24

Una mujer está tumbada en la camilla de un consultorio médico. Va abrigada hasta el cuello, con un jersey muy ancho con unos puños que le cubren la mitad de los dedos. Niega con la cabeza, el médico intenta animarla. Ella, reacia, titubea, hasta que el médico se infunde valor y le sube las mangas del jersey. Tiene los antebrazos cubiertos de manchas rojas. La mujer explica algo, abatida, y repite varias veces la palabra «vergüenza». Solo entiendo que se siente avergonzada por su extraña urticaria. Gio, a mi lado en el sofá del vestíbulo, coge el mando a distancia y cambia rápidamente de canal con un escalofrío.

—¡Qué impresión! ¿Por qué miras esas cosas? —dice rascándose por todas partes.

Es uno de esos programas que dan también en Italia en los que alguien está aquejado de alguna enfermedad rara que lo pone en un compromiso. Si mi amor por María también fuera una enfermedad, un sentimiento no correspondido, ¿habría un médico dispuesto a curarme del ridículo por haberme precipitado hasta aquí?

Elena, con el móvil todavía pegado a la oreja y una carpeta debajo del brazo, pasa por delante de nosotros y nos hace señas para que la sigamos. Cruzamos el patio interior del hotel y salimos a la terraza, donde nos esperan unos comodísimos sofás.

—Vale, vale, nos vemos pronto.

Cuelga la llamada, se sienta en el sillón que hay frente a nosotros y deja la carpeta sobre la mesa.

—¡Perfecto! Ésta será nuestra base de operaciones. Ya se lo he dicho a Gio mientras te esperábamos: esta terraza será como nuestra sala de reuniones. Aquí se está muy tranquilo.

Lanza una mirada alrededor, y efectivamente no hay nadie. Solo se oye el chapoteo de las barcas en la distancia y los chillidos de las gaviotas.

Elena nos mira a los ojos, primero a Gio y después a mí; tenemos que concentrarnos. Nada debe obstaculizar su plan, para ella realmente es un trabajo. Se frota las manos satisfecha.

—No me lo puedo creer, estamos a punto de decidir algo que tal vez cambie tu vida, Nicco…, y la de María. Ella no sabe que está a punto de suceder todo esto…, no sabe que tú has venido hasta aquí, que estás a poquísimos metros de ella, de su vida, que vas a reescribir la historia…

«¿Reescribir la historia no es excesivo?», pienso yo. Pero Elena lo dice como si estuviera decidiendo el futuro de la Corona española, o decretando la abolición de las corridas de toros en España. De manera científica, como si de verdad todo pudiera ser planificado en sus detalles, estudiado sobre el papel. Tal vez sea su manera tan racional de afrontarlo lo que la hace tan fascinante: no deja espacio a los imprevistos. Todo es posible. Y si Gio se ha enamorado de ella, es que realmente todo es posible…

—Eso es, en el fondo es lo que ocurre en algunas películas —continúa, segura—, de esas que les gustan a las chicas. Que las hacen soñar con los ojos abiertos. Porque luego las cosas casi nunca salen de esa manera, te vuelves a tu casa, tal vez tu vida es triste, te peleas con tu novio, o quizá ni siquiera tienes novio…

Análisis de mercado. Más o menos es el tono que utiliza. Gio la estudia atentamente, intenta descubrir algo más sobre ella a través de sus razonamientos.

—En resumen, cualquier chica espera a alguien que se decida a seguirla, que de repente se meta en un avión y vaya a buscarla, sin estar siquiera seguro de si la encontrará, sin saber si ya está comprometida… Todas las chicas sueñan con un hombre así…

Gio no puede evitarlo.

—¿Tú también?

Astuta como un zorro y escurridiza como una pantera, Elena lo pasa por alto.

—Estamos hablando de Nicco. En este momento es él… el hombre de los sueños. —Lo dice con una naturalidad que roza la malicia. Gio empieza a pensar de verdad que se trata de mí y me mira con odio.

—Esperemos que no de los sueños de otro —añado con mi acostumbrado pesimismo y la mente puesta en María.

