23

Si en Madrid fue como si el corazón me diera un vuelco, emoción en estado puro, con todo el caos, el ruido, las maravillosas exageraciones que la distinguen, San Sebastián es como un masaje en un centro de relax: tiene todo lo que necesitas y hace que te sientas bien, mientras a tu alrededor reina la tranquilidad. La diferencia es parecida a la que existe entre un licor y una copa de vino. En cuanto salimos de la estación, nos ponemos en marcha por un puente de piedra, el cielo es terso y el río que discurre plácido brilla con miles de reflejos. Las casas elegantes me recuerdan a las que se ven en las películas de París: tienen pequeños balcones y tejados de varias formas, todo ello envuelto en matices tenues que me acarician los ojos. La sensación es exactamente la de vivir una ciudad completamente distinta de las que he visitado hasta ahora. Tal vez el hecho de que esta ciudad se mueva a un ritmo normal me ayude a contrarrestar el tamborileo que siento en el pecho cada vez que pienso en María y en lo que estoy haciendo por ella. En el fondo, si la hubiera encontrado en Madrid, el corazón podría haberme estallado: en un lugar que va a mil, no puedes tú también ir a mil. Aquí tengo tiempo de recobrar el aliento, de sintonizarme con sus sentimientos. ¿Cuántas posibilidades hay de que coincidan con los míos? No logro calcularlo.

—Hemos tenido suerte, chicos, aquí en el norte no son muy comunes los días soleados —nos dice Elena con aire soñador—. A lo mejor es una señal del destino.

Como siempre, está lista para indicarnos el camino, con seguridad, hasta que encontramos la parada de taxis.

—En unos veinte minutos como mucho llegaremos a Hondarribia. Ya veréis qué paisaje más bonito.

Después de unos kilómetros nos encontramos rodeados de verde, viajamos con las ventanillas bajadas para saborear el aire fresco y revitalizador del norte.

El taxista, cuando ve que somos italianos, nos cuenta unas cuantas cosas sobre Hondarribia que Elena nos traduce enseguida:

—Tenéis que saber que hasta 1980 esta población se llamaba Fuenterrabía. El nombre se cambió para volver a los orígenes de la palabra vasca que identificaba el lugar en el que surgió el pueblo: un vado arenoso, si miráis el mapa podréis ver su forma.

Gio finge que sigue la explicación, pero en realidad es una excusa para no dejar de mirar a Elena ni un momento; se la come con los ojos, está completamente colado por ella.

—Y allí al fondo está la montaña con el santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, una Virgen negra muy querida por esta zona —sigue traduciendo Elena.

—Y ¿por qué negra? Estamos en el norte de España —pregunta Gio sin dejar de hacer el papel del estudiante atento y detallista.

Pero nadie sabe darle una explicación, y a mí esa multiculturalidad de España me gusta muchísimo.

—He decidido coger un hotel que espero no se aparte mucho de vuestro presupuesto. Aunque os aseguro que os vais a quedar con la boca abierta, y además todavía no estamos en temporada alta y no sale tan caro. Si ahorramos un poco en traslados y restaurantes, no creo que haya problema. Es el Parador de Hondarribia, no os arrepentiréis —nos explica la reina de la eficiencia.

Yo la miro con admiración. Gio, ahora ya con amor.

—¡Ostras! Tendrían que llamarte de Italia para que fueras ministra de Economía. En un par de meses pondrías las cuentas en su sitio.

Elena se toma los cumplidos con cierta gracia.

—Pues hacer números no es mi actividad favorita, a pesar de que también tengo que hacerlos. Me gusta mucho más ocuparme de organizar, preparar encuentros… Para eso estoy aquí con vosotros: quiero ver cómo irá todo entre Nicco y María —dice entusiasmada.

—Espero verlo yo también, si no me desmayo antes —digo. Menos mal que corre este aire fresco, realmente lo necesito ahora que el momento se acerca.

Gio también finge mirar hacia afuera, mientras que en realidad solo tiene ojos para ella.

—¡Qué bonito es Hondarribia, ¿eh?! Después de todo, el error de Roberto…

—¿Y quién es Roberto, si puede saberse?

—Roberto es el portero del hotel romano que tenía que darnos la dirección de María, pero nos dio una falsa pensando que nunca vendríamos a España…

Elena sonríe, nuestro atrevimiento le gusta.

—Y resultó que la dirección era la de Venanzio y Tomás. Por un momento pensamos que estaba escondida allí dentro. Y, en cambio, ni siquiera sabían quién era… —resumo yo.

