarlos, si no?

—Sí, pero lo bueno es la manera que tiene de hacer las cosas, me vuelve loco… Sí, y luego el modo en que trata cualquier cosa, dándole importancia, con la máxima profesionalidad.

—Es verdad…

—Y al mismo tiempo no es de esas cínicas despiadadas y calculadoras, porque se emociona, se le ponen los ojos brillantes…

—Es verdad.

—Y luego me gusta que estemos aquí los tres y todo ocurra con una simplicidad increíble. Nunca me había sentido tan a gusto con una mujer, y además con un amigo mío.

—¡También eso es verdad! ¡Oye, si dices algo más me lo voy a replantear, te cedo a María y me lío con ella!

Gio me mira y por un instante temo que quiera tirarme lo que le queda de café por encima. Sin embargo, tiene algo muy distinto en la cabeza.

—Intenta pensar que no somos nosotros los que escogemos y decidimos —dice—, sino ellas las que probablemente nos eligen a nosotros.

—Oh, Dios mío, ya ha empezado la hora de filosofía…

—Lo digo en serio… Yo me siento otro cuando estoy con ella —me explica, serio, pero enseguida le sale su naturaleza—: ¡Y como te atrevas a intentarlo con Elena te arranco un brazo y te atizo con él!

—Eso se llama «enamoramiento», ni más ni menos… —explico.

—Sí, tal vez, pero te aseguro que hay un montón de cosas que ahora me importan un pimiento: hacerme famoso, querer que la gente hable de mí algún día… Solo tengo ganas de ella, de estar a su lado, simplemente…

—Si le hubieras dicho o escrito esas palabras, le habrían gustado más de lo que le han gustado las mías.

—Pero nunca me saldrán. Aunque para mí ha sido una iluminación, o sea…, ahora soy otro.

Se da cuenta de cómo lo estoy mirando.

—Te lo juro, no bromeo. Por ejemplo, ¿sabes Claudia Koll, esa que había hecho las películas eróticas de Tinto Brass?… Que, aparte, a mí me gustaban un montón…

—Pues claro… ¿Y qué?

—Bueno…, pues esa historia de que encontró la fe y que ahora va por ahí hablando siempre de lo bonito que es ser devoto, que ha estado en África…, yo nunca me lo había creído, pensaba que era una estrategia de imagen inventada en los despachos. En cambio, ahora entiendo que le ocurrió algo similar a lo que me ocurre a mí.

—Tal vez la comparación no sea la más acertada. Ella vio la luz, mientras que tú te has enamorado de una chica…

—¡¿Y te parece poco?! Hemos encontrado el amor.

—Está bien, está bien… ¡Pero ahora no te pongas a escribir libros ni vayas al programa «Porta a Porta», ¿eh?!

—¿Lo ves?, y luego soy yo el que no habla nunca en serio…

—Tienes razón, perdona. Pero te daré un consejo realmente importante: intenta no mencionarle a Elena esa comparación con Claudia Koll…, ¿de acuerdo?

Y justo en ese momento, mirando por las cristaleras del bar, vemos que Elena ha llegado a la puerta de casa de María.