Y sin ninguna intención de aludir a Elena, lo juro. Pero Gio me da una patada por debajo de la mesa, mientras ella, quién sabe si consciente o no del efecto de sus afirmaciones, no se azora lo más mínimo.

—Pronto lo descubriremos —aclara, en cambio, con esa pizca de ambigüedad.

Después sigue examinando imparable la estrategia ganadora. Tal vez sea el hecho de aplicar a una historia de amor los métodos que utiliza en el trabajo lo que la entusiasma tanto.

—Vamos a ver en qué has pensado para impresionarla. Uno: algo asombroso, increíble, como una avioneta pasando con un cartel que diga MARÍA, TE QUIERO, o unos globos con forma de corazón que vuelen bajo su ventana… —Hace una mueca—. Bueno, eso es un poco cutre. —Tacha con una gran X una de las hojas que ha sacado de la carpeta. Valora la segunda posibilidad—. O bien, dos, algo más minimalista, más tranquilo, más en la línea de tu carácter. Es decir, elegante.

—Bah, elegante —refunfuña Gio mirando mi gorra de béisbol.

—No he pensado nada. —Los miro, sonrío y abro los brazos—. Nada de nada. Es más, si de verdad tengo que ser sincero, me gustaría coger el primer avión y volverme a Roma.

—¡Imposible! —Elena está contrariada, se mueve en su sillón—. ¿Cómo que no has pensado nada? Has venido hasta aquí, has cruzado el Mediterráneo a nado, la has visto a ella en una pantalla publicitaria, has encontrado su agencia, quedándote en la calle no sé cuánto tiempo…

Sonrío.

—¡La cosa no fue así!

—Sí, bueno…, pero podemos venderlo así… ¡Solo con eso ya tienes mil puntos!

Ahí está, su alma comercial, su tendencia a colocar el producto. Me parece que si aprendo la lección que me está dando conseguiré incluso vender mi colección pirateada de Pokémon de cuando era pequeño.

En ese momento un camarero con una bandeja se para junto a la mesa. No tiene el valor de interrumpir nuestra reunión. Elena levanta la mirada.

—Ah, sí. He pedido un té e infusiones, para relajarnos y estudiar bien la estrategia.

El camarero deja la bandeja en el centro de la mesa y se aleja.

Elena levanta la tapa de la tetera y la deja a un lado. Después coge una cajita con varias infusiones. Las examina.

—¿Tenéis alguna preferencia?

—¿Hay té verde?

Miro a Gio, asombrado.

—Pero…

Gio asiente.

—He leído que es el mejor contra los radicales libres.

Elena lo corta.

—Sí, aquí está. ¿A ti también te pongo uno? —pregunta dirigiéndose a mí.

—Sí, sí…

Ahora sí que estamos frente a un milagro. Sin duda está la mano de Dios. Gio ha bebido siempre y únicamente cerveza, en plan ligero, o ginebra, vodka y cualquier tipo de chupito para coger una buena borrachera. ¡Y ¿ahora toma té?! ¡Y encima verde! Si lo hubiera hecho yo, ya sé lo que me habría dicho: «¿Qué pasa?, ¿es que te has vuelto marica?». Y ahora, ahí está, el despiadado cazador de antioxidantes.

Elena sumerge los sobrecitos en la tetera, los mueve arriba y abajo coloreando el agua hirviendo, que poco a poco se tiñe de un amarillo pálido.

—Estoy segura de que esto nos ayudará a encontrar la mejor solución. También hay pastas, si queréis… —Y nos ofrece una bandejita en la que hay alineados varios tipos de dulces.

—Dulce vasco, tarta de queso y manzana, galletas de mantequilla y almendras, pantxineta —ilustra sabiamente.

Gio coge uno de chocolate.

—Qué guay que es este hotel. Por un precio módico hasta te dan todas estas exquisiteces.

—La verdad es que las he encargado en una pastelería que está aquí al lado. Normalmente a los clientes les gustan durante las reuniones.