—Por fuerza, a ellos las modelos les importan un comino.

Ya sale Gio, que no reprime la bromita ácida. Le doy un codazo.

—Fueron realmente amables con nosotros. Cuando volvimos a encontrarnos, después de haber visto la cara de María en la pantalla publicitaria, incluso nos invitaron a cenar.

—Además hicieron que te conociéramos. —Gio le guiña el ojo.

Elena cambia hábilmente de tema.

—¿Y visteis que cocinan de miedo esos dos?

—Eh, habría que enviarlos a «MasterChef» —ironiza Gio.

—¡Mira, si un hombre me invitara a su casa y cocinara así para mí, me enamoraría al instante!

—Ah… —Gio me mira con una expresión elocuente, como diciendo: «¿Lo ves? Tampoco es tan difícil…». Si no fuera porque él tiene problemas incluso con un huevo revuelto.

Elena suspira.

—Lástima que ningún hombre hetero sepa hacer esas cosas.

—Bueno…, sabemos hacer otras… —Gio le guiña el ojo.

—No son siempre las más divertidas —murmura ella con un tono intencionadamente equívoco.

Justo en ese momento el taxi se detiene, Elena paga rápidamente y baja.

—¿También va a la nota de gastos? —bromea Gio, pero ella ya se ha puesto en marcha. No es de las que pierden el tiempo.

Lo miro y le digo en voz baja:

—Te veo mal… Ésta no es del perfil que sueles encontrar.

Me da una palmada en el hombro.

—No te preocupes, ya tengo la solución en el bolsillo: mientras hablaba me he descargado una aplicación de cocina.

Y así también nosotros bajamos del coche. Estamos frente a las murallas del casco antiguo, me siento realmente como don Quijote en busca de su Dulcinea; aquí el tiempo parece haberse detenido: los carteles de los bares y los restaurantes pintados a mano, los talleres de los artesanos, las casas de fachadas de colores con las vigas de madera, los balcones todos distintos, todos con su propio estilo. Mientras paseamos me siento contento, rodeado de cosas bellas y fascinantes, y es entonces cuando me doy cuenta de que una belleza tan especial como María no podría haber nacido en otro lugar. La belleza crea más belleza, es exactamente así.

Cuando llegamos frente a nuestro hotel no puedo creer lo que veo. Es un castillo de altos muros de piedra, y en su interior todo es elegantísimo, pero sencillo al mismo tiempo; la luz tiñe las paredes de piedra vista, las grandes lámparas, las escaleras de piedra, los arcos abovedados de estilo gótico. No me lo puedo creer, este lugar es maravilloso.

—Gio, ¿quién nos lo iba a decir, eh?

—Oye, que yo soy un tipo con clase y estas cosas las aprecio —dice él, cogiéndome por un brazo y arrastrándome hacia un precioso patio interior y luego a una terraza con vista al mar—. Ostras, mira qué barcas y qué mar tan azul, es todo un espectáculo.

Elena está detrás de nosotros, feliz por nuestro entusiasmo.

—Allí al fondo está Francia. Pensad que en barca se llega en cinco minutos, mientras que en coche hay que dar una vuelta mucho más larga. Muchos niños van a la escuela a Francia desde aquí.

—¡Qué pasada! —dice Gio—. Y qué suerte tienen, ya desde pequeños enseguida hablan dos idiomas.

—Muchos de ellos también hablan euskera, la lengua vasca —continúa Elena.

—¿Y tú la conoces? No, es que a mí me gustaría practicarla un poco contigo… —Gio aprovecha enseguida la ocasión.

Pero ella hace como si nada y se dirige a recepción. Entregamos los carnets de identidad y cogemos las llaves, mientras Elena está de nuevo al teléfono con Myriam, su ayudante. Gio frunce la boca:

—Ni siquiera tú y yo nos llamamos tan a menudo cuando tenemos que ir al fútbol.

Elena cuelga y se reúne con nosotros.

—¿Qué hacemos? —pregunto inseguro.

Ella me mira, después se mete en el papel de mujer ejecutiva.

—No lo sé, Nicco, tienes que decirme tú lo que quieres hacer. Uno: quedarte un rato a solas. Dos: reflexionar. Tres: ¿quieres que preparemos una estrategia los tres juntos? ¿Organizamos un plan?

Solo la idea me pone los pelos de punta: los tres sentados alrededor de una mesa con los diagramas de las posibilidades de un amor entre María y yo. La freno enseguida.

—Quizá sea mejor que primero vaya a refrescarme un poco… y luego decidimos.