Dice «clientes» con una displicencia envidiable. ¿Eso somos para ella? Claro, a estas alturas Gio estaría dispuesto incluso a pagar por tenerla a su lado hasta el último de sus días.

Elena me sirve el té ya oscuro en la taza, yo cojo un pedazo de pastel.

Después se dirige a Gio:

—¿Tú quieres?

—¡Claro, lo estoy deseando! —Cuanto más se empeña, menos creíble parece a veces.

—¡Oye, que si te apetece una cerveza u otra cosa, no hay problema, ¿eh?! Aquí tienen de todo…

—No, no, ¿por qué iba a querer eso? Me gusta el té…, lo juro.

Elena lo escruta durante unos segundos, luego compone una sonrisita divertida.

—Nunca habría pensado que fueras de los que les gusta el té… —le suelta, otra provocadora indirecta antes de dejar la tetera.

—No sabes cuántas sorpresas guardo todavía… Esta España me está sacando todo un mundo que tenía dentro, sí, que no ve el momento de salir.

Elena abre los ojos como platos.

—De rodar por los prados…, calentarse al sol… —endulza Gio el posible malentendido.

Elena no contesta, pero le veo una chispa de satisfacción en los ojos. Coge un trozo de dulce.

—Cada uno de nosotros ha probado un dulce distinto —comento.

—Eso es, Nicco, puede parecer estúpido, pero el hecho de que te fijes en esos sencillos matices puede ser una gran virtud para una mujer…

—Sí, los cincuenta matices de Nicco —se burla Gio.

Elena lo fulmina con la mirada.

—¿Me estáis tomando el pelo?

—No, en absoluto. Quiero decir que te das cuenta de los detalles. A las mujeres nos gustan los chicos atentos. Quién sabe de cuántas cosas te darás cuenta todos los días que pases con María. Notarás si se ha cortado el pelo, si se ha cambiado el color, si lleva una camiseta nueva, si hay algo que la entristece, algo que la hace feliz… Y eso te hará irresistible para ella.

—Me parece que te has cambiado los zapatos —dice Gio, después de haberse inclinado a recoger un terrón de azúcar que hábilmente ha dejado caer al suelo.

—Los otros tenían el tacón demasiado alto y demasiado sensual para hacer este trabajo —contesta Elena, que no especifica qué trabajo está haciendo realmente. ¿Cocer a Gio hasta que esté en su punto y luego comérselo de un bocado? ¿O defender su corazón de cualquier turbación, jugando a hacerse la indiferente?

Al final no sé quién saldrá ganando, pero me parece que esta batalla es de las grandes.

—De todos modos, tú tienes la victoria en la mano… —declara Elena pasando una hoja en la que ha apuntado extraños garabatos.

—¿Lo pone en tus gráficos? —bromeo.

—Me lo dijiste tú ayer. ¡Esa chica estaba enamorada de ti!

—Bueno, tampoco exageremos…

Gio se esmera en defender la causa.

—¡Que sí, si se le iluminaba la cara cada vez que te veía!

Intento redimensionar tanto entusiasmo.

—Sí, pero eso no significa nada. Estaba de vacaciones con una amiga en otro país, encontró a alguien que le gustaba, que la llevaba de paseo por la ciudad y… pasó unos días felices. Todo parece más bello y romántico lejos de casa…, pero lo cierto es que las cosas se magnifican.

Elena no se deja desanimar; analiza, compara, saca conclusiones.

—No es tan normal. No todas las españolas se lían con un italiano solo porque están de vacaciones. Por ejemplo, ella y su amiga Paula tuvieron un comportamiento completamente distinto.

—¿Cómo dices? —¿De dónde ha salido ahora Paula? ¿A ver si va a resultar que Elena también es vidente?

—Bueno, por lo que me ha dicho Gio, si lo he entendido bien…

Mi amigo enseguida interviene, sin darle tiempo a terminar. Él es mi oficina de prensa, no es que Elena tenga poderes mágicos.

—Mientras esperábamos a que te pusieras guapo, le he contado mejor tu asunto. Sí, en resumen, el hecho de que tú tuviste una historia con María, mientras que con Paula las cosas fueron como tú ya sabes…

Asume una expresión triste, que ni Nemo cuando se acuerda de su madre muerta. Y ¿cómo fueron las cosas, según él? ¿Qué disparate se habrá inventado esta vez?

El móvil de Elena empieza a sonar.

—Myriam, un momento… —Elena se levanta y se aleja mostrándonos el índice, pidiéndonos solo un minuto—. Vuelvo enseguida.

Miro a Gio con verdadera curiosidad.

—¿Qué fue lo que no sucedió entre tú y Paula? ¿Qué tonterías le has contado? Me gustaría mucho oírlo.

—Pues nada, he bajado antes para estar un rato con ella, para ver cómo actuar. Me ha preguntado sobre las dos chicas, qué hubo entre nosotros… Me ha salido espontáneo decirle que entre aquella pobrecita y yo no hubo nada.

—¡Qué angelito! Aquella «pobrecita»… Pero ¿es que eres tonto? ¡Como lo comente con María vas a quedar fatal!

—He pensado que le inspiraría ternura, en vista de que de otro modo no funcionaría. Le he contado que hace mucho que no estoy con una chica porque con la que salía…

—¿Con la que salías?

—Tuvo un accidente… ¡y murió!

—¡Murió! ¡Joder, eres viudo y ni siquiera me lo habías dicho!

—No me ha dado tiempo.

—Ahora vas a decirme qué diantre escribiste en esa dichosa nota, Gio. Tú eres capaz de todo. A lo mejor hasta le has dicho que ver a María es mi último deseo porque tengo leucemia.

—Total, se puede curar en la mayoría de los casos, ¿qué problema hay?

—¿Sabes cuál es tu problema? Que, por mucho que digas, la verdad es que no tienes ninguna clase de ética.

—¿Quién es el que tiene un problema de ética?

Nos volvemos, Elena está a nuestra espalda con el iPad en la mano.

—¿Eh? No, no, patética. Nicco estaba preocupado porque, para quien no lo conozca, su historia puede resultar patética…

—«Melodramática» sería más acertado —gruño yo.

—«Cursi», decimos aquí —puntualiza Elena con una mueca altiva que no hace pensar que esté muy conmovida por los cuentos lacrimógenos de mi amigo loco. A continuación nos enseña la pantalla del iPad—: Myriam me ha mandado el link con la localización de la dirección exacta de la señorita López. Qué mona, ¿verdad?

—Todo un amor —se mofa Gio.

Un puntito rojo parpadea sobre el mapa que se ha descargado en la pantalla.

—Aquí vive María, en la parte baja de Hondarribia, hacia el puerto.

Al pensar que estamos tan cerca se me encoge de nuevo el estómago; tomo un poco más de té, pero ya está frío. Me gustaría levantarme e ir yo mismo a la cocina para calentarlo con tal de alejarme, escapar, y dejarlo todo. «Señoras y señores, era una broma: ahora yo me vuelvo a Roma…»

—Bueno, tengo una idea… —dice Elena, y me deja clavado como un cuadro de veinte millones de euros en el museo más vigilado del mundo.

A veces pienso que hay situaciones en las que realmente sería necesario el teletransporte. Ya me veo con las orejas del señor Spock desapareciendo de repente. Pero eso es ciencia ficción, porque Elena ha empezado a exponer todas las teorías, cálculos e hipótesis sobre las reacciones de María ante mi aparición, según una ecuación que no sabría ni siquiera repetir pero que debería hacerla una mujer feliz.

—De acuerdo, pero ¿y si tiene novio?

—Si estuvo contigo es que algún problema con ese chico debe de tener… ¡En todo caso, ya nos preocuparemos de eso luego!

Gio está de acuerdo.

—Además, en España es distinto, no existen esos celos, ese afán de posesión que tenemos los italianos. Una chica puede estar hoy con un chico, mañana con otro…

—¿Quién te ha dicho eso? —Elena lo mira, intrigada.

—Lo… lo he leído en la guía. Y aparte, perdona, todas las libertades que adquirieron después de la dictadura, ¿crees que las iban a tirar a la basura?