—Vale, yo también necesito relajarme. Y todavía tengo que repasar los términos del contrato de nuestra modelo, María López.

Gio, presuroso, se agacha para ayudarla de nuevo a llevar su mochila de peso pluma.

—Nosotros ya hemos cogido las llaves, pero si quieres te esperamos para subir juntos.

Elena me birla una de las llaves de la mano con una sonrisa.

—El precio de todo incluido y wi-fi gratis era para la doble. Una de éstas es mía. Vosotros dormiréis juntos. Pero tranquilos, estaréis cómodos.

No podemos quitarle la razón: la habitación tiene dos camas de matrimonio enormes, que si Gio fuera el de hace dos días, el pre-Elena, ya estaría pensando en organizar una orgía. En cambio, abandona esa especie de casa portátil que lleva al hombro y se lanza con decisión sobre la cama que está junto a la ventana.

—¿Crees que lo ha hecho adrede? ¿Ha cogido solo dos habitaciones para que luego, con la excusa de que roncas, vaya a dormir yo con ella?

—Gio, ¡pero si eres tú quien ronca! Si hay alguien que tiene que buscar refugio en otra parte, ése soy yo.

Dejo mi bolsa sobre el sillón y yo también me tumbo en la cama.

—Pero ¿a ti te parece que le gusto?

—¿Tengo que decir la verdad?

—Como siempre he hecho yo contigo.

Lo fulmino con la mirada.

—De acuerdo, sí, pero con la historia de Bato no mentí…, solo omití. —Entonces lanza una almohada al aire, sorprendido de sí mismo—. ¡Joder, qué bien hablo! Hay palabras que ni siquiera sabía que las conocía, ¡es el ammore, es el ammore!

La almohada le cae en la cara, al igual que mi respuesta:

—No, a mí me parece que no le gustas.

Se vuelve de golpe y se queda sentado.

—Pues entonces yo tengo razón: es lesbiana. No puede existir una mujer a la que yo no le guste. Ya lo has visto, siempre está pegada al teléfono con esa tal Myriam. Y luego todas las alusiones a los heteros… Aunque la verdad es que no lo parece, ¡es tan femenina!

—Eres el troglodita de siempre: para ti los gais van por ahí en tutú y las lesbianas son todas unas camioneras. Siempre con los mismos tópicos. ¿Y Jodie Foster, entonces? ¿Y aquella rubita, Portia de Rossi? ¿No son superfemeninas? ¿Y Lindsey Lohan, que, total, ya se sabe que a ella también le gustan las mujeres? ¿Y la pelirroja de «Sexo en Nueva York»?

—De todos modos, si no es ése, tengo que enterarme de cuál es su gran defecto.

Me quito los zapatos y estiro los pies sobre la colcha de cuadritos.

—¿Una mujer no puede ser perfecta?

—¡No, pero puede acercarse muchísimo!

Nada, está realmente mal.

—De todos modos, habría sido mejor que mintieras —replica, y vuelve a echarse en la cama. Después se incorpora de nuevo—. Perdona pero, entonces, ¿por qué ha venido hasta aquí con nosotros? Podría haber hecho el viaje en coche con el chófer.

—Le gustan las historias de amor.

—Bueno, puede ir a verlas al cine. No, no me convences… —y vuelve a echarse.

—Tienes razón, le gusto yo, quiere ver cómo va la cosa con María y luego, si me da calabazas, se presenta ella.

Me lo paso bien tomándole el pelo, pero a Gio el juego no parece divertirle. Es más, creo que no se ha dado cuenta de que estoy bromeando.

Se levanta amenazador.

—Ni te atrevas a mirarla.

—¿Y por qué?

—Porque ni siquiera te gusta.

—Ahora que tengo a María como primera opción, no me gusta, pero si ella no está por la labor, a lo mejor como recambio… —Me lo estoy trabajando la mar de bien.

—Eh, no, eh…

—¿Y dónde está escrito?

—¡Porque me gusta a mí! —Se mosquea un montón—. Y porque somos amigos.

—Pero, perdona, también Bato y yo éramos amigos y, sin embargo, se lio con Alessia.

—Alessia y tú habíais cortado. Y, de todos modos, yo no soy Bato…, tú no eres Bato, nosotros tenemos nuestras reglas.

No lo corrijo sobre la historia de Alessia y Bato, prefiero seguir pinchándolo.

—Las reglas están hechas para romperlas… Por eso me liaré igualmente con Elena.