Esta vez ella se ríe, divertida.

—¿Qué eres?, ¿un collione? Se dice así, ¿no?

Más tranquilo, Gio se siente en su salsa: sigue con su filípica, que en realidad tiene un único objetivo.

—Tú, por ejemplo, has cogido y te has ido así de hoy para mañana sin ningún impedimento…

—Es mi trabajo. Vengo aquí tres días para cerrar un contrato importante: si tengo a la señorita López, también tengo cliente.

—Sí, pero tu novio tampoco te ha puesto trabas…

Ahí está, ahí era adonde Gio quería llegar. La mira impaciente, después de soltar esa bomba, esperando a que estalle. Pero Elena, astuta, no cae en la trampa.

Quizá, quizá, quizá… —contesta, maliciosa. Después se levanta, recoge la carpeta, el iPad y varios papeles—. Venga, marchémonos, vamos a mostrar nuestras cartas.

Se acerca a recepción para dejar las llaves de la habitación. Gio me tira de un brazo para hacer que me quede un poco atrás.

—Pero ¿qué quiere decir «quizá»?

—Tal vez.

—¡Ya lo sé, gracias, eres un amigo! Es una de las pocas palabras que recuerdo del instituto… Idiota. Quería decir: según tú, ¿a qué se refería con «quizá»? —se enfurece.

—Que tal vez no le ha puesto problemas, tal vez se los ha puesto o tal vez no tiene novio. ¡Quiere decir… tal vez! —rebato, deliberadamente vago.

—La próxima vez terminaré antes si leo el horóscopo de Paolo Fox —me reprocha, decepcionado.

Elena nos hace señales para que la sigamos, tenemos que ponernos en marcha.

—¿Y bien?, ¿por lo menos has decidido lo que le dirás? —me pregunta mi cupido, desorientada por semejante falta de estrategia.

Vacilo, algo avergonzado. Saco una hoja bastante estropeada.

—Me he escrito un pequeño discurso al salir de la ducha. —Elena y Gio lo miran con curiosidad—. Sí…, está un poco mojado. Lo he traducido lo mejor que he podido, pero el español no es mi fuerte…

Elena me sonríe.

—Si quieres, te ayudo yo —dice, y espera mi respuesta, que en efecto tarda en llegar.

Me siento un poco collione, como un colegial en clase de amor. Pero ahora ya hemos llegado hasta aquí, Elena nos ha acompañado, incluso ha convocado una especie de reunión para resolver el problema, así que tanto da que me corrija el discurso.

—De acuerdo —cedo.

Me lo coge de las manos y empieza a leer, concentrada. De vez en cuando sonríe, después se pone seria, veo que los ojos se le iluminan ligeramente; ¿a ver si resultará que se ha emocionado? Sin embargo, se echa a reír. La miro sorprendido, no entiendo qué es lo que le hace tanta gracia.

—¡Hay un error, según lo que has escrito parece que no quieras volver a verla!

Lo corregimos juntos mientras Gio nos va dando coba haciendo el payaso. Al final Elena me dice que es una carta preciosa, se nota que está escrita con el corazón. Hay pocas mujeres que sean tan afortunadas como para recibir palabras como ésas.

—¿Ni siquiera tu «quizá» te ha escrito nunca algo parecido? —la provoca Gio.

Elena le sonríe.

—Quizá… —dice simplemente encogiéndose de hombros, y se dirige a la salida.

Gio la sigue como un fiel servidor a su reina. Yo me doy cuenta de que me he dejado la gorra de béisbol en la terraza. Mientras salgo me fijo en dos viejecitos que están viendo la televisión. En la pantalla, un hombre con la barba larga y los ojos hundidos no puede moverse en una casa atiborrada de objetos, residuos, animales. Cada vez que intenta coger algo, se cae todo. Los dos viejecitos lo observan con mirada absorta. Me pregunto cuándo harán un programa de televisión en el que los concursantes se desafíen con sus declaraciones de amor. A lo mejor yo podría ser el ganador…