Le hundo el cuchillo hasta el fondo, disfrutando de la escena. Trato de contenerme, pero de repente me echo a reír. Él, por fin, se da cuenta y me lanza una almohada encima. Yo respondo con la misma moneda. Nos ponemos a hacer una guerra de almohadas durante un buen rato, como dos niños de campamento, divirtiéndonos como locos. Después Gio acierta sin querer a un jarrón decorativo de mi mesilla de noche y lo hace caer. Lo salvo por los pelos.

—Cuidado, si no lo pondrán en la cuenta de Elena —ríe él maliciosamente.

—¿No era una tarifa de todo incluido? —rebato.

Recobramos la compostura. Gio se pone serio. Se incorpora, se sienta con las piernas cruzadas y se apoya en la cabecera con una almohada detrás de la espalda.

—Nunca había perdido la cabeza de este modo.

—Suponiendo que la tuvieras… —me burlo.

—Es que no puedo dejar de pensar en ella. Cuando estamos cerca, me cuesta no tocarla, la rozo continuamente, le toco el brazo, incluso sin motivo. Estoy como drogado, nunca me han importado nada las mujeres, siempre han sido un fastidio, y ahora a través de Elena las quiero a todas, me parecen la cosa más bonita del mundo. Cuando me he despedido de ella y le he dado un beso en la mejilla…, la he cogido por la cintura y sentirla tan cerca me ha hecho volverme loco, y me gustaría volver a despedirme mil veces más…

—Pero ¿cuándo os habéis despedido, perdona? No nos hemos separado en ningún momento.

—¿Lo ves?, tienes razón, imagínate cómo estoy…, lo he soñado. —Y se echa a reír como un idiota—. Estoy fatal, Nicco… Pero ella quizá salga con alguien, tal vez le gusta otro.

—¿En su carnet de identidad qué ponía? ¿Soltera? ¡Ah, sí, tú no entiendes el español! —lo pincho.

—No está bien que te cachondees del amor… —contesta atormentado.

—A propósito de amor, te recuerdo que hemos venido aquí para dar una posibilidad a mi historia, para encontrar a María, y, en cambio, ¿qué estamos haciendo? Hablamos todo el tiempo de Elena… Me voy a dar una buena ducha, venga, a lo mejor se me ocurre algún plan, algo…

Y, así, me quito los pantalones y la camisa y me dirijo al baño.

—Tú, que eres un pozo de ideas, intenta buscar algo bueno para mí.

Me meto en el baño y abro el grifo de la ducha para regular el agua; siempre ocurre que está demasiado fría o demasiado caliente. Algo parecido a mi corazón: debo encontrar la temperatura adecuada. Mientras corre, me miro al espejo. Tengo veintitrés años, estoy en Hondarribia y busco el amor. Éste es, en dos palabras, mi perfil, pienso analizando la situación. En el fondo, ¿qué tiene de malo? ¿Por qué no tendría que conseguirlo? Y me meto debajo del potente chorro que espero me ayude a aclararme las ideas. Me relajo debajo del agua, empiezo a pensar en lo que hacer. ¿Dónde es mejor que nos encontremos? ¿Tendría que prepararle una sorpresa? No, mejor que no, demasiado énfasis, demasiado excesivo, y si después sale mal, no veas qué chasco… Tengo que impresionarla con algo más profundo, más íntimo. A veces, en los pequeños gestos se descubren los sentimientos más grandes. Y también debo encontrar las palabras, las palabras para decirle lo que siento, lo importante que es para mí. No me salen muy bien esas cosas, es un defecto que tengo, lo sé. Formulo un par de frases en mi mente, pero me dan ganas de reír, yo mismo me censuro. En el amor he sido un desastre en italiano, no puedo ni pensar en lo que puede pasar en español. Necesitaría a alguien que escribiera por mí, un alma noble que me infundiera su sensibilidad, un poeta que me prestara sus palabras…

—¡Oye, Nicco, estaba pensando que una amiga de mi tía es la asesora fiscal de Eros Ramazzoti. Lo llamamos, se lo pasas al teléfono y le hacemos cantar Più bella cosa non c’è en español! —me grita de repente Gio desde fuera. Ahí está el poeta.

Me enjabono la espalda y suspiro, desconsolado. Saco la cabeza por la mampara de la ducha para hacerme oír.

—Tenía razón el profesor Gioia en el colegio: «Si necesitas una mano en un momento de necesidad, la encontrarás al final de tu brazo».

Un instante de silencio. Después oigo la respuesta de Gio:

—Nicco, no te estarás haciendo una paja, ¿no?